del pueblo, tan sucias que en otras circunstancias ni las hubiera visto, le contaron la huida de Sofía y la sirvienta por la ciudad. Lo recordaban porque había sido lo más emocionante que había pasado en sus monótonas vidas durante semanas. Tal vez Sebastián y ella se convertirían en otro chisme para ellos. Angelica esperaba que no. Por una pescadera chismosa que le hizo una genuflexión al pasar, Angelica oyó hablar de una persecución por las calles de la ciudad. Por un golfillo tan mugriento que no podía ver si era chico o chica, supo que se habían escondido dentro de los barriles de una carreta.
—Y después la mujer de la carreta les dijo que fueran con ella —le dijo la sucia criatura—. Se fueron todas juntas.
Angelica le lanzó una pequeña moneda.
—Si me estás mintiendo, haré que te lancen de uno de los puentes.
Ahora que sabía lo de la carreta, era fácil seguir el rastro de su avance. Se habían dirigido hacia la salida más al norte de la ciudad y eso parecía dejar claro hacia dónde se dirigían: Monthys. Angelica aceleró, esperando que la información de la Viuda fuera cierta aunque se preguntara lo que la anciana le estaba escondiendo. No le gustaba ser un peón en un juego ajeno. Un día, la vieja bruja pagaría por ello.
Por hoy, tenía que adelantarse a Sebastián.
Angelica no tenía pensamientos de intentar hacerle cambiar de intención, todavía no. Todavía estaría ardiendo por la necesidad de encontrar a esa… esa… A Angelica no se le ocurrían palabras suficientemente duras para una de las Sirvientas vendidas que fingió ser quien no era, que sedujo al príncipe que tenía que ser para Angelica y que no había sido más que un impedimento desde que llegó.
No podía permitir que Sebastián la encontrara, pero él no abandonaría la búsqueda sencillamente porque ella se lo pidiera. Aquello quería decir que tenía que actuar, y actuar rápido, si iba a hacer que esto acabara bien.
—¡Fuera del camino! —gritaba, antes de espolear a su caballo para que avanzara con la velocidad que aseguraba una caída aplastante a cualquiera que fuera tan estúpido como para meterse en su camino. Salió de la ciudad, imaginando la ruta que debía haber seguido el carro. Tomó un atajo por los campos, saltando tan de cerca los setos que podía sentir cómo las ramas rozaban sus botas. Cualquier cosa que le permitiera adelantar a Sebastián antes de que estuviera demasiado lejos.
Finalmente, vio un cruce más adelante y a un hombre apoyado sobre el letrero que había allí con una jarra de sidra en una mano y el aspecto de alguien que no tiene intención de moverse.
—Tú —dijo Angelica—. ¿Estás aquí cada día? ¿Viste pasar un carro con tres chicas en dirección al norte hace unos días?
El hombre dudó, mientras contemplaba su bebida.
—Yo…
—No importa —dijo Angelica—. Levantó un monedero, el tintineo de los Reales dentro era inconfundible—. Ahora sí. Un joven llamado Sebastián te preguntará y, si quieres estas monedas, dirás que las viste. Tres mujeres jóvenes, una pelirroja y una vestida como una sirvienta de palacio.
—¿Tres mujeres jóvenes? —dijo el hombre.
—Una pelirroja —repitió Angelica con lo que esperaba que fuera un nivel de paciencia adecuado—. Te preguntaron por el camino a Barriston.
Evidentemente, era la dirección equivocada. Aun más, era un viaje que mantendría ocupado a Sebastián durante un rato y que enfriaría su estúpido deseo por Sofía cuando no consiguiera encontrarla. Le daría la oportunidad de recordar su deber.
—¿Todo eso hicieron? —preguntó el hombre.
—Lo hicieron si quieres el dinero —respondió bruscamente Angelica—. La mitad ahora y la otra mitad cuando lo hagas. Repítemelo, para saber que no estás demasiado borracho para decirlo cuando llegue el momento.
Consiguió decirlo y esto fue suficiente. Tenía que serlo. Angelica le dio su moneda y se fue, preguntándose cuánto tardaría en darse cuenta de que ella no iba a volver con la otra mitad. Con suerte, no se daría cuenta hasta después de que Sebastián pasara por allí.
Por su parte, ella tenía que estar ya lejos a estas alturas. No podía permitirse que Sebastián la viera, o descubriría lo que había hecho. Además, necesitaba toda la ventaja que pudiera conseguir. Había un largo camino hacia el norte hasta Monthys, y Angelica tenía que terminar todo lo que debía hacer mucho antes de que Sebastián se diera cuenta de su error y fuera tras ella.
—Habrá tiempo suficiente —Angelica se calmaba a sí misma mientras se dirigía hacia el norte—. Lo terminaré y estaré de vuelta en Ashton antes de que Sebastián se de cuenta de que algo no va bien.
Terminarlo. Una manera muy sutil de expresarlo, como si todavía estuviera en la corte, fingiendo conmoción mientras exponía las indiscreciones de alguna noble menor para que entraran en el hervidero de rumores. ¿Por qué no decir lo que quería decir? Que, en cuanto encontrara a Sofía, solo había una cosa que iba a asegurar que ella nunca más se metería en su vida y en la de Sebastián; solo una cosa dejaría claro que Sebastián era suyo y demostraría a la Viuda que Angelica estaba dispuesta a hacer lo que se le pidiera para asegurar su posición. Solo había una cosa que haría que Angelica se sintiera segura.
Sofía iba a tener que morir.
CAPÍTULO CUATRO
Mientras cabalgaba, Sebastián no tenía ninguna duda de que habría problemas con lo que estaba haciendo ahora. ¿Marcharse de este modo, contra las órdenes de su madre, evitando el matrimonio que ella le había preparado? Para un noble de otra familia, esto hubiera sido suficiente para asegurarle el desheredamiento. Para el hijo de la Viuda, era equivalente a traición.
—No se llegará a eso —decía Sebastián mientras su caballo avanzaba como un rayo—. Y aunque fuera así, Sofía lo vale.
Sabía lo que estaba abandonando al hacer esto. Cuando la encontrara, cuando se casara con ella, no podrían sencillamente volver a Ashton victoriosos, asentarse en el palacio y esperar que todo el mundo estuviera contento. Si es que conseguían volver, sería bajo una nube de deshonra.
—No me importa —le dijo Sebastián a su caballo. Para empezar, preocuparse por la deshonra y el honor había sido lo que lo había metido en este lío. Había dejado a un lado a Sofía por lo que él suponía que la gente pensaría de ella. Ni tan solo había hecho que alzaran sus voces en desaprobación; sencillamente había actuado, sabiendo lo que dirían.
Había sido algo débil y cobarde y ahora iba a enmendarlo, si podía.
Sofía valía una docena de los nobles con los que había crecido. O cien. No importaba que la delatara la marca de la Diosa Enmascarada que tenía tatuada en su pantorrilla, ella era la única mujer con la que Sebastián podía soñar casarse.
Desde luego, no con Milady d’Angelica. Ella era todo lo que la corte representaba: vanidosa, superficial, manipuladora, centrada en su propia riqueza y éxito en lugar de en el de cualquier otro. No importaba que fuera hermosa, o de la familia adecuada, que fuera inteligente o el sello de una alianza dentro del país. No era la mujer que Sebastián quería.
—Fui duro con ella incluso cuando me fui —dijo Sebastián. Se preguntaba qué pensaría cualquiera que lo viera de que hablara así con su caballo. Pero lo cierto era que ahora no le importaba lo que la gente pensara y, en muchos sentidos, el caballo escuchaba mejor que la mayoría de gente de la que se rodeaba en palacio.
Sabía cómo funcionaban allí las cosas. Angelica no había intentado engañarle; simplemente había intentado presentar algo que ella sabía que sería desagradable para él de la mejor manera posible. Mirado a través de los ojos de un mundo en el que los dos no podían escoger con quién se casarían, incluso podía verse como amabilidad.
Lo que sucedía era que Sebastián ya no quería pensar así.
—No