Lars Kepler

Hunter (Joona Linna, Book 6)


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ideológica de la familia como ámbito privado, al margen de la vida pública y política. En consecuencia, el planteo de políticas estatales y comunitarias hacia la familia requiere un análisis crítico de esta construcción simbólica y el reconocimiento de la tensión entre el respeto a la privacidad de la familia y las responsabilidades públicas del Estado. En cada circunstancia histórica, las políticas públicas estatales deberán transitar, como por una cornisa, el incierto y nada equilibrado camino de esa tensión” (Jelin, 1997, p. 91).

      Nos centraremos aquí en la primera de las áreas de influencia señaladas: la de las políticas públicas. Sabemos que toda política económica y social incide directa o indirectamente en las familias, constituyendo parte importante del contexto en que ellas se desarrollan y condicionando directamente su nivel y calidad de vida, en especial en los grupos de menores ingresos.

      Sin embargo, estas políticas han sido generalmente diseñadas e implementadas en función de los individuos y no de las familias. El impacto familiar que ellas producen no es considerado por los planificadores, y en los indicadores de cobertura, eficacia y eficiencia con los que se evalúan, no se incluye habitualmente la consideración de sus efectos en las vidas de las familias que son beneficiarias de estas políticas.

      Colmenares (1992) afirma que las políticas y programas sociales se han fundamentado sobre análisis y estadísticas globales y sectorizados de variables tales como educación, salud, vivienda, ingresos, empleo, etc., que se recogen como atributos individuales y que escasas veces son contextualizados en lo sociocultural, socio-geográfico y socio-familiar. Estas estadísticas esconden importantes diferencias en modalidades de vida entre diferentes conjuntos poblacionales.

      “Esta situación es particularmente limitante para la focalización y pertinencia de las políticas y programas, puesto que las familias, en su versión de núcleos, grupos domésticos o redes, son las unidades sociales fundamentales –anteceden cualquier otra instancia organizativa de la sociedad civil– para la satisfacción de las necesidades básicas de sus miembros. Son ellas quienes realizan la transformación final de la educación, la salud, los alimentos, los ingresos, y, en general, los bienes y servicios de que disponen, y los convierten en calidad de vida diferenciada para sus integrantes”.

      “El papel central de la mujer en las actividades de supervivencia y cohesión de la unidad familiar; la distribución doméstica del trabajo y del consumo; la protección de los miembros más vulnerables (niños, ancianos, impedidos, enfermos crónicos); entre otras tareas, invisibles en las cuentas nacionales y en los productos del desarrollo, no serían posibles de conocer –al menos en nuestras sociedades– sin referencia a la esfera de la familia” (Colmenares, 1992).

      Es por esto que esta autora plantea la necesidad de que la familia sea insertada como unidad de análisis dentro de los sistemas de estadística e información social que se usan para apoyar la planificación del desarrollo nacional.

      La insuficiente consideración de la familia en los programas sociales ha desarrollado una tendencia histórica a reemplazarla, especialmente en el trabajo con niños. Así, se han implementado programas para recuperar niños desnutridos, los que vuelven a su condición deteriorada anterior en cuanto se reintegran a la familia, al ser dados de alta; y programas de internación de menores, que al hacerse cargo de la crianza y educación de estos niños sin atender a sus familias, han contribuido al desarraigo de los menores y a la irresponsabilidad de los padres. Afortunadamente en los últimos años esta situación está cambiando.

      Similares carencias se observan con frecuencia en las políticas sociales y en muchos programas sociales. Se diseñan programas de foco limitado para hacer frente a problemas de gran envergadura y se concentra la atención en determinados grupos focales sin atender al mismo tiempo a las estructuras institucionales que están manteniendo o generando las situaciones que los afectan (Haskin y Gallagher, 1981). A este respecto, ha existido un amplio debate acerca de la influencia de la macroestructura económica, política y social en la génesis de los problemas sociales, pero no se ha dado suficiente atención a la influencia de la familia como institución básica de la cultura.

      Sin embargo, los profesionales que trabajan con problemas sociales están tomando creciente conciencia de la importancia de la familia tanto en la génesis de los problemas como en su enfrentamiento y prevención.

      Es por eso que empiezan a plantearse algunas proposiciones en relación a las políticas de familia o para la familia. Maurás (1994) señala al respecto cuatro aspectos básicos:

      En primer lugar, se hace necesario desarrollar acciones que vayan más allá de remediar la pobreza y satisfacer necesidades básicas, acciones que busquen lograr tanto mejorías fundamentales en la calidad de vida como en la construcción de ciudadanos competentes en lo humano y en lo económico.

      En segundo lugar, la formulación de políticas debe asegurar que la familia no se convierta en un mecanismo más de discriminación y exclusión social. En la familia los individuos deben adquirir las capacidades que los hagan competitivos, pero la competencia no debe ser criterio de funcionalidad al interior del núcleo familiar. Por el contrario, el núcleo familiar debe convertirse en un ámbito donde los individuos se vean liberados de las fuerzas del mercado y encuentren los elementos afectivos que les permitan el enriquecimiento de sus facultades como seres humanos, solidarios y justos.

      En tercer lugar, las políticas de familia deben concebirse como parte sustantiva de la política social, dirigidas al conjunto de las familias, independientemente de las formas que adopte cada una de ellas.

      En cuarto lugar, tanto en el diseño como en la ejecución y evaluación de las políticas y estrategias para la familia, debe buscarse la cooperación adecuada entre el Estado y la sociedad civil, para fortalecer el rol fundamental e inalienable de la familia, cual es el de brindar afecto y favorecer el desarrollo de la solidaridad entre sus miembros.

      Los cuatro puntos señalados por Maurás apuntan a aspectos centrales que requieren ser considerados al abordar políticas y programas para la familia.

      Se refuerza así la importancia de la integración de las políticas económicas y sociales en un modelo de desarrollo centrado en las necesidades humanas, y la ampliación del foco de estas políticas, de modo que consideren al individuo en un contexto familiar y a la familia en su contexto social.

      Importante a este respecto es el aporte de Jelin (1997), que propone repensar las intervenciones públicas hacia la familia a fin de introducir en todas ellas una consideración de la equidad de género, y señala tres grandes áreas donde el Estado debiera intervenir en el campo de las relaciones familiares: fomentar la equidad, defender los derechos humanos y promover la solidaridad grupal.

      Lo anterior implica, ante todo, que la intervención del Estado se oriente a la ampliación de oportunidades que generen mayor equidad, debilitando así la tendencia de la familia a trasmitir y reforzar patrones de desigualdad existentes en la sociedad, como las desigualdades económicas y de género.

      Implica también que el Estado debe intervenir frente al problema de la violencia doméstica, que es una clara violación de los derechos humanos, y que afecta preferentemente a las mujeres y también a los niños en la familia.

      Finalmente, el Estado a través de sus intervenciones debe apoyar las redes sociales de la familia y la gestación de espacios de sociabilidad y de organizaciones intermedias que promuevan la participación democrática en la vida social.

      El papel mediador de la familia es una consecuencia de su difícil posición intermedia entre los individuos y la sociedad, que la enfrentan a demandas múltiples y contradictorias. Por una parte, ella debe desempeñar las funciones que le asigna la sociedad, adecuarse a sus políticas, trasmitir sus valores y sus normas. Por otra, debe responder a las necesidades y requerimientos de cada uno de sus miembros individuales. Las demandas provenientes de estos dos polos, que la familia está recibiendo permanentemente, no son siempre congruentes ni fáciles de descifrar. Más aún, cuando la familia misma, como grupo, tiene sus propias necesidades y aspiraciones que pueden entrar en conflicto con las