En contrapartida a las implicancias positivas de las tendencias que se observan en la realidad de las familias chilenas, aparecen las implicancias negativas.
En términos generales, los cambios señalados hacen a la familia más frágil y también más vulnerable. El menor tamaño de la familia y el debilitamiento de sus redes familiares la hace contar con menos recursos para enfrentar situaciones de crisis, como desempleo, enfermedades, muertes, etc. El aumento de las nulidades, separaciones, rematrimonios, etc., produce tensiones y sufrimiento en todos los miembros de la familia, muy especialmente en los hijos, produciendo heridas y huellas difíciles de borrar. Con frecuencia se observa hoy en los hijos de padres separados mucho escepticismo frente al matrimonio y temor a comprometerse en una relación estable.
También los hijos son afectados por la incorporación de la madre en el trabajo remunerado sin contar con la colaboración del padre en las tareas del hogar y careciendo de servicios de apoyo en la comunidad. Como resultado, los hijos permanecen mucho tiempo en el hogar sin el cuidado de una persona adulta, lo que dificulta la tarea educativa de los padres.
Las familias están viviendo así en su vida cotidiana situaciones extremadamente contradictorias, entre las que se destacan el cumplimiento de sus tareas básicas (protección y cuidado de sus miembros, crianza, socialización y educación de sus hijos) sin contar con los recursos necesarios para ello, y los conflictos entre el proyecto personal de cada uno de los padres y el proyecto familiar de cuidado de los otros. Cada familia busca enfrentar esta contradicción al mismo tiempo que procura articular sus demandas internas con las demandas que recibe de su medio externo y con las transformaciones que se están produciendo en las relaciones hombre-mujer y padres-hijos. La meta que la familia persigue con esta articulación es su sobrevivencia como grupo y como espacio para el desarrollo humano, lo que también en las familias pobres se extiende a la sobrevivencia física de sus miembros (Tamaso, 1995).
Todo lo anterior supone una tarea extremadamente difícil, frente a la cual las familias no están recibiendo de la sociedad el apoyo y los recursos que necesitan para enfrentarla. Como consecuencia, muchos padres se sienten incompetentes para ejercer su rol, aumenta la violencia intrafamiliar, se debilita la cohesión entre sus miembros, muchas familias se desintegran y favorecen así la desorientación de sus hijos, que en estas condiciones pueden incurrir en drogadicción, conductas delictivas, etc. Se puede llegar en este proceso a la negación misma de la esencia de la familia, ya que estas familias así dañadas no pueden ser espacio de protección y afecto, sino que, por el contrario, gene-ran infelicidad, violencia y desconfianza.
1.5. Familia y equidad
La equidad es un tema central en el análisis de las relaciones entre la familia y la sociedad porque atraviesa estas relaciones en diversos ámbitos y niveles, tanto externos como internos a la familia misma.
Al inicio de este Capítulo se analizó la evidente situación de falta de equidad existente en la medida que la sociedad delega en la familia funciones claves cuyo desempeño exige que ella sea un espacio de seguridad, seguridad que es dificultada por las características de la propia modernización.
A nivel macrosocial, se argumentó también anteriormente la falta de poder y de defensa organizada de la familia frente a las grandes fuerzas sociales y a las políticas económicas y sociales que la impactan y la afectan cotidianamente. Ello revela una falta de equidad que impide a las familias tener voz para plantear sus necesidades y aspiraciones en la sociedad, al mismo tiempo que la obliga muchas veces a aceptar el atropello sistemático a algunos de sus derechos humanos fundamentales, como es el caso de las familias pobres que analizaremos más adelante.
La sola existencia de la creciente desigualdad en la distribución del ingreso en el país manifiesta también un gravísimo problema de falta de equidad entre las familias chilenas.
Mientras algunas de ellas gozan de bienes en exceso, la gran mayoría se debate cotidianamente en la escasez de bienes y servicios, o en la angustia de no tener una seguridad mínima sobre cómo sobrevivirán el día de mañana. Los datos de la Encuesta CASEN 1996 nos indican que el 20% más rico de la población concentraba el 56,7% de los ingresos monetarios, mientras que el 20% más pobre sólo captaba el 4,1%. Estos hogares más pobres aumentan sus ingresos en un 75,5% en base al aporte del gasto social en salud, educación y subsidios monetarios, lo que revela el papel efectivo que tiene el gasto público social en la reducción de las desigualdades, pero no alcanza a sacar a las familias de su situación de pobreza (Ruiz Tagle, 1998).
En estas condiciones de desventaja, las familias están recibiendo demandas más contradictorias que nunca de la sociedad. Se espera que ellas sean el espacio del amor, de la humanización y de la intimidad en un contexto competitivo, deshumanizado, en que se quita cada vez más tiempo y espacio a la vida familiar y en que la publicitación de la intimidad es una de las estrategias que más “vende” en los medios de comunicación de masas. A las demandas tradicionales se agregan otras nuevas, la gente busca refugiarse en la familia cada vez más, desafiando su capacidad de contención y de apoyo. Exigidas al máximo y sin el necesario apoyo social, muchas veces las familias no resisten esta situación, generándose crisis, desorganización y desintegración.
También demandan crecientemente a la familia las políticas sociales, en muchos de cuyos programas se procura la participación activa de las familias considerando menos de lo necesario las dificultades que les plantea cualquier tipo de participación, especialmente cuando se ven exigidas simultáneamente desde diferentes sectores: educación, salud, etcétera.
Pero el tema de la falta de equidad lo encontramos no sólo en las relaciones entre familia y sociedad, sino también al interior de la familia y tiene su manifestación más extrema en la violencia intrafamiliar, que afecta fundamentalmente a las mujeres y a los niños.
El acto de violencia en que el hombre golpea a la mujer, o la mujer al hombre, es la manifestación máxima de falta de equidad y de respeto en la relación de la pareja humana, y como las principales víctimas son las mujeres, gráfica en términos extremos la situación de subordinación, subvaloración y marginación que aún hoy afecta a muchas mujeres en la sociedad chilena. La mujer golpeada se siente objeto de una injusticia y atropellada en su dignidad de persona. El acto de agresión, en el que el hombre la domina con su fuerza, genera en ella frustración, ira y temor. Al no poder esta ira ser expresada contra el agresor, se orienta con frecuencia hacia los hijos, conformando el círculo familiar de maltrato. Cuando la mujer logra exteriorizar su ira contra el hombre que la castigó, puede hacerlo con mucha fuerza, desencadenando episodios de gran violencia.
“La violencia doméstica en sus diversas manifestaciones –tortura corporal, acoso y violación sexual, violencia psicológica, limitación a la libertad de movimientos (esclavitud)– son claramente violaciones a los derechos humanos básicos. Ocultos bajo el manto de la privacidad de los afectos y del autoritarismo patriarcal durante siglos, comienzan a hacerse visibles en las últimas décadas. Obviamente, la violencia familiar tiene género: las víctimas son las mujeres en la relación conyugal, las niñas y en menor medida los niños en la relación filial y como víctimas de otros adultos. Ultimamente, además, se comienzan a hacer públicos los casos de violencia familiar hacia ancianos” (Jelin, 1997).
Si bien no alcanza el nivel de dramatismo de la violencia intrafamiliar, es una grave manifestación cotidiana de inequidad el recargo de trabajo que asume la mujer en relación al varón, especialmente cuando ella trabaja remuneradamente fuera del hogar, además de hacerse cargo de la casa y de la crianza de los hijos sin la necesaria ayuda de su marido.
Todo lo anterior es manifestación de una falta de adecuación de los roles familiares y de las relaciones de poder en la pareja a las nuevas características que asume la vida familiar en la modernidad. Urge un cambio en la forma como se están desempeñando los roles de género en la familia, a fin de erradicar la violencia en las relaciones familiares y lograr una mayor colaboración del varón en las tareas domésticas y de crianza, que sea la base de una mejor y más equitativa relación de pareja, lo que contribuirá a generar una mayor democratización de la vida familiar.
De lo contrario, la familia seguirá trasmitiendo