y acto; poseen un ser actual —acto— y multitud de disposiciones —potencias— que serán, o no, actuadas (realizadas) durante su existencia. El movimiento es, precisamente, el tránsito de la potencia al acto, la actualización de potencias.
Y el movimiento —el cambio— es el modo de existir de todas las cosas naturales por razón de su mismo ser, que es mezcla de acto y de potencias que han de ser actualizadas sucesivamente, en el tiempo. Supuesto que la materia es por sí inerte y no puede moverse a sí misma, este mundo en movimiento ha de ser movido por un primer motor inmóvil —acto puro—, que es lo que Aristóteles entiende por Dios. Por este camino filosófico llegó Aristóteles al conocimiento de un solo Dios (monoteísmo), acto puro y ser necesario, que tanto se aproxima al Dios del Cristianismo. Alguien le llamó por esto «cristiano preexistente». Claro que el Dios de Aristóteles es solo un Dios filosófico que nada sabe del Dios personal cristiano, ni siquiera del concepto de creación en el tiempo —pues suponía al mundo existente desde siempre, aunque dependiendo de Dios—, ni mucho menos de la idea de providencia.
A la luz de esta teoría del acto y la potencia puede Aristóteles dar una respuesta a los tropos u objeciones de Zenón de Elea contra la posibilidad del movimiento. Aquiles sí puede moverse porque la distancia que ha de recorrer solo potencialmente es divisible en infinitos puntos; en acto no existe tal infinito, sino solo un segmento limitado y concreto. Aquiles adelantará, si se lo propone, a la tortuga porque en aquel razonamiento, al suponer una e infinitas veces el punto a donde llegará para afirmar así que la tortuga habrá avanzado más, descompongo el movimiento en infinitas situaciones inmóviles y el espacio en infinitos puntos, pero ni este es divisible más que en potencia, ni el movimiento se compone de inmovilidades, sino que es un modo de ser distinto e irreductible; el tránsito de la potencia al acto. Y, comparados movimientos, puede uno muy bien superar a otro.
Procede después Aristóteles a hacer una división del ser en grandes grupos, lógicamente trazados, en los que se distribuya toda la realidad. A esta división dio el nombre de categorías. Divídense, ante todo, las cosas en sustancia y accidente. Es sustancia lo que existe en sí, accidente lo que requiere de otro para existir en él. Así, una mesa, un árbol, son sustancias; pero el color blanco, la bondad, el reír, son accidentes porque no se dan solos, aislados, sino en otro, en algo que es blanco, que es bueno o que ríe. Los accidentes se dividen a su vez en cantidad, cualidad, relación, acción, pasión, lugar; tiempo, posición y estado. Si a ellos se antepone la sustancia tendremos las diez categorías aristotélicas, que son como grandes casilleros en los que entran todas las cosas. Sírvanos de ejemplo esta frase descriptiva. El gran (cantidad) caballo (sustancia) castaño (cualidad) de Alejandro (relación) está (posición o pasión) comiendo (acción) ensillado (estado) por la mañana (tiempo) en el patio (lugar).
Más allá de estas categorías o géneros supremos de las cosas no se puede alcanzar más que un concepto más general, que los abarca de un modo especial: el concepto de ser. Este concepto ha de captarse con una gran finura conceptual, pues solo así puede hacérsele compatible con esa nuestra doble experiencia cognoscitiva, y con el dualismo que requiere el hecho de que seamos libres para obrar. La noción que, según Aristóteles, debe tenerse del ser nos servirá para recapitular sobre el planteamiento que del problema metafísico hicieron Heráclito y Parménides.
Según su modo de aplicarse, un término (que es la expresión del concepto) puede ser unívoco, equívoco o análogo. Unívoco es aquel término que se emplea siempre en el mismo sentido; cuando digo reloj, por ejemplo, significo siempre lo mismo. Es equívoco, en cambio, aquel otro que se emplea en sentidos totalmente diversos. Así, el término vela, que puede aplicarse a la vela de un barco o a una bujía de cera. Es análogo, en fin, aquel que se refiere a cosas diversas, pero no totalmente heterogéneas, sino derivadas de una significación original. El término alegre, por ejemplo, si lo aplico a un paisaje quiero decir que produce alegría; si a un rostro, que expresa alegría; si a un carácter, que es alegre; cosas todas diversas, pero emparentadas entre sí, análogas.
Pues bien, la noción de ser no debe concebirse como unívoca ni como equívoca, sino como análoga. «Ser —dice Aristóteles— se dice de muchas maneras». No se dice lo mismo de la sustancia que del accidente, de la potencia que del acto, de Dios que de las cosas naturales. Tampoco se dice de modo totalmente diverso, sino según un principio de analogía. Solo partiendo de esta concepción se puede, según Aristóteles, superar los primeros y fundamentales escollos del filosofar y salvar la posibilidad de una metafísica que se adapte a la realidad tal como es y contenga así perspectivas de progreso. La concepción equívoca del ser da origen al escepticismo; esto aconteció a Heráclito, que, teniendo ojos solamente para la infinita diversidad de las cosas, no reconocía ningún valor real a los conceptos universales, ni, menos, al concepto de ser, y veía en ellos solamente modos artificiosos y equívocos de llamar a las cosas. La concepción unívoca conduce, en cambio, al monismo (doctrina que admite un solo ser) o al panteísmo. Este fue el caso de Parménides. Reconociendo un solo modo de ser, un concepto de ser unívoco, no podía concebir límite o diferenciación alguna para la variedad de los seres, y hubo de afirmar en consecuencia un solo ser eterno, infinito e inmóvil. Ambas concepciones, que, como dijimos, se traducen prácticamente en un quietismo tan ajeno al espíritu occidental y al griego en particular, se superan en el pensamiento de Aristóteles con esa forma radical de captar el ser que permite su posterior contracción a modos y categorías diversos de ser y de obrar.
Veamos ahora cómo a la luz de estos principios concibe Aristóteles al hombre.
Esto que llamamos hombre es para él una unidad sustancial, no una mera episódica unión accidental de alma y cuerpo, como en Platón. En su seno supone Aristóteles que hace el alma papel de forma y el cuerpo de materia. No será así posible la preexistencia ni la transmigración de las almas. Esta doctrina de la unión sustancial es, sin duda, la que más responde a los hechos, esto es, a la estrecha solidaridad en que se encuentran en nosotros los fenómenos psíquicos y los fisiológicos.
La concepción aristotélica del conocimiento responde, asimismo, a su metafísica. El espíritu individual, que no ha preexistido en el Cielo de las Ideas, adviene a este mundo limpio de todo conocimiento, pura potencia que ha de ser actuada en el existir. El conocimiento se inicia a través de los sentidos; quien esté privado de sentidos no puede adquirir ninguna vida psíquica. Pero el conocimiento intelectual, aunque parta del conocimiento sensible, es algo superior y distinto, algo que no posee el animal. Es un leer dentro (intuslegere), un poder de penetrar en el interior del objeto e iluminar en él su forma para lograr esa reproducción en la mente que es lo que se llama idea o concepto. Puede compararse la función del entendimiento a la que en los cuerpos ejercen los rayos X: una iluminación interior, el descubrimiento de una realidad profunda que no es accesible a los sentidos. Merced a esta facultad puede el hombre traspasar la esfera de las cosas concretas o individuales en que se mueve el animal para penetrar en el mundo inteligible de las esencias universales, mundo que le permite un modo superior de existir, de relacionarse y de progresar.
La ética o moral de Aristóteles coincide en sus líneas generales con la platónica. El hombre tiende naturalmente a la felicidad (eudemonía), cosa distinta del placer (hedoné), que proponen como fin supremo del hombre las teorías hedonistas. Un hombre puede disfrutar de muchos placeres en su vida y no ser feliz en absoluto, incluso muy desgraciado; y a la inversa, puede disponer de pocos placeres y considerarse fundamentalmente feliz. Tampoco estriba el bien supremo en la adquisición de la virtud, porque la virtud es solo el medio para alcanzar una vida feliz. La felicidad es, en rigor, una repercusión en el alma de lo que para Aristóteles constituye el supremo bien humano: el ejercicio de la más alta y diferencial facultad del hombre, que es el entendimiento. Aristóteles concibe así la felicidad como el momento supremo de la contemplación intelectual: la fruición del comprender, o la prolongación sin límite de ese instante luminoso en que el espíritu entiende o descubre la verdad.
Para alcanzar ese bien supremo se requiere de la virtud, que es a la vez fuerza que potencia a las diversas facultades y tensión armónica entre las mismas. La virtud se manifiesta como un «hábito del