Rafael Gambra Ciudad

Historia sencilla de la filosofía


Скачать книгу

Agrigento, quien sostuvo por primera vez la cosmología de los cuatro elementos —tierra, fuego, aire, agua—, de cuya combinación se forman todos los cuerpos. En ella se encuentra el origen de la física cualitativa de los antiguos (por oposición a la moderna física cuantitativa). Junto a estos elementos admitía dos fuerzas, una el amor, que congrega y armoniza, y otra el odio, que disgrega o separa.

      Anaxágoras, por su parte, concibió el cosmos como agregado de unas realidades últimas cualitativamente diversas y en número indefinido, a las que denominó homeomerías. Como principio de su movimiento y de la armonía resultante supuso la existencia de un nus o mente suprema, que venía a identificarse con Dios. Esta teoría es el precedente más antiguo de la física de Aristóteles (teoría hilemorfista), que veremos más adelante.

      Por fin, Demócrito de Abdera supuso que el mundo material estaba compuesto de un número incalculable de partículas diminutas, indivisibles —los átomos—, que se mueven eternamente en un vacío sin límites. Esta teoría atomística será el precedente remoto de la física cuantitativa de la Edad Moderna.

      PITÁGORAS Y SU ESCUELA

      Poco antes de estos últimos filósofos (siglo V), en la colonia griega del sur de Italia (Magna Grecia) fundó Pitágoras una asociación que era a la vez escuela filosófica y comunidad religiosa. Esta escuela, en la que no sabemos qué debe atribuirse a su fundador y qué a sus discípulos, tenía algo de secreto y misterioso, como misterioso y nuevo era el culto al dios Dyonisos, cuya fe profesaban. El culto dionisíaco se inspiraba en los misterios órficos (supuestamente revelados al poeta y músico Orfeo), pero representaban en realidad una penetración en el mundo heleno de las oscuras religiones, predominantemente monoteístas, de los pueblos orientales. Se ha contrapuesto muchas veces lo apolíneo y lo dionisíaco. Apolíneo es el espíritu griego: culto a la forma, a lo limitado, a la serena claridad de lo humano perfecto; dionisíaco, el dominio de las fuerzas oscuras de la naturaleza, la intensidad de las pasiones profundas, el principio indeterminado, caótico, informe, que precedió y que rodea amenazante al orden limitado de lo humano. Los pitagóricos fueron los introductores de este nuevo culto verdaderamente religioso y atormentado, por oposición al humanismo con que en Grecia se concebía a la religión y al arte de que se la rodeaba. Los griegos suponían que bajo su inspiración se realizaban sacrificios crueles y orgías, prácticas inconcebibles para la mentalidad griega.

      No es esta, sin embargo, la principal aportación de esta escuela en orden a la filosofía. Los pitagóricos fueron grandes cultivadores de las matemáticas y creyeron encontrar en los números el principio (arjé), que los milesios habían creído descubrir en los elementos naturales.

      Ellos observaron que en la matemática es donde únicamente se puede obtener la exactitud completa y la evidencia absoluta; que el movimiento de los cuerpos celestes puede estudiarse matemáticamente y predecirse así los eclipses y demás fenómenos; que hasta en las bellas artes, la música está sometida a número y medida. Y fácil les fue concluir que el secreto del Universo está escrito en signos matemáticos, que ellos son el principio fundamental del que todo se deriva.

      Pero, como participaban de la afición oriental a lo arcano y misterioso, envolvieron también esta teoría con el velo de un saber oculto, reservado solo a los iniciados. Asignaron así a los números una significación cabalística y a algunos un simbolismo sagrado. De este modo creían poseer una clave para la interpretación del Universo. Todo para ellos se hallaba regido por el número y el orden; los cuerpos siderales, en su acompasado movimiento, interpretan una sinfonía musical, que no es percibida por el oído humano. Esta idea de la armonía musical de las esferas fue recogida por Fray Luis de León en su Oda a Salinas. Aquí se halla sin duda el origen de la «música celestial».

      Este mismo concepto de orden universal hizo admitir otra aportación de la filosofía india: el eterno retorno, la pervivencia terrena de las almas que transmigran a otro cuerpo cuando sobreviene la muerte, repitiendo así la sinfonía infinita del Universo. Esta idea de la metempsícosis pasará, como veremos, a Platón, que recoge varios temas del pitagorismo.

      HERÁCLITO Y PARMÉNIDES

      La viva antítesis entre la serena experiencia inteligible y la cambiante experiencia de los sentidos llega a su planteamiento definitivo y a soluciones contradictorias con dos filósofos, también del siglo V antes de J.C., que han sido llamados los padres de la metafísica.

      Heráclito de Éfeso, llamado el Oscuro, tuvo la aguda percepción de la variabilidad y fugacidad de cuanto existe, de su diversidad y perpetua mudanza; pἀnta reῑ (panta rei), todo cambia, es la conclusión en que expresa lo que la realidad le ofrece. Nada de cuanto existe es, al momento siguiente, igual a sí mismo. Ni en el mundo ni en nosotros mismos hay nada que pueda considerarse permanente, sino solo un continuo fluir. «La existencia —dice— es la corriente de un río, en el cual no podemos bañarnos dos veces en las mismas aguas». Si esto es así, ¿en qué para la universalidad de nuestros conceptos, la necesidad de nuestras ideas? En nada, absolutamente; en la vanidad de un intento imposible, contradictorio. Podemos ver el correr tumultuoso de las aguas de un río que de continuo se penetran y funden entre sí. Pero para coger, para captar esa corriente no podríamos sino helar las aguas y tomar los bloques sólidos. Y en ese momento habríamos matado la corriente, el objeto de nuestro intento habría desaparecido. Aprehender la realidad en conceptos fijos, inmóviles, es como helar la corriente del río, matar la realidad en lo que tiene de más puramente real. El hombre es semejante, con su razón, al legendario rey Midas, al que, en su afán de riquezas, le fue concedido el poder de transformar en oro cuanto tocaba, y su tragedia ante la realidad viva es semejante a la de ese rey cuando quiso abrazar a su propia hija. La razón, como un talismán maldito, es solo capaz de crear conceptos estáticos, muertos, lo más ajeno a la realidad y a la vida misma. Y como el filósofo encarna el ansia humana de conocer, de poseer intelectualmente, se representa a Heráclito llorando, es decir, como al hombre que llora su fracaso, la imposibilidad de sus afanes. Se dice de Heráclito que vio en el fuego el principio de todas las cosas, pero esto es en él solo un símbolo: el fuego no es propiamente una entidad, sino una destrucción; representa la naturaleza cambiante de las cosas, su tránsito vertiginoso, imparable, hacia la nada.

      Parménides de Elea fue ligeramente posterior a Heráclito y, contra el pensamiento de este, que identifica con el vulgo imprudente y ciego, construye su propia concepción del Universo. «Para que algo fluya —comienza sentando— es preciso que haya antes ese algo, es decir, un sustrato permanente, un ser en sí. La razón me pone en contacto con ese algo, con la inmutabilidad de las ideas, pero, ante todo, con una idea que es la base de las demás: la idea de ser, por la que me hago cargo de todo lo que es. Posteriormente conozco otras ideas; la de hombre, caballo, triángulo, justicia, etc. Y, después, los sentidos me informan de un mundo de individuos todos diferentes, cambiantes, perecederos...

      Pero ¿es esto posible? Para que todas estas posteriores realidades puedan existir será necesario que el ser, lo más inmediata y seguramente conocido, tenga unos límites posibles, porque donde algo es ilimitado no cabe nada más. Y ¿con qué limitará el ser? ¿Con el ser? En este caso no limitaría, porque nada limita consigo mismo. ¿Con el no ser? A esto responde Parménides: el no ser, no es; es imposible, impensable. Si yo obtengo la idea de ser de cuanto hay, ¿con qué derecho hablaré de algo desconocido, incognoscible? Luego el ser no limita ni con el ser, ni con el no-ser; lo que vale como decir que no limita, que es ilimitado, infinito. Pero si es infinito, es uno, porque no hay lugar para otro. Es, además, eterno, porque ¿qué le precederá?, ¿qué le seguirá? ¿El ser?, ¿el no ser?... Es, asimismo, inmutable, porque ¿de dónde vendría?, ¿a dónde iría?... Y este ser uno, infinito, eterno, inmutable, es lo que el filósofo de Elea llama Dios; fuera de él nada hay.

      De este modo Parménides cae en el panteísmo: cuanto existe es parte, manifestación, de una sola sustancia, de un solo ser, que es Dios. La existencia de individuos y la mutación de las cosas son mera apariencia, engaño de «los ojos ciegos, los oídos sordos, la lengua que es solo un eco», propios del vulgo.

      Un discípulo de Parménides —Zenón de Elea—