al poco se resuelven tales discrepancias y predomina la verdad comprobada que todos reconocen: la marcha de las ciencias es así rectilínea, en una sola dirección. En filosofía, por el contrario, diríase que cada filósofo se saca de la cabeza su propia filosofía, que sale de ella toda entera como Minerva de la cabeza de Júpiter, y, pasado el tiempo, subsisten los mismos sistemas antagónicos con sus partidarios tan irreductibles como el primer día, sin que parezca haber surgido ningún acuerdo o comprobación.
La respuesta a esta objeción se deduce de la misma definición que hemos dado de la filosofía: por sus últimas o más profundas razones; pero la veremos con mayor claridad a través de un ejemplo. Este ejemplo nos servirá también para superar una última objeción que suele hacerse a la filosofía o, más bien, a que nosotros hagamos filosofía, y este nosotros se refiere a los que tenemos una fe religiosa a la que nos adherimos con toda firmeza, sin temor a errar. Vosotros los creyentes —se ha dicho— no podéis hacer filosofía porque cada uno, en el fondo, sabéis muy bien cuál es el origen, la esencia y el fin del Universo y de vosotros mismos, y antes de empezar se puede ya saber en lo que vais a terminar. Vuestra especulación no puede ser nunca libre, racional, sincera, sino solo una especie de apologética interesada en demostrar lo que de antemano creéis.
Pues bien, imaginemos un pueblo que vive de antiguo en las márgenes de un lago profundo y misterioso. Es uno de esos lagos de montaña cuyas aguas han cubierto un abismo, el hondo cono de un circuito de altos picos que no tiene más que una muy alta salida para las aguas. El color de estas aguas tiene el negro de la profundidad, y los más largos sondeos dudosamente han tocado suelo en su parte central. Los habitantes de este pueblo saben por testimonio de sus antepasados que en el fondo del lago existen las ruinas de una antigua ciudad que fue sumergida por las aguas a consecuencia de trastornos geológicos. Esto es para ellos cosa sabida porque el testimonio les merece un crédito absoluto. También es claro su conocimiento del lago en la capa superior o más superficial de sus aguas: allá penetran los rayos del sol y pueden distinguirse claramente los peces diversos que las cruzan y las algas que deben esquivar. Sobre este sector no puede surgir una durable discusión entre los observadores: cada dato puede ser comprobado sin más que verlo, y con ello surge necesariamente el acuerdo.
Fondo y superficie de las aguas son conocidos para aquel pueblo, pero ¿bastará a aquellos hombres este conocimiento del lago? Indudablemente, no. Hay, en primer lugar, una extensa zona intermedia de la que nada dice el testimonio de los antiguos ni puede penetrarse con la vista. ¿Qué animales poblarán estas oscuras aguas en las que apenas penetran los rayos solares? Existirá, por otra parte, en los hombres que allí viven el deseo de penetrar con los medios a su alcance hasta donde sea posible en la profundidad de las aguas con la aspiración de establecer una cierta continuidad entre las dos zonas que son conocidas, de adquirir así una visión unitaria de lo que es el lago en su conjunto. De este modo, sondeando con la mirada bajo las distintas luces del día los últimos confines de lo visible, unos creerán ver unas cosas, otros, otras; unos interpretarán de un modo las sombras que creen percibir, alguno creerá ver el confín donde se asienta la antigua ciudad; todos, en fin, se habrán hecho una composición de lugar sobre la estructura del lago que tienen siempre junto a sí, composición de lugar para la que habrán partido de lo que claramente se ve en la superficie, para la que se habrán orientado por lo que creen hay en el fondo, pero que será en todo caso un esfuerzo personal por satisfacer su anhelo de penetrar el misterio y de saber.
La situación del hombre ante la realidad en que está inserto es por muchos aspectos semejante: la zona clara, penetrada por los rayos del sol y comprobable por la experiencia sensorial, es la realidad que estudia la ciencia físico-matemática. El fondo del lago, con sus realidades últimas, son los datos que nos proporciona la fe. El esfuerzo por penetrar en las ignotas profundidades de la zona media y por lograr una visión unitaria, sintética, es la filosofía.
¿Qué de extraño tiene que el conocimiento filosófico no posea la evidencia y la comprobabilidad que posee el de las ciencias, si, por principio, versa sobre cosas no experimentales, alejadas de ese terreno manual, claro y distinto, de lo sensible? Su inevidencia viene exigida por su misma naturaleza. Ella acarrea, a su vez, la pluralidad y la permanente coexistencia de sistemas filosóficos diversos y hasta encontrados.
Si cada sistema filosófico es un esfuerzo de penetración y de interpretación —inevidentes e incomprobables por principio— para lograr una visión unitaria del Universo, nada más natural que la multiplicidad de sistemas que, a menudo, se complementan y corrigen entre sí en su humilde esfuerzo por aclarar en lo posible el misterio del ser y de la vida. Este destino antidogmático se halla escrito en el origen y en la raíz del nombre mismo de filósofo; cuando León, rey de los iliacos, preguntó a Pitágoras cuál era su profesión, no se atrevió este a presentarse como sofos (sabio) al modo de sus antecesores, sino que se presentó humildemente como filósofo (de fileo, amar, y sofia, sabiduría), amante de la sabiduría.
Semejante también a la de los moradores de las orillas del lago es la situación del creyente —del cristiano, por ejemplo— que hace filosofía. Lo que por fe se sabe que existe en el fondo del lago orienta, sí, la mirada de los investigadores y les dice también cuando han caído en error si entran en contradicción con sus datos, pero en modo alguno les exime de su labor, ni les constriñe en su concepción sobre una inmensa zona dejada a su libre inspección. La fe religiosa depara al hombre solo las verdades necesarias a su salvación; pero, aun contando con ellas, todo el Universo queda libre a la interpretación racional de los hombres, pudiendo existir sobre bases ortodoxas, como de hecho existen, multitud de sistemas filosóficos.
Cabría, sin embargo, pensar, si cada filósofo forja una concepción que ninguna relación guarda ni nada tiene de común con las demás, que la tendencia filosófica del hombre es un impulso baldío, irrealizable. Algo como querer llegar al horizonte o coger el humo. En este caso, aunque la aspiración sea legítima, el resultado es estéril. No sería otra cosa que el símbolo de la tragedia humana: la tela de Penélope, tejida por el día, destejida por la noche.
Pero esto no es así. Aunque la evidencia y la posibilidad de comprobación experimental no acompañen al saber filosófico, no puede dudarse que muchas de sus conclusiones han pasado al acervo común de la filosofía como adquisiciones permanentes. Es un hecho, por otra parte, que ningún filósofo comienza a pensar en la soledad de su propia visión: todo gran pensador construye contando con la obra de sus predecesores, a partir de la situación filosófica de su época. Así —y como veremos— la historia de la filosofía contiene una continuidad y un sentido clarísimos: es la trama del más grande empeño del hombre, rico en frutos, o, como dijimos antes, la más profunda historia de la humanidad.
EL ORIGEN DE LA FILOSOFÍA
«Lo que en un principio movió a los hombres a hacer las primeras indagaciones filosóficas —dice Aristóteles— fue, como lo es hoy, la admiración». Para comprender la inspiración filosófica es preciso sentir, en algún momento al menos, la extrañeza por las cosas que son o existen, librarse de la habituación al medio y a lo cotidiano, ponerse en el puesto del que abre los ojos en un ambiente desconocido y extraño.
Existe una primera admiración directa ante la existencia. Si las cosas fueran de un modo completamente distinto de como son nos habríamos habituado a verlas con igual naturalidad.
Existe una segunda admiración, reflexiva; el hombre posee dos experiencias: la que le proporcionan sus sentidos, la vida sensible, que le es común con el animal, y la que le depara su razón, ese superior modo de conocimiento que le es privativo. Pues bien, la razón le informa de un mundo de conceptos, de ideas, de leyes, que son universales, invariables, siempre iguales a sí mismas. Las ideas geométricas, los conceptos físicos, las leyes científicas, no varían, son inmutables, unas y universales. Los sentidos, en cambio, le ponen en contacto con un mundo en que nada es igual a otra cosa, un mundo compuesto de individuos diferentes entre sí (ni una hoja de árbol es igual a otra), en que nada es inmóvil, sino todo en movimiento, en constante cambio y evolución. Este contraste desgarrador en el seno mismo de su experiencia provoca la admiración o extrañeza en el pensador, en el hombre en general, que experimenta una incomprensión natural hacia el hecho del movimiento, del cambio, hacia