hombres más cultos.
La nesciencia (ignorancia) es, pues, el punto de partida en nuestra búsqueda de la verdad. «Solo sé que no sé nada, pero aún supero a la generalidad de los hombres que no saben esto tampoco». Después, la búsqueda misma ha de realizarse con la propia vis intelectual de cada uno, con la razón, que es el instrumento de penetrar en la realidad. El resultado de esta búsqueda racional es el hallazgo de la verdad —verdad diáfana, evidente, cimentada—. Esta verdad no es creación de la mente ni de su habilidad dialéctica, sino descubrimiento (alecéia). Este hallazgo es una aventura de la mente que, lejos de admitir falsos y extraños ídolos, debe seguir su propio impulso (genio o demonio —daimon— interior). De aquí el lema que Sócrates adoptó para su pensamiento, tomado del frontispicio del templo de Apolo en Delfos: «Conócete a ti mismo».
Mayores sombras aún que las que envuelven su obra y personalidad cubren las causas de su muerte. Sabemos que fue condenado por el tribunal de Atenas a beber un vaso de cicuta, que los motivos oficiales fueron impiedad y corrupción de la juventud. Mártir, según unos, de la claridad interna y de la lucha racional contra el mito, introductor, según otros, de formas refinadas de sexualidad, es lo cierto que, con su ironía metódica, no debió de tener muy propicias a las clases cultas y a los valores consagrados socialmente. El acto final de su vida en el que rehúsa la escapatoria de la cárcel —y de la muerte— que le ofrecían sus discípulos, y su famoso «discurso de las Leyes» en el que explica esta su decisión, nos aclaran algo sobre el sentido de su muerte: él muere en defensa de las Leyes, es decir, del orden político y religioso de Atenas bajo cuyo cobijo ha vivido y vivieron sus padres. Si, huyendo, diera público testimonio de desobediencia al Tribunal de Atenas, se haría merecedor de la sentencia dictada. Lejos de aparecer como un rebelde o un enemigo de las leyes, da su vida por defender a estas contra sus verdaderos enemigos: de una parte, contra aquellos que con su pereza mental las convierten en rutina y decadencia; de otra, contra los impíos que extinguen sus fundamentos morales y religiosos (en este caso, los sofistas).
Pudieron servir de epitafio a Sócrates sus propias y conocidas palabras: «Dios me puso sobre la ciudad como al tábano sobre el caballo, para que no se duerma ni amodorre».
La influencia histórica que Sócrates dejó tras de sí fue extensa y variada, como varias pudieron ser las interpretaciones de su magisterio y de su testimonio personal.
Entre las llamadas «escuelas socráticas menores», cabe aludir a los cirenaicos y a los cínicos. Aristipo de Cirene acentuó en la enseñanza de Sócrates su imperativo de independencia personal y de búsqueda del bien. Pero el bien fue concebido por esta escuela como el placer o el refinamiento en el placer, objetivo para una vida guiada por la razón. Es esta la primera escuela hedonista (hedoné, placer), que influiría un siglo más tarde en las teorías de Epicuro de Samos.
Antístenes interpretó, en cambio, que ese bien u objetivo último de una vida serena y racional era la virtud, es decir, el dominio de las propias pasiones y apetencias. El sabio debe vivir ateniéndose a lo indispensable, despreciando todo lo superfluo como fuente de esclavitud moral. Los cínicos prescindían así de todas las convenciones sociales y hacían gala de sinceridad y aun de desfachatez en sus juicios y respuestas. De aquí el concepto de «cínico» que ha llegado hasta nuestros días. En lo demás, se sometían a una vida mísera y ascética como imperativo de la virtud. El nombre de la escuela deriva de Cinosargos, de donde era su fundador, pero coincide también con el nombre del perro (kuwn, can), cuyas cualidades elogiaban como modelo de vida; su sobriedad, salud, alegría, impudicia y fidelidad. Los cínicos serán precedente de la escuela estoica, en el siglo siguiente.
Se consideran «escuelas socráticas mayores» las de Platón y Aristóteles.
PLATÓN
La empresa socrática de penetrar con las armas de la razón en la realidad que nos rodea y ascender a la serena contemplación de la verdad, ganó para la filosofía a uno de los más grandes espíritus de la humanidad: Aristoclés, llamado familiarmente por sus compañeros Platón (427-347). Fue el suyo un espíritu de extraordinaria sensibilidad estética, que supo recubrir su pensamiento con la belleza del mito y de la fantasía; consciente, por otra parte, de su condición de filósofo —amante de la sabiduría—, huyó siempre del dogmatismo y del sistema cerrado, para atenerse a la actitud humilde del rapsoda y del poeta, que se expresan por analogías y comparaciones. La misión filosófica de Platón habría de consistir en reparar la desgarradura que en la concepción del Universo habían abierto tanto Heráclito como Parménides. No, no era posible al hombre renunciar sin más a una de sus dos experiencias inmediatas; la de los sentidos o la de la razón. Ello importaría renunciar, al mismo tiempo, a la acción, porque tanto el escepticismo de Heráclito como el panteísmo de Parménides implican una actitud quietista. Platón fundó una escuela filosófica, la Academia, que pervivirá durante más de mil años a través del Imperio bizantino en la Edad Media. Su historia se dividirá en tres períodos: Academia antigua, Academia media y Academia nueva. A partir de la media no permaneció fiel a las teorías de su fundador, sino que derivó hacia el escepticismo.
Puesto que Platón quiere sugerirnos su pensamiento a través de mitos y hermosas imágenes (especie de parábolas filosóficas), tratemos de descubrirlo en sus dos más conocidos mitos: el del carro alado, que se encuentra en su obra Fedro o del Amor, y el de la Caverna, que expone en el libro VII de la República o el Estado. El primero envuelve su concepción general del Universo y el viejo problema de la «verdadera realidad» del arjé o principio. El segundo procura explicar cómo están constituidas las cosas concretas, materiales, de este mundo. Ambos se complementan en el intento de dar una explicación armónica de la realidad.
«El alma —dice en el Fedro— es semejante a un carro alado del que tiran dos corceles —uno blanco y otro negro— regidos por un auriga moderador». El caballo blanco simboliza el ánimo o tendencia noble del alma; el negro, el apetito o pasión baja, bestial; el auriga, a la razón que debe regir y gobernar el conjunto. El alma así representada vivía en un lugar celeste o cielo empíreo, donde existió pura y bienaventurada antes de encarnar en un cuerpo y descender a este mundo. En ese mundo o cielo de las Ideas el alma estaba como en su elemento, sin experimentar la contradicción entre la experiencia sensible y la inteligible porque solo existía allí la visión intelectual. El alma, en este lugar celeste, contemplaba las Ideas.
Es preciso comprender lo que Platón entiende por Idea, porque es la base de su concepción y difiere de la acepción corriente. Para nosotros, idea es algo mental, subjetivo: el concepto, que puede atribuirse a varios objetos a los que representa en lo que tienen de común. Para Platón, Idea es algo objetivo: significa etimológicamente lo que se ve, es el universal, la esencia pura desprovista de toda individualidad material, pero existente en sí, fuera de la mente, como una existencia purísima perfecta, en aquel lugar bienaventurado donde el alma vivió en un tiempo anterior. El hombre en sí, el caballo en sí, la justicia en sí, son ideas subsistentes del cielo empíreo.
Podemos imaginar, por ejemplo, una casa que ha sido edificada. Sin duda que, por bien que se haya realizado el proyecto, siempre será su realidad más imperfecta que el plano del arquitecto que la ideó. Pero el plano contiene también las imperfecciones de la materia en que se ha plasmado, y será muy inferior a la idea que el arquitecto forjó. Pues bien, la propia idea del arquitecto, que se da en un cerebro material e imperfecto, no alcanza tampoco a la idea en sí, cuya pureza y perfección está por encima de toda limitación de la materia. «Aquel lugar supraceleste —el lugar de las Ideas— ningún poeta lo alabó bastante ni habrá quien dignamente lo alabe, porque la esencia existente en sí misma, sin color, figura ni tacto, solo la puede contemplar el puro entendimiento».
En la vida celestial de algunas almas sobreviene, sin embargo, una caída. El caballo negro —la pasión—, cuyo tirar es torcido y traidor, puede en un momento más que el blanco —el ánimo esforzado, noble— y da en tierra con coche y auriga. Hallamos aquí quizá un eco lejano de la revelación primitiva del pecado original, como se encuentra en muchos de los más viejos textos de la humanidad. A