Orlando Araújo Fontalvo

Gabriel García Márquez. El Caribe y los espejismos de la modernidad


Скачать книгу

1997: 102).

      La guerra de Los Mil Días se inició con una rebelión liberal en contra del corrupto régimen conservador de Manuel Sanclemente, y constituyó una histórica matanza que dejó al país literalmente arrasado. A través de los recuerdos del abuelo, que peleó siempre en el bando liberal, a las órdenes del caudillo Rafael Uribe Uribe, García Márquez “revivió los episodios más explosivos, los heroísmos y padecimientos de esta guerra” (Vargas LLosa: 27). En Cien años de soledad, el escritor busca el origen de la modernidad precisamente en las guerras civiles colombianas de finales del siglo XIX. Allí, uno de sus personajes, el doctor Alirio Noguera, resume el clima de intolerancia entre los dos partidos que se disputaban el poder político: “lo único eficaz es la violencia” (García Márquez, 1997:196). Es muy significativo, en todo caso, que este falso médico sea extranjero, así como los conservadores e incluso el ejército, mientras que los hijos de los fundadores de Macondo son todos liberales. Es como si el texto sugiriera que América Latina ha heredado una violencia, un estado de anarquía, que, como casi todas sus cosas, le llegó desde afuera. Es claro que el liberalismo también llegó de afuera, por eso, como se mostrará más adelante, aunque los macondinos abrazan el ideario liberal, en realidad no lo comprenden.

      El entramado interdiscursivo de Cien años de soledad (esto resulta de suma importancia) reproduce la formación ideológica del viejo patriciado. José Luis Romero sostiene que esta élite dirigente ocupó el lugar de las burguesías criollas después de la Independencia y se prolongó aproximadamente hasta 1880. Luego, cuando García Márquez era conducido por su abuelo, a finales de la tercera década del siglo XX, la presión económica desencadenada por la revolución industrial desde hacía mucho tiempo había transformado la estructura social de América latina. La vigencia del patriciado en tanto clase social dominante era cosa del pasado. Resulta previsible que el viejo coronel no tuviera más remedio que hablarle a su nieto con la nostalgia de los tiempos idos. Desde luego, se hace imprescindible profundizar en la orientación ideológica de la clase social que evocaba el coronel en sus relatos.

      Las burguesías criollas, que se habían conformado en los últimos decenios del siglo XVIII, y que estaban atadas a viejos esquemas iluministas, luego de consolidada la Independencia, cedieron su lugar de privilegio al patriciado. Es curioso, pues las burguesías criollas fueron precisamente las promotoras de la Independencia. Sin embargo, su proyecto quedó invalidado por un tiempo ante una nueva sociedad que se transformaba con rapidez. En ese panorama caótico, en ese afán de encontrar una opción, surgió el patriciado. Fue un grupo heterogéneo “que se formó en las luchas por la organización de las nuevas nacionalidades, y que constituyó la clase dirigente de las ciudades” (Romero, 1999: 201).

      En realidad, el origen del patriciado fue la fusión de las burguesías criollas con los emergentes grupos de poder que aparecieron en la nueva sociedad. La tarea que le correspondió en suerte consistió en dirigir el encausamiento de los nuevos estados luego de que la Independencia desatara los lazos que sujetaban a la sociedad criolla. Como se ve, el patriciado “no era un grupo preexistente, ni fue desde el principio homogéneo” (202). Su nota predominante fueron los intereses encontrados y las ideologías en pugna. Algunos de los subgrupos que lo conformaron mostraron alguna lucidez, pero casi todos “obraron espontáneamente, movidos por sus intereses inmediatos, económicos o políticos, sin preocuparse por la coherencia de sus actos, ni por la legitimidad, ni por sus implicaciones ideológicas” (202). A estos grupos les preocupó más la acción que las ideas.

      El patriciado surge, entonces, en un período de gran inestabilidad social e ideológica. Como fruto de los grupos que lo integraban, terminó por ser “entre urbano y rural, entre iluminista y romántico, entre progresista y conservador” (202). Su inequívoca naturaleza criolla le imprimió además una imprecisa filosofía de la vida, pues la vaga ideología del criollismo tenía más fuerza emocional que doctrinaria. Así las cosas, esta nueva clase social dirigente salió de un enrevesado entrecruzamiento de ideologías. Al calor del cambio, el patriciado esbozo la imagen de la nueva sociedad, pero al hacerlo, entrecruzó también distintas concepciones. A la interpretación de la sociedad que el liberalismo había heredado de la Ilustración, le opuso la interpretación romántica. Sin embargo, “resabios de la concepción hidalga latían en la concepción liberal, que suplantó el distingo entre las clases fundado en el origen, por otro basado en la propiedad y la ilustración” (p. 243).

      De este modo, en la mentalidad del nuevo patriciado operaron simultáneamente tres ideologías. El sujeto cultural patricio fue, entonces, medio urbano y medio rural, un poco señorial y un poco burgués. Esta clase social, de caracteres inéditos, reflejó, una a una, todas las contradicciones de la sociedad naciente.

      Precisamente, estas contradicciones son las que resurgen en Cien años de soledad. Una toma de posición moderna que, no obstante, incorpora en su proyecto elementos provenientes de la premodernidad. La idea de solidaridad, tomada como se verá de la ética del vallenato, resulta claramente incompatible con el individualismo de la sociedad moderna. ¿Pero acaso había coherencia ideológica en la conciencia colectiva del patriciado? ¿Acaso en América Latina el proceso de acceso a la modernidad no ha estado plagado de contrasentidos y postergaciones? Además, como afirma Edmond Cros, la literatura no da ningún mensaje monosémico, es inconveniente, cuando no perjudicial, tratar de resumir un texto de ficción a un mensaje ideológico. El estructuralismo genético de Lucien Goldmann sostuvo por mucho tiempo que la principal cualidad del concepto de visión del mundo era la coherencia, la univocidad. El valor estético de una obra era, por consiguiente, proporcional a su grado de coherencia. La sociocrítica moderna considera que es más sensato, en cambio, “tratar de delinear, de definir, de localizar los espacios discursivos de contradicciones en el texto. O sea, si nos interesa en cierto nivel la coherencia del texto, nos interesa todavía más los espacios de contradicciones” (Cros, 1999: 17). Lo anterior permite dar cuenta de la compleja polisemia de un texto literario. Así pues, en lo sucesivo se tratará de definir cómo estas contradicciones textuales relativas a la modernidad, no hacen sino reproducir las contradicciones de la formación social e ideológica del patriciado, así como la peculiaridad idiosincrásica de la modernidad colombiana.

      Por otra parte, la otra figura determinante de esta época es doña Tranquilina Iguarán, la abuela de rostro inmutable, de cuyos labios el futuro escritor “escuchó las leyendas, las fábulas y las prestigiosas mentiras con que la fantasía popular evocaba el antiguo esplendor de la región […] A cada pregunta del nieto, la señora respondía con largas historias en las que siempre asomaban los espíritus” (Vargas LLosa: 24). Para García Márquez, el mundo de los abuelos era sustancialmente diferente. El del coronel le transmitía seguridad, mientras que el de la abuela, desorientación e incluso terror. Sin embargo, nunca pudo dejar de sentir una fascinación especial y una atracción poderosa por aquel mundo sobrenatural, entretejido de mitos y supersticiones que sería fundamental para la definición del proyecto estético de Cien años de soledad: Incorporar la maravilla al plano cotidiano[1].

      Tuve que vivir veinte años, y escribir cuatro libros de aprendizaje para descubrir que la solución estaba en los orígenes mismos del problema: había que contar el cuento, simplemente, como lo contaban los abuelos. Es decir, en un tono impertérrito, con una seriedad a toda prueba que no se alteraba aunque se les estuviera cayendo el mundo encima, y sin poner en duda en ningún momento lo que estaban contando, así fuera lo más frívolo o lo más truculento, como si hubieran sabido aquellos viejos que en literatura no hay nada más convincente que la propia convicción (Cobo Borda, 1995: 96-97).

      No sobra anotar que, según Irlemar Chiampi (1983), lo que mejor expresa la estética del realismo maravilloso es el efecto discursivo del encantamiento en el lector. En este particular tipo de discurso, el sujeto responsable de lo que se dice no pretende el extrañamiento del lector. Por el contrario, su propósito no es otro que persuadirlo de que la maravilla está en la realidad misma. De este modo, en Cien años de soledad la impavidez del narrador actualiza el tono convincente que la abuela Tranquilina le imprimía a sus relatos. De este elemento del habitus garcíamarquiano proviene, sin duda, la serenidad con que el narrador presenta los hechos más insólitos. Bastará con sólo citar el incidente de la estera voladora: “Una tarde se entusiasmaron