Agustin Paniker

El sueño de Shitala


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lugares pueden estar cerca, formar parte de lo cotidiano… o de nuestro lejano pasado familiar. Sospecho que estos espacios están relacionados con determinados estados de ánimo, con ciertas compañías, con unos contextos, en definitiva, propicios para el goce topográfico.

      Creo que alguien acuñó el término “topofilia” para referirse a la sensación mágica que se tiene al rememorar esos lugares visitados. Yo dispongo de mi pequeño tesoro de espacios topofílicos. Y quiero compartir, ya desde estas primeras páginas, uno que, si me apuran, probablemente sea el primero que acude a mi mente cuando me atosigan con aquella farragosa pregunta: “¿cuál es el lugar del mundo que más le ha impresionado?”

      Un pequeño rincón del Gran Erg Occidental, en Argelia. Y subrayo lo de pequeño rincón. Pues no fue el inmenso desierto de arena lo que me cautivó, sino un diminuto espacio que recorrí a camello, durante una memorable semana, el invierno de 1990. Tres amigos, un beduino, cuatro camellos y una tienda de campaña tradicional. Salida en Timimoun. Hay que decir que en diciembre el desierto no es ese paraje tórrido y asfixiante que puede devenir en otras épocas del año. La temperatura diurna suele ser suave; y por la noche hay que cubrirse bien con mantas.

      Reconozco que en estas recreaciones topofílicas resuenan ecos de nuestro bagaje cultural. Ecos de las gestas de Lawrence de Arabia, de los hermanos Hernández y Fernández alucinando espejismos a diestra y siniestra; y aún diría yo más: de retales bíblicos –posiblemente ilustrados– perdidos en algún rincón de mi memoria. Toda experiencia, admitámoslo, está enraizada en nuestra biografía, en nuestras expectativas y en contextos específicos.

      En esos lugares que inexplicablemente nos han maravillado aparece casi siempre (aunque no tengo pretensión de alzar ninguna teoría al respecto) un elemento de “sorpresa”. Avanzando por las crestas de las dunas; o mejor, navegando por el oleaje de dunas, al paso –ligeramente más rápido que el humano– del camello, cuando el infinito cielo africano se sonroja, de repente, ¡el sonido del agua!

      No fue tanto la visión como la audición del desierto. Con una sorprendente nitidez (la ausencia de ruidos artificiales en el desierto es de sobras conocida), se oye el agua corretear por las acequias. Y el ladrido de un perro. Lentamente, la duna va adquiriendo una tonalidad crepuscular, espejo de la bóveda celeste. Las huellas de algún roedor se distinguen con nitidez. ¿Quizás al amanecer pasó un jerbo por ahí? La sutileza del desierto me asombra. Tras la gran duna, ocre y granate, un valle verde, denso de palmeras y cultivos. Sí, es un oasis, de pocas hectáreas, compacto, surcado por las canalizaciones acuíferas que oía hacía escasos minutos. Algunas casas de adobe esparcidas entre la verdura. Voces de niños. El sempiterno sonido de las aguas. Los vecinos nos avistan y salen a recibirnos. ¡Ah!, la hospitalidad.

      Cenamos couscous, y pan horneado en brasas enterradas bajo la arena, y dátiles, cientos de exquisitos deglet nour. Aquí nadie habla francés; pero a la vera del fuego, qué importa eso. De repente, una voz grave clama al cielo: “¡Allah es grande…!” No me había percatado de la pequeña mezquita. Sin micrófonos, como antaño; es la hora del rezo: el canto a la armonía de todas las cosas, a la magia o baraka que reside en lugares, objetos y personas, a eso que es lo sutil aquí abajo, entre las arenas, las huellas de camellos, fénecs y escarabajos; el mundo entero en una pupila oscura; y el agua que no cesa de manar.

      El oasis en el Gran Erg es solo uno entre los muchos lugares topofílicos que ya forman parte de mi ser. Me remite a cierto goce estético y plenitud de ser, pero aquella experiencia no puso en cuestión mis esquemas conceptuales. O no demasiado.

      Algo distinto me sucedió en Turquía, después de quince años sin visitarla. Recorrí varios miles de kilómetros de la geografía turca en cuatro semanas inolvidables. Me reencontré con las famosas mezquitas, plácidos mares, ruinas monumentales y rincones perdidos… disfrutando, como en mi infancia, del genuino sabor del tomate y la zanahoria; dejando pasar –confieso– las horas con cargados çays (tés) entre las manos.

      Regresé de Turquía con una sensación bastante reconfortante: más que español o catalán, indio o barcelonés, me sentí profundamente mediterráneo. Insisto en que se trata de una sensación subjetiva y no de una identidad; o, como máximo, una identidad muy difusa y contextual; una que sospecho puede percibirse tanto en Toulouse como en el Rif, en Creta o en el Mar Muerto.

      La zona mediterránea de Turquía, tantas veces banalizada en los folletos turísticos, retiene tempos, fragancias, sonidos o miradas que ya parecen extrañas en Barcelona, Estanbul o Tel Aviv. Me refiero tanto al olor de la pineda, el índigo del mar o el sabor de la berenjena, como a la hospitalidad con el forastero, la mirada de la lagartija o un canto lejano al atardecer. Más allá de las lenguas, de las religiones, de los climas o de las fronteras, son sensaciones y emociones comunes las que conectan las riberas de este continente. Los antiguos lo llamaron, con bastante presunción por cierto, el Medio-de-la-Tierra (Medi-Terráneo). Pero es que los antiguos siempre fueron –excusablemente– etnocéntricos. Lo mismo en China o Arabia que en estas latitudes entre el Bósforo y Gibraltar.

      No reniego de mi pasaporte mediterráneo, pues. Uno que, por definición, no excluye dobles, triples y hasta séxtuplas nacionalidades. Porque este continente ha sido y es un magma de idiosincrasias, dialectos, éticas o microclimas. Y en ello me reconozco. Ahí, en la península de Datça, avistando la isla de Rhodas, la de los cruzados, rodeado de ruinas licias, griegas y romanas, no muy lejos de santuarios de la Diosa-Madre de inconfesable antigüedad, de mezquitas otomanas, iglesias bizantinas y sinagogas de los que huyeron de Sefarad… allí, digo, uno siente que lo sagrado está en la olivita picante que acabo de engullir. (La “gracia divina”, lo veremos, suele entrar por la boca.)

      Sé que estas cosas de la mente panteísta no agradan a algunos clérigos, tan celosos de sus dioses, recintos sacros y rituales establecidos. Y menos aún a los teólogos. Mis más respetuosas postraciones. Que no decaiga el rito; ni el mito. Pero creo que cada vez somos más los que –por estos lares– disfrutamos de una espiritualidad secular escasamente congregacional [véase §4]. Turco-mediterráneos incluidos. Una religiosidad heterodoxa; plagada de oliveras más que de dioses, y de goces estéticos más que extáticos o ascéticos. Y en esto de una vía sin dogma, Iglesia o nombre, los viejos mediterráneos, de todas las orillas, nos movemos con soltura. Muy a pesar de nuestra historia.

      Ya ven, en Turquía, junto al mar, además del canto del muecín, de la siesta al mediodía, de los giróvagos de luenga barba o del eco de un salvador laico, sobresalen las ramas de los olivos y el croar de ciertas ranas. Que ahí anda escondido lo sagrado.

      Todas las culturas han imaginado paraísos o rincones topofílicos. Lo ilustraré ahora con una imagen ciertamente honda en el poso cultural hindú. Me refiero al espacio que la tradición sánscrita llamó ashrama: el “retiro”, “ermita” o “refugio” donde moran los sabios. Ninguna paisajística moderna ha logrado desplazar la poética y las resonancias que el ashram es capaz de evocar. (Como en hindi, vamos a eliminar la -a muda final del sánscrito.)

      Puede acusárseme de escoger una imagen esencialmente literaria y estática. Pero no se podrá negar que los textos han proporcionado valores, utopías y modelos que han calado en profundidad en determinadas comunidades y sensibilidades. La del ashram es solo una de las posibles visiones ecosóficas indias. Un imaginario que ha entretejido con finura ideas cosmográficas, espirituales, éticas y sociales, que puede ser interesante escuchar.

      Las antiguas literaturas de la India gustaron de dividir el mundo habitable en dos espacios en cierta manera opuestos: el poblado (grama) y el bosque (aranya). Si el poblado simboliza lo social y ritualmente ordenado –es decir, el dharma–, el bosque representa lo caótico y hasta lo terrorífico –o sea, el adharma–; un lugar de amenaza permanente para la sociedad. El “bosque” designa, en