de lo Absoluto. O mejor, del lugar desde el que se anhela lo Absoluto.
Aunque el arquetipo del asceta solitario o renunciante del mundo que mora en el espacio ignoto del bosque ha sido muy considerado, lo cierto es que la India entendió que el espacio perfecto sería aquel que fuera simultáneamente del poblado y del bosque. Este paisaje ideal constituye, sin duda, la más recurrente utopía india. Y ese es precisamente el refugio o ashram de “el que se ha ido al bosque” (vanaprasthin), el eremita que se aleja de la vida socialmente ordenada y se adentra en la jungla en pos de lo Absoluto. A diferencia del renunciante, el ermitaño no corta completamente sus lazos con lo social. Parte al refugio con esposa e hijos (el modelo clásico es, por supuesto, androcéntrico), quizá en compañía de otros eremitas, tal vez cautivado por la sabiduría de un maestro o un vidente.
El refugio es un espacio autónomo, al que se accede únicamente por la iniciación espiritual, pero que refleja permanentemente los ecos de la sociedad. Por ello el ermitaño no rompe con los ritos prescritos. El retiro es la solitud gobernada por el dharma.
La mayoría de las veces el ashram es representado como un pequeño claro en el bosque, en las afueras de alguna aldea. Los humos de los fuegos sacrificiales denotan la entrega sincera y auténtica de quienes anhelan lo Eterno. Los eremitas meditan, practican el yoga, cultivan los saberes, no cesan jamás en sus austeridades. El ambiente de paz y ascesis hace germinar las plantas, amansa las fieras… hasta el punto que siquiera los tigres acechan. Aquí las gacelas tienen confianza plena, van y vienen sin temor, canta el poeta Bhasa (siglo III). Los ermitaños desisten de violar la tierra con arados. Viven de los frutos caídos, las limosnas de los lugareños o el agua del rocío.
La literatura jainista también abunda en esta imagen de la noviolencia y la quietud. Lo mismo que la budista. En bastantes aspectos, el monasterio budista es homologable al ashram del eremita hindú. No extrañará que también las tradiciones de cuentos y fábulas populares se hayan explayado con este paisaje utópico.
Aunque los ashrams de los modernos gurus intenten transplantar este paisaje y modo de vida arquetípicos, esta fusión entre el poblado y el bosque es tan hermosa –y hoy tan irrealizable– a los ojos de los autores indios, que la han descartado del reino de lo posible en nuestra presente Edad Corrupta (kali-yuga).
4. Espiritualidad secular
Estas elucubraciones acerca de cierto inmanentismo (la percatación de lo sagrado en el mundo de lo cotidiano), panteísmo (lo sagrado lo interpenetra todo), utopía ecosófica (como la del ashram) o goce topofílico (mis experiencias subjetivas en el desierto o junto al Mediterráneo) plantean interrogantes atractivos. Al grano: ¿podemos considerar este tipo de ideales o emociones como experiencias de tipo religioso?, ¿espiritual? ¿Es eso que llamamos “sagrado” un sustituto de “Dios”? Me sinceraré.
Yo me crié en un contexto excepcionalmente laico. Eso no era aún la norma en la Barcelona de la década de los 1960s, pero tanto en el medio familiar como en el escolar estuve rodeado de un tamiz cristiano francamente discreto, y, a medida que transcurrieron los años, plenamente ausente. A diferencia de amigos, parientes o conocidos de otras generaciones, no he sentido ningún rechazo visceral por la religión; ni por sus instituciones. Yo no tuve que matar a Dios ni hacer el duelo por su deceso; entre otras cosas, porque otros ya lo habían hecho antes que yo.
No he desertado de ninguna Iglesia, porque nunca la tuve. Por tanto, no me cuesta reconocer que no soy creyente en Dios. No lo digo ni con vergüenza ni con petulancia. Soy ateísta. Evidentemente, no lo soy porque sepa que Dios no existe, sino porque no lo necesito. La hipótesis “Dios” me resulta innecesaria y muchas veces ininteligible. La ciencia puede proveernos hoy de nuevos mitos y de metáforas plausibles. Provisionales, desde luego, y contingentes; pero suficientemente válidas y enriquecedoras.
¡Ojo! no creo en Dios, como tampoco en la Razón, en la Ciencia, en el Progreso, en el Espíritu, en la Nación, en el Estado, en la Justicia… ni en nada que tenga propensión a la Mayúscula. Por eso tampoco comulgo con la mayoría de dogmas religiosos e ideologías políticas. No me atraen los -ismos.
Nunca he creído en un Dios Padre, Creador, Omnipotente, Eterno, Increado y Trascendente. Este Dios me resulta o demasiado lejano o sospechosamente humano. En un caso o en el otro, no creíble. Él, Eso o Ello nunca me ha contactado ni enviado señales. No he tenido experiencia Suya. (¿Cómo habría de tenerla si en el marco en el que crecí esa figura fue siempre remota?) En cualquier caso, si, como dicen tantos sabios, ello es inconcebible, o ello es todo –plus algo más de– lo que hay, ¿a santo de qué, entonces, concebirlo de forma personal? Además, un Dios así ni resiste bien el problema de la teodicea (el mal en el mundo), ni el del libre albedrío, ni el de las diferentes revelaciones inconsistentes entre sí. Creo que, hoy por hoy –aunque uno nunca sabe lo que puede ver, pensar o sentir mañana–, la figura de un Padre Todopoderoso tiene los días contados. No me seduce ninguno de los argumentos lógicos que tratan de justificarlo.1
No practico ninguna religión conocida. Soy bastante alérgico a la mayoría de movimientos espirituales. No me fío de los predicadores, ni del Este ni del Oeste. Pero me interesa poderosamente el fenómeno religioso. ¡Este libro es fehaciente prueba! No ceso de estudiar, profundizar, conferenciar y hasta dar clases sobre las religiones. A pesar de mi escepticismo, reconozco en mí cierta verticalidad u hondura espiritual.
Por eso mi ateísmo ha de cualificarse y no ha de entenderse como una devaluación de las religiones o las emociones espirituales.2 Mi posición se parece más al trans-teísmo de algunas tradiciones, que no necesitan ni de Causa última ni de Arquitecto inteligente, o a ciertas concepciones de un Absoluto impersonal. Soy un ateísta, pero no lo que vulgarmente se conoce como ateo, muy a pesar de la utilización que les otorga el Diccionario de la lengua española, que los emplea como sinónimos. (Y me resisto al adjetivo agnóstico –con el que simpatizo en su escepticismo–, que es quien deja la cuestión en suspenso.) No. Yo no creo en Dios. Me siento, en todo caso, más cómodo con el dao, la Naturaleza, el brahman… o el jerbo brincando por las dunas del Gran Erg.
Lo “divino” sería para mí esta realidad, este mundo vivo, natural, social, finito, contingente, simbólico, abstracto, cambiante, en interrelación. Un mundo que –si uno afina el oído– se abre a dimensiones profundas de las emociones, del cuerpo, la mente y la consciencia. De lo real a fin de cuentas. José Antonio Marina defiende que el poder en lo real está detrás de la mayoría de hierofanías, teofanías y epifanías (manifestaciones de lo sagrado). Los indios algonquinos lo llamaron manitú, los árabes, baraka… Lo real es que los árboles crezcan y las aguas del río fluyan. Eso es el dao, el rita, el kosmos, el maat… Me resisto a llamar el “Ser”, “Dios”, la “Divinidad” o la “Energía” a esa realidad, aunque entiendo que haya quien así quiera designarla. Para mí, “Dios” es una idea vaga y ambigua, pero no lo es la luminosidad de un día de primavera, el amargo sabor del chocolate, la consciencia de pertenecer a una realidad que todo lo interpenetra, la nota de la tampura que reverbera en mi estómago, una tremebunda sucesión de acordes bachianos, el silencio que los sutura, la infinitud en unos guijarros mojados, el dolor de la enfermedad, el cariño de los muy próximos, la alegría en una mirada, el sufrimiento en otra… y ese endiablado jerbo, que sigue saltando por ahí.
Mi posición se acercaría a lo que algunos han llamado espiritualidad ateísta (André Comte-Sponville), agnosticismo místico (Salvador Pániker), secularidad sagrada (Raimon Panikkar), espiritualidad trans-religiosa (Vicente Merlo), etcétera; que son posiciones menos paradójicas de lo que aparentan. Por naturaleza, sospecho de la Trascendencia, tan desprestigiada por las propias religiones. Un Dios absolutamente trascendente es impensable, contradictorio e irrelevante. Y no me siento cómodo con la idolatría y la religiosidad popular. Ni me parece necesaria la filiación a ninguna religión institucional o cuerpo doctrinal establecido. Ni haber tenido grandes experiencias cumbre. Me muevo más a mis anchas con un trans-teísmo de corte “oriental”, con alguna forma de inmanentismo (porque, en