Agustin Paniker

El sueño de Shitala


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descafeinado paso de los tiempos? Miré a mi alrededor. Apenas había negros entre el público. ¿Dónde estaban? Quizá estarían escuchando gangsta-rap en un local de las afueras de la ciudad. Tal vez se habían alejado irremisiblemente del blues. La negritud anda hoy por otros gemidos.

      Así me di cuenta de mi propia trampa. ¿Acaso no era yo, amante incondicional del buen blues, un indo-europeo –casi– tan alejado cultural y antropológicamente del blues como el japonés? ¿Me impedía esa condición disfrutar del frenético ritmo que propulsaba la banda?, ¿es que, en otras palabras, había algo en esa música que no pudiera ser sentido, captado y amado por los que no son negros? Debo decir que cuestiones similares pueden plantearse sobre otras músicas “populares”; léase el reggae, el flamenco, el son, el klezmer, el tango, la salsa africana o el propio rock’n roll.

      Creamos unas esencias inmutables que colgamos sobre las personas, los pueblos, las religiones o las músicas y nos negamos a desviarnos del cliché establecido. Y en este código invisible, no está registrado –de momento– que un extremo-oriental sienta el blues.

      Toda música es un lenguaje, con su gramática, su vocabulario, su sintaxis y hasta sus géneros poéticos. Y no me refiero únicamente a las peculiaridades técnicas. No, la música “popular” no posee Real Academia. Es un lenguaje que se aprende con los sentidos y las emociones además de la boca y los dedos. Por eso, porque no tiene carga semántica es un idioma que todos podemos interpretar o, para el caso, amar y disfrutar. En otras palabras, el lenguaje del blues, aunque naciera del gospel, de la negritud y la esclavitud, aunque esté anclado en Memphis, Chicago o el delta del Mississippi, posee un alcance que traspasa barreras culturales o genéticas. Al fin y al cabo, tiene casi tanto de africano como de americano. Y los instrumentos son europeos. Cuando el pie se dispara al ritmo de la batería, y cuando el quejido que susurra

      “Whoa, there’s no one

      To have fun with

      Since my baby’s love

      Has been done with

      All I do is think of you

      I sit and cry and sing the blues”,

      cuando ese lamento –entonado por Willie Dixon– punza en el corazón, es que la música ha trascendido al intérprete y puede ser amada por todos.

      ¡Ojo!, entiendo que el afro-americano reivindique el blues –o el jazz– como “suyo”, lo mismo que el gitano el flamenco, pues son músicas que dimanan de su sensibilidad, su idiosincrasia, su gueto y su particular fisura. Es, precisamente, la fuerza emocional de su creatividad la que permite que otros la adoptemos también como “nuestra”.

      Sospecho que lo que hace del blues una música universal es su espontaneidad. Es un canto que arranca de la más honda humanidad: melancolía, alegría, amor, abandono, dolor, humor… acompasada con un ritmo y unas cadencias sueltas. Es música que surge del sufrimiento, pero que, sin pretender nada, con la sencillez propia de lo genuino, es catártica y es agente emancipador. No extrañará que naciera en los campos de algodón y en las iglesias de los exesclavos. Ni que sea la “madre” del jazz, el soul y, naturalmente, del rythm & blues. Sé que es horroroso hablar de música. Pero no deja de ser interesante: siguiendo el ritmo del perpetuo aquí y ahora, siento que me trasciendo y algo (no yo) accede a otro plano. La música evoca lo que no puede decirse, conceptualizarse y afirmarse. Al final, en la inmanencia se encontraba la trascendencia. Y no necesariamente con música sacra.

      ¡Ah!, el bueno de Johnny B. ataca una nota sin piedad, mientras el japonés la sostiene con acordes densos. El baterista marca impertérrito el tempo presente. Los oyentes lo emulamos desde una cavidad en el estómago, con la punta de los pies. A eso me refería. Es el cuerpo, es la vida desgarrada, en su faceta más humana. De nuevo, lo sagrado, lo espontáneo.

      II. SOBRE LA RELIGIÓN

      6. ¿Qué es la religión?

      “Religión” es un término muy difícil de definir. Es algo de lo que todos tenemos una cierta idea, pero que –como los términos “tiempo” o “arte”, por ejemplo– resulta muy esquivo cuando tratamos de explicar.

      Por lo general, se piensa que eso tiene que ver con la relación entre los humanos y una realidad que los trasciende. Todas las religiones remiten a un nivel de la realidad más profundo. Pero un dictamen en estos términos es siempre vago y acaba por ser banal. No refleja la riqueza y complejidad del tema.

      Dado que el asunto me viene fascinando ya desde hace unos cuantos años, he dedicado bastante tiempo a escuchar a místicos, teólogos y maestros de distintas tradiciones y culturas. Y he estudiado lo que decían sociólogos, antropólogos y expertos en ciencia de las religiones. Por supuesto, he leído a cantidad de filósofos, intelectuales e historiadores, antiguos o contemporáneos. Recientemente también se han pronunciado neurólogos, psicólogos y biólogos. Y después de tanta inmersión, lo único que saco en claro es que existen mil definiciones y abordajes. Cada vez estoy más convencido de que la religión es lo que cada uno de estos mortales ha creído y conjeturado que es. Y punto.

      Entiendo a la perfección que en el mundo académico algunos hayan abandonado ya la ingenua pretensión de dar con el significado de lo que la religión –o cualquier concepto– es. Como si ello poseyera un significado único, esencial, universal e inmutable.

      Más prometedor sería concentrarse en algunas generalizaciones e ideas que nos hemos forjado y, a partir de ahí, zambullirse en las estructuras, funciones, dinámicas y dimensiones del fenómeno que llamamos religioso; en lo que la religión hace. Aunque la tarea es igualmente gigantesca. Téngase en cuenta que las religiones quieren dar explicación a los grandes interrogantes (el sentido de la vida, el problema del mal, el origen del mundo…), pero también ordenan y legislan (lo político, la moral, la identidad social…) y proponen liberar (de la ignorancia, del sufrimiento, de la enfermedad, de la muerte…). La religión no solo tiene que ver con “dioses” –o “Dios”– ni únicamente trata de explicar lo enigmático. La religión ha tenido y tiene que ver con la medicina y la danza, con la agricultura y la pintura, con la filosofía y la ciencia, con el derecho y la política, con el rito y la poesía, con la ética y la gastronomía, con la psicología y la sexualidad; y me detengo ya.

      El fenómeno religioso es tan potente que lo encontramos en todas las sociedades y en todas las épocas, lo que obviamente obliga a preguntarse el porqué de su persistencia y atractivo. La humanidad es impensable sin la religión (aun sin saber qué es lo que le da a eso la coherencia que aparenta). Igual que el ritmo y la música satisfacen una sed emocional interna, la religión parece satisfacer nuestra ansia de significado, la necesidad de sentirnos interconectados, la sed de totalidad, de trascendencia. La experiencia ritual es capaz de generar formas inverosímiles de éxtasis o énstasis y levantar emociones y sentimientos muy poderosos. Posiblemente, sin lo que llamamos “religión” estaríamos en una condición bastante semejante a nuestros primos los bonobos y los chimpancés. Es más: el ser humano parece constituirse como “hombre” en relación a los “dioses”.

      Sea eso lo que cada uno considere que es, la religión parece capaz de lo mejor y de lo peor. En su nombre se han cometido genocidios culturales, guerras santas, sangrientos atentados, torturas infames o sacrificios animales; y bajo sus auspicios se han construido civilizaciones, obras de arte sublimes y fuentes de sabiduría inigualables. La religión tiene que ver con la violencia y con la paz. Para algunos, es lo más precioso de sus vidas. Para otros, cuanto antes nos desembaracemos de esa lacra, mejor. Las religiones pueden apoyar las jerarquías establecidas, pero también incitar a la rebelión. Las religiones pueden devenir inmundos negocios, pero también fuentes de caridad y ayuda al necesitado. La religión es, además, un fenómeno extraordinariamente dinámico. Se calcula que únicamente en los tiempos recientes se han formado unos 40.000 movimientos religiosos. Tan amplio resulta el espectro del concepto, que es lícito preguntarse si la religión es una sola cosa o un montón de fenómenos que arbitrariamente hemos subsumido bajo esa palabra.