Rubén Darío

Prosa Política (Las Repúblicas Americanas)


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alumnos. Hay, además, dos escuelas normales, una para cada sexo; 54 colegios particulares, de los cuales están subvencionados 21; numerosos institutos especiales, entre ellos la Academia Nacional de Bellas Artes, las Escuelas de Artes y Oficios, las universidades Central de Caracas, y la Andina en Mérida; la Escuela de Ingeniería, el Seminario, las Escuelas Politécnicas, de Agricultura, de Ingenieros, la de Minas y otras. Por lo que se ve, la educación pública de Venezuela estará muy pronto a la altura de su intelectualidad.

      Este ramo importante cuenta con valiosos elementos profesionales, como los doctores D. Trino Baptista y D. Samuel Darío Maldonado. El primero está considerado como la mejor autoridad en el ramo por su vasta ilustración, su amplio espíritu reformador y su patriotismo. Hoy ocupa el ministerio de Instrucción Pública un hombre eminente, nutrido de letras humanas, y en el cual hay el espíritu de los grandes Cancilleres: el Dr. Gil Fortoul.

      El Tesoro Público ha tomado grande incremento. Se han suprimido los monopolios que existían sobre algunas industrias importantes y roto las trabas que impedían las transacciones comerciales en general, derogándose muchos decretos y disposiciones de viejos gobiernos sobre exportación e importación. Han sido exonerados de derechos aduaneros varios artículos considerados como esenciales para el desarrollo de la riqueza nacional y libertádose de gabelas el comercio de cabotaje, y se han dejado además sin objeto disposiciones sobre impuesto tabacalero, y se ha restablecido el importante tráfico mercantil con la vecina República de Colombia. Se han dictado medidas acertadas sobre salinas y venta de licores, aumentando considerablemente los ingresos públicos.

      El presupuesto del año fiscal, comprendido entre el 1.o de Octubre de 1909 hasta el mismo día de 1910, ascendía a 50.000.000 de Bolívares, equivalentes a francos.

      Las obras públicas se hallan en singular desarrollo, y se cuentan ya varias construcciones de nuevas escuelas, hospitales, lazaretos, cuarteles, ferrocarriles y puentes, que se llevan a cabo tanto en Caracas como en los diversos estados federales. No he de terminar sin saludar cordialmente la mentalidad venezolana, en sus representantes de un siglo de labores transcendentes, que han enaltecido el nombre nacional en la Historia, en la Crítica, en la Polémica, en la Novela, en la Poesía...

       Índice

      Nosotros, decía un eminente argentino, no tenemos un país rico, hemos hecho nuestra riqueza. Países ricos, son esos que suben al norte en tierras de tesoros, Colombia, por ejemplo». En efecto, si todo nuestro continente es generoso y rico, Colombia es uno de los países que tienen mayores riquezas en la tierra. Hay que recordar que en ella está la fabulosa región de El Dorado. «Su clima variadísimo—escribía hace poco el Sr. Luis Cano—y la riqueza insoluble de su suelo atraerán seguramente la inmigración europea, que hasta hoy no ha logrado recibir, a causa de la inestabilidad política y por falta de propaganda exterior y de leyes correspondientes a este objeto. Apenas ahora el Gobierno se preocupa formalmente de provocar una corriente inmigratoria que desde hace mucho tiempo necesita, y que será uno de los factores principales en su proceso de crecimiento. Del mismo modo, parece ya casi suspendido por obra de la paz y de la moralidad gubernativa, el éxodo de nacionales, que constituía una de las características más desconsoladoras de la pasada difícil situación del país. Cierto, esa tierra de leones ha sido de las más agitadas del continente por la fiebre revolucionaria. El hombre que aró en el mar, conocía bien el ambiente de sus empresas. Ha sido Colombia en la América Latina, el país de las más grandes ilusiones políticas y de terribles contiendas, que han debilitado la salud de la república. «Durante toda nuestra vida independiente, ha escrito Pérez Triana, hemos malgastado nuestras energías en pavorosas luchas cruentas, que nos han hecho aparecer ante el mundo como indignos de la independencia que obtuvieron nuestros mayores, y como inhábiles para el aprovechamiento, en bien de nosotros mismos y de la humanidad, de la egregia herencia que nos legaron.» Pero esos son cargos para todas nuestras nacionalidades, con señaladísimas excepciones.

      Lo que ha distinguido en todo tiempo a Colombia, ha sido su fecundidad en valores intelectuales. Santa Fe de Bogotá fué tenida, desde antaño, como la Atenas hispano-americana, aunque tal denominación se haya dado a otras ciudades estudiosas. ¿Hasta qué punto tendrán razón los que afirman que hoy es bastante lamentable para un país nuestro el poseer una capital que sea más o menos nombrada la Atenas de las repúblicas? El progreso, en la América latina, se dice, se mide por la mayor o menor preocupación por las bellas letras y por el cultivo de la lengua castellana. El culto de la gramática, he ahí el enemigo. La capital menos castiza: Buenos Aires. El único presidente que haya decretado sobre el idioma de sus conciudadanos: el doctor Soto, de Honduras. Hay mucho en esto de paradoja. Colombia, no hay duda, ha sido un gran cerebro en América; pero ha tenido también un brazo fuerte, un corazón vasto, un cuerpo rico de energías, cuya acción se desviara a causa de haber concentrado más que en otras partes, la influencia nociva de los antiguos filtros españoles. A propósito de una región del interior colombiano, habla el Sr. don Miguel Triana de «el régimen cuasi feudal, el ensueño aristocrático, la veneración al estandarte real que pudiera decirse nostalgia colonial, el predominio teocrático en la disciplina íntima y el consiguiente desafecto hacia los hombres, las glorias, las ideas y los métodos de la democracia moderna. Así se explica como, en los plenos días de la vida nueva, se oyen protestas contra el 89, contra el anhelo de la concordia republicana y contra la igualdad civil, culpando todos esos cánones modernos de inspiración diabólica». No os imaginéis que ella sea aplicable a toda Colombia. ¿No es allí en donde han surgido, en toda época, espíritus revolucionarios, y en donde se llevara a la práctica un ensueño de romanticismo político, como la famosa constitución de Río Negro, que mereciera, ¡naturalmente! la bendición pontifical de Víctor Hugo? Nada más desdeñable que el jacobinismo; y no seré yo quien censure y desee la completa desaparición de antiguallas, como el respeto a las jerarquías, el predominio de los excelentes, el orden y la disciplina, y, la más antigua de todas, el concepto de Dios. Pero todo eso puede ir y debe ir en la vida moderna, acompañado de ferrocarriles, bancos, industrias, agricultura; esto es, trabajo y hacienda pingüe en los estados.

      Colombia ha pasado, a costa de su sangre y de su oro, por harto dolorosas experiencias; y si se afirma la dirección de paz y de progreso, y verdadera regeneración que se ha iniciado con la buena voluntad de sus hombres eminentes y el aumento de los caudales públicos, florecerá en una nueva y grandiosa era. ¿Qué llegará a ser esa renombrada Bogotá, archivo de cultura y señorío, de la cual cuentan encantos los que han tenido la suerte de visitarla, cuando una a sus tradicionales atractivos, que desde luego tomarán otros aspectos, la vitalidad y el brillo de una ciudad moderna? ¿Qué de ese país predilecto de la abundancia, el día en que sus energías se empleen, dados ya al olvido los intereses partidarios, en la labor de hacer riqueza, civilización y patria grande? En una obra del general Jorge Holguín, se encuentra el siguiente penoso resumen estadístico: «En los setenta y tres años transcurridos de 1830 a 1903, tuvieron lugar en Colombia:

      Nueve grandes guerras civiles, generales.

      Catorce guerras civiles, locales.

      Dos guerras internacionales, ambas con el Ecuador.

      Tres golpes de cuartel, incluyendo el de Panamá.

      Una conspiración fracasada, que hacen en total veintinueve calamidades públicas.

      De los informes publicados por los ministerios de Hacienda y Tesoro en los años correspondientes a 1830, 1840, 1851, 1854, 1861, 1867, 1876, 1885 y 1899 (que fueron los años de las grandes guerras), resulta que, sin computar la destrucción de riqueza ni calcular las pérdidas sufridas por los particulares, desdeñando lucro cesante y daño emergente, y haciendo cuenta únicamente del dinero pagado o reconocido por el Tesoro Nacional, las susodichas guerras costaron aproximadamente: