vistió la pobreza,
me lamió el cuerpo el río,
y del pie a la cabeza
pasto fui del rocío.
Miguel Hernández, “Las abarcas desiertas”
Existe en inglés un bello juego de palabras: food for thought, algo así como alimentos para el pensamiento. Pero esta metáfora intelectual tiene también su aspecto concreto, corporal: lo que comemos, lo que hacemos, nuestros estilos y calidades de vida, tienen mucho que ver con lo que le pasa a nuestro cerebro. Y si la verdadera patria de los hombres es la infancia,[2] lo que hagamos con ese cerebro en los primeros meses y años de vida puede marcar un camino de rosas o de serpientes para todo lo que venga después.
Todos hemos oído hablar del genoma humano, ese conjunto de instrucciones que hace que seamos personas, jugadores de básquet o de ajedrez, sebastiancitos. Es, en cierta forma, lo que traemos de fábrica, el color de los ojos, la propensión a ciertas enfermedades y sí, nos marca bastante. Pero no es todo: somos también lo que hacemos con lo que traemos de fábrica: la comida, los mimos de papá y mamá, la clase de gimnasia o la de geografía, la frazada en el invierno y el helado en verano. En otras palabras, también nos constituye el ambiente que nos toque en suerte o en desgracia. Y quizá donde más se marque este efecto ambiental sea en el cerebro, ese aparato que, de alguna manera, nos hace ser quienes somos. Allí cambia, todo cambia, se acallan o gritan las charlas entre neuronas, se hacen y deshacen circuitos, crecen y decrecen áreas. Sabemos hoy que el cerebro es especialmente sensible al estrés crónico, al maltrato, la carencia física y afectiva… a la pobreza.
Así como a Mafalda le partía el alma ver gente pobre (mientras que Susanita opinaba que “bastaba con esconderlos”), a Sebastián Lipina le parte el alma cómo la pobreza, pese a los esfuerzos por erradicarla, impacta sobre el desarrollo y funcionamiento del sistema nervioso. Por eso, trata de entender las raíces del mal, esa desigualdad que no hemos podido sacarnos de encima, la falta de comida, de estímulos, de alegrías; todo lo que hace que el cerebro de un chico pueda o no estar adecuadamente alimentado, estimulado, alegre y en crecimiento. Lo bueno es que Sebastián no se queda en el diagnóstico, la desilusión o la queja, sino que presenta y propone diferentes iniciativas sobre qué hacer, cómo dar vuelta los efectos de la pobreza temprana.
A caballo entre la sociología, la neurociencia y la ética, este libro nos muestra el cerebro que no miramos, que elegimos no mirar porque, de nuevo Mafalda, “el mundo queda tan, tan lejos”… Pero no, queda allí, en lo que vivimos cada vez que salimos a la calle, y queda también aquí, dentro del cráneo, entre las dos orejas. Sebastián Lipina nos abre los ojos frente a efectos menos conocidos de la desigualdad, y propone establecer una suerte de “agenda neurocientífica de la pobreza”, un paso necesario para que, de a poco, vivamos en un mundo mejor y más justo para todos.
[1] Doctor en Biología, especializado en cronobiología. Es uno de los más reconocidos divulgadores científicos en lengua castellana, actividad que desarrolla en la prensa escrita, en el campo editorial, y en radio y televisión. Es autor de numerosos papers y libros, en su gran mayoría publicados por Siglo XXI, donde también dirige la colección “Ciencia que ladra…”.
[2] Al menos según el poeta Rainer Maria Rilke.
Introducción
Ciencia y pobreza: definir las privaciones no es lo mismo que experimentarlas
¡Ah, cuán duro es decir cuál se mostraba
esta selva salvaje, áspera y fuerte,
que aún en la mente el pavor renueva!
Dante Alighieri (1304-1308), La Divina Comedia, Infierno, canto I, vv. 4-6
Qué es la pobreza y cómo la experimentamos los seres humanos son dos preguntas que trascienden el interés científico. En primer lugar, porque es un fenómeno que afecta a más de la mitad de la humanidad y que condiciona las posibilidades de que las personas vivan sus vidas con dignidad. La pobreza enferma y mata mucho más pronto en comparación con aquellas condiciones en las que están garantizados la satisfacción de los derechos a la salud, la educación y el trabajo. Por eso, puede obstaculizar las oportunidades de crecimiento y aprendizaje de niños y adultos, hipotecando sus posibilidades de inclusión social, educativa y laboral durante todo el ciclo de la vida. Además, la pobreza está lejos de ser una experiencia homogénea para los miles de millones de personas que la padecen. Las privaciones de un niño pobre que vive en la región andina de Perú o Bolivia no son experimentadas de manera similar a las de otro niño pobre que vive en un país de África subsahariana o de la India.
Con todo, aun dos niños pobres que se crían en el mismo barrio de una ciudad no experimentan de la misma forma las privaciones, porque su sensibilidad a ellas puede ser diferente, así como la red social y de cuidado que los contiene o los rechaza. Como podrá anticipar el lector, la importancia del tema es, sobre todo, moral. El interés científico radica en intentar echar luz sobre las causas y los mecanismos de la pobreza, y sobre sus consecuencias para la vida de las personas. Y con eso, generar respuestas que estén a la altura de la emergencia moral de nuestros tiempos, en que se ha perdido el interés por el sufrimiento de los demás.
Lo que la pobreza le hace al cuerpo
El término “pobre” proviene del latín pauper, que significa “que produce poco, infértil”. A su vez, este adjetivo deriva de la raíz indoeuropea pau, “poco o pequeño”. En ese contexto, “pobreza” remite a la condición de parir o engendrar poco, en el caso del ganado, o de tener escaso rendimiento, en el de la agricultura. Así, desde su origen, es una palabra que remite a los sistemas productivos de las sociedades humanas. Con el gradual advenimiento de las formas de producción industrial, “pobreza” adquirió nuevas significaciones vinculadas a las carencias en las condiciones de vida que impiden satisfacer necesidades y derechos básicos de las personas.
Desde la perspectiva de la vida cotidiana de los adultos, suele ser una experiencia psicológica tensa y penosa que se traduce en impotencia y pérdida de libertad para elegir y actuar. Esa experiencia está marcada por la precariedad de los medios de sustento, transitorios e inadecuados; viviendas inseguras, sin servicios y socialmente estigmatizadas; el hambre, el cansancio y las enfermedades crónicas; la inequidad y los problemas en las relaciones de género; la discriminación y el aislamiento en los vínculos sociales; así como por conductas de indiferencia y abuso por parte de quienes están en posiciones de poder. Desde luego, también inciden la exclusión institucional, la fragilidad de las organizaciones sociales y la disminución de las capacidades por falta de información, educación, habilidades y confianza. En síntesis, la pobreza es una violación de la dignidad humana, en tanto trunca el desarrollo de las capacidades de las personas, y una de las señales más potentes de desigualdad. En cualquiera de sus definiciones y más allá de la forma en que se mida, causa enfermedad, muerte prematura y humillación, que se asocia con la discriminación, la sujeción, la vergüenza y la falta de confianza.
Para los niños, el contexto de carencias y privaciones aumenta la probabilidad de que su crecimiento físico y desarrollo psicológico se vean afectados por las dificultades para acceder a la alimentación e inmunización adecuadas incluso desde antes del nacimiento. (Las probabilidades de adquirir enfermedades prevenibles que, en muchos de estos casos, resultan letales aumentan con la exposición a ambientes inseguros e insalubres.) Por otra parte, muchas de las carencias que conlleva la pobreza son de carácter simbólico: las condiciones de vida hacen que las oportunidades de estimular las competencias cognitivas y el desarrollo emocional, intelectual y social de los niños disminuyan porque la tensión psicológica y la impotencia de los adultos para alcanzar estándares mínimos de dignidad cotidiana pueden provocar un aumento de la incidencia de estresores en los ambientes de crianza.
Los estresores son circunstancias ambientales –por ejemplo, las carencias materiales y afectivas