Sebastián Lipina

Pobre cerebro


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que pueden ser procesadas por diferentes sistemas orgánicos, como el cardiovascular o el inmunológico. Esto significa que el afrontamiento de situaciones estresantes genera una activación compleja e integrada de diferentes mecanismos, e involucra también cambios en el procesamiento cognitivo y emocional.

      Cuando esta activación general del sistema se sostiene en el tiempo –es decir, cuando se vuelve crónica–, puede afectar la integridad de diferentes sistemas neurales y alterar su funcionamiento. Además, puede generar el desgaste y la enfermedad de diferentes sistemas orgánicos. Como el desarrollo del eje HPA comienza durante el período perinatal, la activación crónica temprana puede afectar el desarrollo infantil y alterar las posibilidades de aprendizaje e inclusión social.

      Un denominador común característico de la construcción conceptual de indicadores de pobreza y de desarrollo humano, tanto uni- como multidimensionales, es que la pobreza es concebida como un fenómeno complejo que involucra múltiples factores individuales y contextuales (en continua interacción y cambio) y que acontece en escenarios culturales e históricos específicos. Por “factores individuales” entendemos los aspectos biológicos y psicológicos que porta cada individuo desde su concepción y durante todo su desarrollo. Con “factores contextuales”, en cambio, nos referimos tanto al espacio físico que habitamos como a la compleja trama de intercambios materiales y simbólicos, propios de los contextos sociales, que involucran a congéneres, instituciones, sistemas normativos y valorativos, y que están contenidos en un bioma –esto es, un área biogeográfica con determinado tipo de vegetación, fauna y sistema climático–.

      En este complejo escenario, la definición conceptual de la pobreza –es decir, qué es– constituye un tema crítico, ya que determina la forma en que se estudia el fenómeno y, por lo tanto, el diseño de estrategias o políticas de intervención para modificar sus causas y sus efectos. Respecto del desarrollo psicológico, dados sus múltiples condicionamientos biológicos, contextuales y culturales, resulta necesario establecer tanto la pertinencia como las limitaciones de los enfoques adoptados en las investigaciones. Por ejemplo, la pobreza definida en términos de ingreso brinda información acerca de la capacidad de un hogar para conseguir dinero y solventar sus gastos en un momento dado. Por su parte, el criterio fundado sobre la noción de “necesidades básicas insatisfechas” (NBI), aunque también refiere a una condición de carencia, muestra una forma crónica, de larga data, de experimentar la pobreza por parte de un grupo familiar. Si bien ambos indicadores pueden ser útiles para estudiar el impacto de la pobreza sobre el desarrollo infantil, no permiten establecer aspectos específicos de las vivencias suscitadas por ella; así, no consigue dar cuenta de cómo los niños la experimentan a diario. Para eso, es necesario incorporar otros indicadores que sí los contemplen, y muchos han comenzado a surgir hace poco más de una década. En otras palabras, analizar el impacto de la pobreza sobre el desarrollo cerebral y psicológico utilizando sólo el nivel de ingreso familiar o la insatisfacción de las necesidades básicas no permite explorar cómo se relaciona la compleja trama de fenómenos propios de la experiencia de la pobreza, qué aspectos específicos están involucrados ni en qué momentos del desarrollo estructural y funcional del sistema nervioso operan. Estas cuestiones todavía no ingresaron a la agenda del estudio neurocientífico en forma adecuada (retomaremos este tema más adelante).

      Por lo general, este campo de investigación utiliza definiciones similares a las de economistas y sociólogos: considera la pobreza como un tipo de relación entre carencias materiales y psicológicas, y en términos de la falta de recursos monetarios y materiales para satisfacerlas. A su vez, las diferencias epistemológicas e ideológicas hacen que cada disciplina plantee problemas y formas de análisis propias. Por ejemplo, para los organismos oficiales de América Latina que adoptan una perspectiva económica, la pobreza remite a un conjunto de requisitos psicológicos, físicos y culturales cuyo cumplimiento representa una condición mínima necesaria para el desarrollo de la vida humana en sociedad (Cepal, 1994). Esta definición distingue dos dimensiones –las necesidades básicas y los satisfactores– y considera que las primeras son finitas y permanentes, mientras que los segundos están históricamente determinados. Esto implica que la posibilidad de construir proyectos de vida dignos que respeten los derechos humanos básicos de alimentación, salud, educación, seguridad y trabajo depende de la forma y el momento en que cada comunidad decida hacerlo.

      Por otra parte, algunos autores han planteado que el concepto “pobreza” no debería constituir en sí mismo un juicio de valor ni una definición política, y que su medición debería considerarse un ejercicio descriptivo que evalúe los estándares de necesidades prevalentes en cada sociedad. Es decir, consistiría en una tarea empírica que relaciona los hechos con lo que se considera privación. Otros enfoques proponen revisar esos esquemas y profundizar el análisis de las consecuencias de límites y de sesgos, a fin de evitar perspectivas epistemológicas que impidan que las personas clasificadas como “pobres” sean reconocidas como congéneres, sujetos con pensamientos y sentimientos (Vasilachis de Gialdino, 2003). Los organismos gubernamentales y multilaterales prácticamente no recurren a las definiciones que incluyen el sufrimiento psicológico, aunque sí se apoyen en las recientes versiones multidimensionales. Las razones de esta ausencia son variadas, pero suelen vincularse con criterios conceptuales y metodológicos sesgados por conceptualizaciones económicas o sociológicas; con la falta de recursos materiales y humanos para relevar ese tipo de información; con la dificultad de la evaluación de los procesos psicológicos tanto en adultos como en niños, y con las distancias y prejuicios entre los investigadores que estudian la pobreza y las personas que la sufren.

      Si bien todos estos esfuerzos son muy positivos, distan de ser suficientes y de estar generalizados. Todavía estamos inmersos en una cultura en la que priman los criterios de ingreso y necesidades básicas para identificar a quienes sufren la tragedia de la pobreza. Sin embargo, en la medida en que estas perspectivas puedan ampliarse e incluyan la dimensión del sufrimiento humano, también será factible superar la ceguera moral de las definiciones que reducen un fenómeno complejo que afecta la vida de millones de personas a un conjunto discreto de variables económicas. Desde una perspectiva moral, el uso de indicadores sencillos que buscan evitar la complejidad metodológica y logística, propio de los criterios clásicos de medición de pobreza, no debería primar sobre la consideración del sufrimiento de nuestros congéneres.

      El