Erin Watt

El príncipe roto


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      Nada.

      A lo mejor ha aparcado al final de la calle y se ha ido a pasear por la playa. Me meto el móvil de mi hermano en el bolsillo por si acaso decide ponerse en contacto con él y bajo las escaleras corriendo en dirección al patio trasero.

      La playa está completamente vacía, así que marcho trotando hasta la propiedad de los Worthington, que está cuatro casas más abajo. Tampoco está allí.

      Miro a mi alrededor, hacia las rocas que bordean la costa, hacia el mar, pero no veo nada. Ni un alma. No hay ninguna huella en la arena. Nada de nada.

      La frustración da paso al miedo cuando me precipito de vuelta a casa y me subo al Range Rover. Busco a tientas el botón de arranque y doy golpecitos contra el salpicadero con el puño rápidamente. Piensa. Piensa. Piensa.

      En casa de Valerie. Debe de estar en casa de Valerie.

      Llego allí en menos de diez minutos, pero no hay rastro del descapotable deportivo azul de Ella en la calle. Dejo el motor del Rover encendido y salgo para acercarme a la puerta. El coche de Ella tampoco está allí.

      Vuelvo a echar un vistazo al teléfono. Ningún mensaje. Tampoco en el móvil de Easton. En la pantalla aparece una notificación que me recuerda que tengo entrenamiento de fútbol americano en veinte minutos. Ella debería de estar de camino a la pastelería en la que trabaja. Normalmente vamos juntos. Incluso después de que mi padre le regalara el coche, íbamos juntos en el mío.

      Ella decía que era porque no le gustaba conducir. Yo le dije que era peligroso conducir por la mañana. Los dos mentimos. Nos mentimos porque ninguno de los dos estaba dispuesto a admitir la verdad: no éramos capaces de resistirnos el uno al otro. Al menos eso es lo que me pasaba a mí. Desde el momento en que puso un pie en mi casa, con esos ojos grandes y llenos de esperanza, no pude mantenerme alejado de ella.

      Mis instintos me decían a gritos que Ella solo me traería problemas. Pero se equivocaban. Yo era quien le traería problemas a ella. Y sigo haciéndolo.

      Reed el Destructor.

      Sería un apodo cojonudo si no fuera porque lo que estoy destrozando es mi propia vida y la de Ella.

      El aparcamiento de la pastelería está vacío. Después de pasar cinco minutos aporreando la puerta del establecimiento sin cesar, la dueña —creo que se llama Lucy— aparece con el ceño fruncido.

      —No abrimos hasta dentro de una hora —me informa.

      —Soy Reed Royal. Ella es… —¿Qué soy? ¿Su novio? ¿Su hermanastro? ¿Qué?—… mi amiga. —Joder, si ni siquiera soy su amigo—. ¿Está aquí? Ha ocurrido una emergencia familiar.

      —No, no ha venido. —Lucy frunce todavía más el ceño, visiblemente preocupada—. La he llamado, pero no ha respondido. Es muy buena empleada, así que he pensado que estaba enferma y que no ha podido llamar para avisar de que no vendría.

      Se me cae el alma a los pies. Ella no ha faltado ni un solo día al trabajo, ni siquiera cuando tenía que levantarse al amanecer para trabajar tres horas antes de que empezaran las clases.

      —Ah, vale, entonces estará en casa —murmuro mientras retrocedo.

      —¡Espera un momento! —grita Lucy—. ¿Qué pasa? ¿Sabe tu padre que Ella ha desaparecido?

      —No ha desaparecido, señora —respondo, ya a medio camino de mi coche—. Está en casa. Como ha dicho, enferma. En cama.

      Salgo del aparcamiento y llamo a mi entrenador.

      —No voy a poder ir al entrenamiento. Ha ocurrido una emergencia familiar.

      Ignoro las palabrotas que me grita el entrenador Lewis. Al cabo de unos minutos, se calma y añade:

      —Vale, Reed. Pero te espero mañana a primera hora con el uniforme puesto.

      —Sí, señor.

      Vuelvo a casa una vez más y veo que nuestra ama de llaves ya ha llegado para preparar el desayuno.

      —¿Has visto a Ella? —pregunto a la morena rolliza.

      —No… —Sandra echa un vistazo al reloj—. A estas horas, ni ella… ni tú soléis estar en casa. ¿Ha ocurrido algo? ¿No tienes entrenamiento?

      —El entrenador ha tenido una emergencia familiar —miento.

      Se me da genial mentir. Se convierte en algo natural cuando te ves obligado a esconder la verdad a todas horas.

      Sandra chasquea la lengua.

      —Espero que no sea nada grave.

      —Yo también —respondo—. Yo también.

      Subo las escaleras y echo un vistazo en la habitación de Ella. Debería haber comprobado que no estaba ahí antes de salir corriendo de la casa. A lo mejor ha entrado a hurtadillas mientras la buscaba. Pero el dormitorio está en completo silencio. La cama sigue hecha. El escritorio, vacío.

      Miro su cuarto de baño, que también parece impoluto. Igual que el armario. Todas sus prendas cuelgan de perchas de madera a juego. Sus zapatos están colocados en una línea perfecta en el suelo. Hay cajas y bolsas todavía cerradas y llenas de ropa que Brooke probablemente eligiera para ella.

      Me obligo a no sentirme mal por invadir su intimidad y abro los cajones de su mesita de noche: están vacíos. Ya rebusqué en su habitación una vez, cuando todavía no confiaba en ella, y siempre tenía un libro de poesía y un reloj de hombre en la mesita de noche. El reloj era una réplica exacta del de mi padre. El suyo había pertenecido al mejor amigo de mi padre, Steve, el padre biológico de Ella.

      Me detengo en medio de la habitación y miro a mi alrededor. No hay nada que indique que esté aquí. No hay ni rastro de su teléfono. Ni de su libro. Ni de su… Joder, no, su mochila tampoco está.

      Salgo corriendo de su cuarto en dirección al de Easton.

      —East, despierta. ¡East! —digo con brusquedad.

      —¿Qué? —gime—. ¿Ya es hora de levantarse? —Parpadea un par de veces antes de abrir los ojos y bizquea—. Mierda. Llego tarde al entrenamiento. ¿Por qué no estás allí ya?

      Sale de la cama rápidamente, pero lo agarro de un brazo antes de que se escape.

      —No vamos a ir al entrenamiento. El entrenador lo sabe.

      —¿Qué? ¿Por qué…?

      —Olvídate de eso ahora mismo. ¿A cuánto ascendía tu deuda?

      —¿Mi qué?

      —¿Cuánto le debías al corredor de apuestas?

      Parpadea en mi dirección.

      —Ocho mil. ¿Por qué?

      Hago cuentas mentalmente.

      —Eso significa que a Ella le quedan como dos mil, ¿verdad?

      —¿Ella? —Frunce el ceño—. ¿Qué ha pasado?

      —Creo que se ha ido.

      —¿Adónde?

      —No lo sé, pero creo que ha huido —gruño. Me aparto de la cama y me acerco a la ventana—. Papá le pagaba por quedarse aquí. Le dio diez mil. Piénsalo, East. Tuvo que pagarle diez mil dólares a una huérfana que se desnudaba para ganarse la vida para que accediera a venir a vivir con nosotros. Y probablemente fuese a pagarle lo mismo cada mes.

      —¿Por qué querría marcharse? —pregunta, confundido y medio dormido todavía.

      Sigo mirando por la ventana. En cuanto el sueño desaparece de su rostro, ata cabos.

      —¿Qué le has hecho?

      Sí, vamos allá…

      El suelo cruje mientras da vueltas por la habitación. Lo oigo murmurar improperios detrás de mí mientras se viste.