miedo, no solo por sí mismo sino también porque vivía con su crío. Springer pensaba que Danny tenía el miedo suficiente para hablar con ellos. Hablar con los inspectores de Venice no sería ningún problema, porque «los conoce de casi toda la vida»; conseguir que bajara a Parker Center era otra cosa. Sin embargo, Springer prometió que intentaría hacer que Danny viniera de forma voluntaria, a ser posible al día siguiente.
Springer no tenía teléfono. Los inspectores le preguntaron si podían llamar a algún sitio «sin fastidiarle».
P. ¿Hay alguna chica a la que veas mucho?
R. Solo a mi mujer y a mis hijos.
Springer, limpio, ordenado y monógamo no se ajustaba al estereotipo que tenían de un motero. Como comentó uno de los inspectores, «la imagen que vas a ofrecer al mundo de las bandas de moteros es totalmente nueva».
Aunque Al Springer les dio la sensación de decir la verdad, a los inspectores no les impresionó mucho lo que contó. Era alguien de fuera, no era miembro de la Familia, y sin embargo, la primera vez que va al rancho Spahn, Manson le confiesa haber cometido al menos nueve asesinatos. No tenía sentido. Parecía mucho más probable que Springer se hubiera limitado a repetir como un loro lo que le contó Danny DeCarlo, que tuvo un vínculo estrecho con Manson. También cabía la posibilidad de que Manson, para impresionar a los moteros, hubiera alardeado de haber cometido asesinatos en los que ni siquiera estuvo implicado.
A McGann, del equipo del caso Tate, le impresionó tan poco que después ni siquiera recordaría haber oído hablar de Springer, y mucho menos haber hablado con él.
Aunque grabaron la conversación, los inspectores del caso LaBianca solo transcribieron un fragmento, y además no la sección relacionada con su caso, sino la parte, de menos de una página de extensión, de la presunta confesión de Manson: «Nos cepillamos a cinco la otra noche, sin ir más lejos». Luego los inspectores del caso LaBianca metieron la cinta y esa única página en las «cajas», como llaman a los expedientes policiales. Con otras novedades del caso, al parecer las olvidaron.
No obstante, la conversación del 12 de noviembre de 1969 fue en cierto modo un punto de inflexión importante. Tres meses después de los homicidios de los casos Tate y LaBianca, el LAPD por fin consideró seriamente la posibilidad de que los dos crímenes guardaran alguna relación, en contra de lo que se había creído durante mucho tiempo. Y el foco de la investigación de al menos el caso LaBianca se puso ya en un único grupo de sospechosos: Charlie Manson y su Familia. Parece casi seguro que de haber seguido más la pista Lutesinger-Springer-DeCarlo, los inspectores del caso LaBianca habrían acabado encontrando a los asesinos de Steve Parent, Abigail Folger, Voytek Frykowski, Jay Sebring, Sharon Tate y Rosemary y Leno LaBianca, incluso sin conocer las confesiones de Susan Atkins.
Mientras tanto, dos personas —una en Sybil Brand, la otra en Corona— intentaban, independientemente, contar a alguien lo que sabían de los asesinatos. Sin suerte.
Hay cierta confusión en cuanto al momento exacto en que Susan Atkins empezó a hablar de los asesinatos de los casos Tate y LaBianca con Ronnie Howard. Fuera cual fuera la fecha, hubo cierta semejanza en el modo como ocurrió. Primero Susan admitió haber participado en el asesinato de Hinman y luego, con su estilo infantil, intentó sorprender a Ronnie con otras revelaciones más asombrosas.
Según Ronnie, una noche se le acercó Susan, se sentó en su cama y empezó a charlar sobre sus experiencias. Dijo que «tomó ácido» (LSD) muchas veces; de hecho lo había hecho todo, no le quedaba nada por hacer. Había llegado a una fase donde ya nada la impactaba.
Ronnie contestó que a ella tampoco la impactaba casi nada. Desde los diecisiete años, cuando la enviaron a una prisión federal dos años por extorsión, Ronnie había visto bastantes cosas.
—Apuesto a que podría decirte una cosa que te impresionaría de veras —dijo Susan.
—No creo —respondió Ronnie.
—¿Te acuerdas de lo de Tate?
—Sí.
—Yo estuve allí. Lo hicimos nosotros.
—Hombre, eso puede decirlo cualquiera.
—No, te lo voy a contar. —Y Susan Atkins se lo contó.
Susan pasaba volando de una idea a otra a tal velocidad que a menudo dejaba a Ronnie confundida. Además, los detalles —sobre todo los nombres, las fechas, los sitios— Ronnie no los recordó tan bien como Virginia. Después tendría dudas, por ejemplo, sobre cuántas personas exactamente estuvieron implicadas: en cierto momento pensó que Susan dijo cinco: ella misma, otras dos chicas, Charlie y un tipo que se quedó en el coche. En otra ocasión fueron cuatro, sin mención del hombre del coche. Sabía que una chica llamada Katie estuvo implicada en un asesinato, pero en cuál —Hinman, Tate o LaBianca—, Ronnie no estaba segura. Pero también recordó detalles que Susan o bien no le contó a Virginia o bien Virginia olvidó. Charlie tenía un arma; las chicas llevaban todas cuchillos. Charlie cortó los cables telefónicos, disparó al chico del coche, y luego despertó al hombre del sofá (Frykowski), que miró hacia arriba y vio una pistola apuntándole a la cara.
La súplica de Sharon Tate y la respuesta cruel de Susan fueron casi idénticas en las versiones de Ronnie y de Virginia. Sin embargo, la descripción de la muerte de Sharon fue algo distinta. Tal y como lo entendió Ronnie, otras dos personas sujetaron a Sharon mientras, en palabras de Susan, «yo procedía a apuñalarla».
—Me sentí muy bien después de apuñalarla la primera vez, y cuando me gritó noté algo, me invadió la euforia, y volví a apuñalarla.
Ronnie preguntó dónde. Susan contestó que en el pecho, no en el estómago.
—¿Cuántas veces?
—No lo recuerdo. No paré de apuñalarla hasta que dejó de gritar.
Ronnie sabía algo del tema, porque en cierta ocasión apuñaló a su exmarido.
—¿Pareció como una almohada?
—Sí —contestó Susan, contenta de que Ronnie la entendiera—. Fue como entrar en nada, entrar en aire. —Aunque el asesinato en sí fue otra cosa—. Es como una liberación sexual —le dijo Susan—. Sobre todo cuando ves cómo sale la sangre a chorros. Es mejor que un orgasmo.
Al recordar lo que olvidó preguntar Virginia, Ronnie interrogó a Susan por la palabra «cerdo». Susan dijo que escribió la palabra en la puerta, después de mojar una toalla en la sangre de Sharon Tate.
En un momento de la conversación Susan preguntó:
—¿No recuerdas a aquel tipo al que encontraron con un tenedor en el estómago? Escribimos «álzate» y «muerte a los cerdos» y «helter skelter» con sangre.
—¿Fuisteis tú y los mismos amigos? —preguntó Ronnie.
—No, esa vez solo éramos tres.
—¿Las tres chicas?
—No, dos chicas y Charlie. Linda no participó en aquello.
Susan siguió charlando sobre varios temas: Manson (era a la vez Jesucristo y el Diablo), helter skelter (Ronnie admitió no entenderlo, pero le pareció que significaba «tienes que ser asesinado para vivir»), el sexo («el mundo entero es como un gran acto sexual, todo entra y sale, fumar, comer, apuñalar»), cómo se haría la loca para engañar a los psiquiatras («lo único que tienes que hacer es actuar con normalidad», le aconsejó Ronnie), los niños (Charlie ayudó en el parto de su hijo, al que ella llamó Zezozose Zadfrack Glutz; un par de meses después de su nacimiento ella empezó a hacerle felaciones), los moteros (con las bandas de moteros de su parte, «el mundo iba a cogerles miedo de verdad») y el asesinato. A Susan le encantaba hablar del asesinato. «Cuanto más lo haces, más te gusta.» Solo con mencionarlo parecía emocionarse. Riéndose, habló a Ronnie de un hombre cuya cabeza «cortamos», bien en el desierto o bien en uno de los cañones.
También aseguró a Ronnie: «Hay once asesinatos que jamás resolverán». E iba a haber