muy importante el debate sobre la racionalidad de la ciencia que se viene manteniendo desde mediados del siglo xx, especialmente con la aparición en 1962 del clásico de Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas. Este libro supone una ruptura con el modelo de racionalidad logicista y algorítmica que hasta entonces se asociaba con la ciencia. Si aceptamos esta visión de la racionalidad científica, entonces la práctica, incluida la práctica política, pasa a ser o mera ciencia aplicada o mera irracionalidad. La ruptura del modelo de racionalidad logicista iniciada por Thomas Kuhn constituyó una oportunidad para la reconsideración de las relaciones entre la ciencia y otras esferas de la vida humana. Pero, evidentemente, también se corría un riesgo, a saber, que una vez abolida una cierta idea de racionalidad, se considerase abolida la racionalidad como tal. Se corría el riesgo de una deriva irracionalista. Kuhn mismo, como es bien sabido, ha sido considerado por algunos como un irracionalista. También Popper ha recibido acusaciones en el mismo sentido. No es éste el lugar para entrar a fondo en la procelosa polémica de la racionalidad. Tan sólo quiero poner de manifiesto que, según mi percepción, en los últimos años los filósofos de la ciencia han ido elaborando, desde posiciones de partida bien dispares, un modelo de racionalidad que aproxima mucho la ciencia y la política, un modelo menos logicista, no-algorítmico, pero alejado también del polo irracionalista, un modelo de racionalidad que recuerda mucho lo que tradicionalmente se ha tenido por sensatez política. Las tres grandes ramas de la filosofía de la ciencia del siglo xx, la neopositivista, la kuhniana y la popperiana, a pesar de sus innegables diferencias, se han ido orientando en los últimos años hacia la búsqueda de un tipo de racionalidad –permítaseme aquí la jerga política– moderada o centrista. Al mismo tiempo, según ha señalado Ambrosio Velasco, las tradiciones naturalistas, 15 dentro de las que podemos situar las tres ramas recién nombradas, y las tradiciones hermenéuticas, siempre más orientadas hacia las ciencias sociohistóricas, también han vivido un proceso de convergencia en la búsqueda de un modelo de racionalidad aceptable. Todo ello facilita la confluencia del pensamiento científico y el político.
Explorando el territorio
A continuación, me centraré en la exposición de lo que podríamos considerar contenidos propios para una filosofía política de la ciencia. Parece haber dos grandes zonas dentro del territorio. En una de ellas encontraríamos problemas sociopolíticos internos, propios de las comunidades científicas. En este punto quizá sea adecuado recuperar la vieja expresión de la "república de los sabios". Como cualquier república debería estructurarse social y políticamente de modo que resultasen favorecidos sus objetivos propios, las finalidades propias de la actividad científica, es decir, la producción de conocimiento riguroso y objetivo, así como la difusión y aplicación del mismo como contribución al bien común. Se nos planteará, sin duda, al hilo de estas consideraciones, la cuestión de los valores. Podríamos preguntarnos si los valores epistémicos y los de carácter prácticos están más o menos conectados, o incluso si pueden los unos ser reducidos a los otros. En mi opinión están íntimamente conectados, dependen los unos de los otros, pero no es adecuada la simple reducción de –por ejemplo– la verdad o la objetividad a consenso justo. Aunque un consenso justo deba ser tomado como síntoma o indicio de verdad u objetividad, no puede ser aceptado como criterio, y mucho menos como definición de verdad o de objetividad. Si valores prácticos de orden social y político, como pueden ser la igualdad de oportunidades, la justicia en la distribución de recursos y reconocimientos, la libertad de expresión y de crítica, una cierta racionalidad comunicativa que permita un intercambio de pareceres equitativo, etcétera, si estos se protegen y potencian dentro de la comunidad científica, es probable que los valores epistémicos de coherencia, simplicidad, precisión, objetividad e incluso verdad, salgan favorecidos. En correspondencia, si no es sobre una base epistémica sólida, difícilmente se podrá juzgar con justicia en aspectos prácticos. Esto supone a un tiempo mantener una cierta separación conceptual entre los dos tipos de valores, aunque en la práctica se exijan mutuamente.
La otra gran zona de investigación tiene que ver con las relaciones entre la comunidad científica y la sociedad en general. Por más que la imagen de la república de los sabios resulte atractiva, también tiene sus defectos y limitaciones. Para empezar, suena un tanto inmodesta, y contraria al espíritu científico, la calificación de sabios. Pero, sobre todo, es que la comunidad científica no es una auténtica república soberana, ni debe serlo, sino una parte de un complejo entramado de relaciones sociales, un subsistema dentro de la sociedad en general. La teorización de las relaciones entre la ciencia y otros subsistemas sociales parece un tema apropiado para la filosofía política de la ciencia. Hablamos de las relaciones de la tecnociencia con sistemas educativos, sanitarios, económicos, con los medios de comunicación, con el propio sistema político, etc. En cada uno de estos puntos se presentan interesantes cuestiones que reclaman la atención del filósofo. 16 Aquí emerge de nuevo la cuestión de los valores, pero ahora bajo el prisma de la convivencia social entre los valores de las distintas esferas, del respeto que la ciencia debe tener a los valores de otros subsistemas y que debe reclamar para los propios.
En este contexto se plantea el problema de la inserción de la tecnociencia en una sociedad democrática, el delicado problema de equilibrio entre autonomía y control. Sabemos que en las relaciones entre la ciencia y el poder político se han dado, y se dan, extremos que deberían ser evitados. Desde la manipulación partidista de la ciencia hasta el intento de poner directamente la ciencia al timón de las decisiones políticas. Existe ya una buena cantidad de literatura filosófica que denuncia la transformación indebida de la ciencia o de la técnica en ideologías. Esta ideologización ha dado lugar respectivamente al cientificismo y al tecnologismo. De ahí a la llamada colonización del mundo de la vida por parte de la tecnociencia, hay tan sólo un paso. En parte la filosofía política de la ciencia se ha desarrollado como una crítica al cientificismo, al tecnologismo y a la colonización que a partir de estas ideologías se produce. Pero, al hilo de estas críticas también han aparecido posiciones extremas de sentido contrario, que recelan de la tecnociencia y piden la simple equiparación a efectos políticos de todas las tradiciones respetables –por respetuosas– que coexisten en una sociedad libre. Esto tendría efectos inmediatos sobre el sistema educativo, sanitario, económico y otros muchos. El reto es muy sólido y provocativamente planteado en los textos de Paul Feyerabend. 17 Este autor emplea como unidades de análisis las tradiciones. La ciencia sería una de ellas. Es cierto que un racionalismo demasiado estrecho ha despreciado la tradición como fuente de conocimiento y las tradiciones como unidades de análisis útiles en filosofía de la ciencia. Pero puede resultar también un exceso el tomar las tradiciones como entidades perfectamente delimitadas y encapsuladas. Desde mi punto de vista es difícil dar respuesta al reto de Feyerabend si uno acepta como principal unidad de análisis social la tradición, relegando a segundo plano a las personas individuales y a la familia humana en su conjunto. Si pensamos, por el contrario, en la ciencia no como una tradición cerrada en sí misma, sino como una actividad enraizada en el sentido común, y si reconocemos el derecho de cada persona a disponer de lo más valioso del patrimonio de la humanidad, con independencia de la tradición y de la etnia, entonces, la respuesta al reto de Feyerabend se hace posible. El debate, así planteado, linda ya con una de las más importantes polémicas de la filosofía política actual, la que sostienen comunitaristas e individualistas.
Señalaré, por último, el interés que puede tener un estudio histórico conjunto del pensamiento político y científico. Es una cuestión debatida si la ciencia y la democracia se han apoyado mutuamente en distintos momentos históricos, si ambas son independientes, o si, incluso, la ciencia florece especialmente en sociedades no democráticas. Las interpretaciones históricas en este terreno son de lo más dispar. Citaré alguna tan sólo a título de ejemplo. Según Geoffrey Lloyd, la importancia que entre los atenienses tuvo la discusión política en el Ágora, favoreció y se vio favorecida por el desarrollo de la ciencia y la filosofía. También Karl Popper sostiene que se ha dado una suerte de paralelismo y reforzamiento mutuo entre