Es necesario recobrar sobre mis sentidos el imperio que pierdo. La adversidad es la que hace los héroes!
Quise llamar; no habia campanilla: apercibí un boton de cobre que empujé á la ventura. De repente apareció Zambo, como esos diablos que salen de una caja, y sacan la lengua al saludar.
—Fuego, grité, traed me fuego, quiero una gran lumbre en la chimenea.
—¿El amo no tiene fósforos? dijo Zambo, mostrándome los avíos de encender sobre la chimenea. ¿El amo no puede agacharse? agregó con tono irónico. En seguida dando vueltas á un tornillo en la parte inferior de la chimenea y aplicando un fósforo á la leña de fundicion, hizo rutilar mil lenguas de fuego.
—¡Es permitido, ¡buen Dios! esclamó al salir, incomodar al pobre negro que está tomando el sol?
—Pueblo salvaje, murmuré yo, aproximándome al fuego y reanimándome al sentir su calor suave é igual; pueblo salvaje, que no tiene ni palas, ni tenazas, ni fuelles, ni carbon, ni humo; pueblo bárbaro que no conoce siquiera el placer de atizar el fuego. Dar vueltas á un tornillo para encender, estinguir ó arreglar el fuego, es verdaderamente la obra de una raza sin poesía, que no deja nada á lo imprevisto, y que tiene miedo de perder un minuto, porque el tiempo es dinero.
Luego que me hube alentado, pensé en mi tocador. Tenía delante de mí, una mesa de jacaranda atestada de cabezas de cisnes de cobre y de otros adornos de mal gusto; pero adornada de esas porcelanas inglesas que regocijan la vista por la riqueza del colorido y del dibujo. Habia sobre esta mesa, y en profusion, cepillos, esponjas, jabones, vinagres, pomadas, etc., pero ni una gota de agua. Oprimí de nuevo el boton; Zambo entró mas atufado que á la salida.
—Agua caliente y fria para vestirme; pronto, estoy de prisa.
—Esto es demasiado, esclamó Zambo; el amo no puede dar vueltas á la llave del agua fría y á la llave del agua caliente que están en el rincon? Palabra de honor: esto es echarlo á uno; mi no puede continuar sirviendo á un amo que no vé jota. Y salió dándome con la puerta en los hocicos.
—Agua caliente á todas horas y en todas partes, es cosa cómoda; pero es el invento de un pueblo que no piensa mas que en su confort; gracias á Dios, nosotros no hemos llegado á este punto. Pasarán un siglo ó dos antes que la noble Francia descienda á este esmero de molicie, á este aseo afeminado.
Nada refrezca tanto las ideas, como el hacerse la barba. Despues de haberme afeitado, me encontré otro; comencé hasta á reconciliarme con mi cara larga y mis dientes de adelante. Si tomara un baño, dije para mis adentros, acabaria de calmarme,—podria afrontar, con mas coraje, la vista de mi mujer y de mis hijos: ¡ay de mí! quien sabe si no están mas cambiados que yo!
Llamé:—Zambo se presentó de nuevo, con el rostro descompuesto.
—Amigo mio: ¿dónde hay un establecimiento de baños en la ciudad? Enseñadme el camino.
—Un establecimiento de baños, amo, ¿para qué?
Me encojí de hombros.—Imbécil, para bañarse, por lo menos.
—El amo quiere tomar un baño, dijo Zambo, mirándome con una sorpresa mezclada de espanto. ¿Es para eso que el amo me hace venir desde el fondo del jardin?
—Sin duda.
—Esto es demasiado, gritó el negro tirándose de las motas. Cómo! hay una sala de baño al lado de cada dormitorio, y el amo hace subir á Zambo para decirle: “Mi amigo, ¿dónde puede uno bañarse?” No se burla uno así de un americano.
Empujando una puertita oculta bajo la tapicería, el negro me hizo entrar en un gabinete elegante, donde habia una bañadera de mármol blanco.
—Vamos, Zambo, murmuré con tono furioso y cómico á la vez, dá vuelta la llave para el Amo: llave del agua fria, llave del agua caliente; revuelve el baño, pon las sábanas á calentar; haz de nodriza, Zambo; el amo no sabe servirse de sus manos.
No tenía otra cosa que hacer sinó callarme, dejaba á Zambo exhalar su furia y no queria que me sacara la lengua; pero, en mis adentros, maldecia estas horribles casas americanas, moradas insociables, verdaderas prisiones, de las que no se puede salir, puesto que en ellas se encuentra á la mano, todo lo que en Paris tenemos el placer de ir á buscar fuera de casa, á mucho precio, es cierto, pero muy lejos.
CAPITULO IV.
En casa.[10]
Una vez fuera del baño sin haber conseguido calmarme, descendí muy pensativo la escalerita que conduce al piso bajo. ¿Qué habian hecho de mi casa? ¿Bajo qué máscara iba yo á encontrar á mi familia? Entré al comedor, no habia nadie; pasé al salon, ni un alma. Mientras esperaba, me entretuve en mirar las dos habitaciones, con el objeto de habituarme al aspecto de mi nuevo alojamiento.
El comedor, además del alfombrado, tenia por único adorno un viejo y pesado aparador de jacarandá cargado de tasas de la China y de teteras de metal inglés, mas brillante que la plata. En frente al armario, habia tres grabados mediocres. Al centro, Penn tratando con los indios bajo el álamo de Sthakamaxon; á la derecha el retrato de pié de Washington con su caballo y su negro; á la izquierda, la imájen del soberano pro-tempore, el honrado y viejo Abád, en otras palabras, el honorable Abraham Lincoln, antiguo constructor de cercados,[11] presidente, hoy dia de los Estados Unidos.
¡Hé ahí, esclamé, los jénios protectores de mi nuevo hogar, del hogar de un francés educado en el culto de la fuerza y del éxito! Un cuácaro pacífico, un jeneral que pudiendo ser emperador del Nuevo Mundo, se rebaja hasta el punto de ser el primer majistrado de un pueblo libre, un artesano que llega á ser abogado á fuerza de trabajo, y por casualidad.—Presidente de su pais,—tales son los héroes de la América. En esta tierra semi-salvaje la moral de los paisanos es la misma de los grandes hombres. ¿Qué puede esperarse de una nacion que tiene semejantes preocupaciones? ¡No es ella, por cierto, la que le dará un César al mundo! En la sala habia un piano de palisandra, un escritorio recargado de papeles y una biblioteca llena de libros. Tres ó cuatro Biblias figuraban entre las obras de Francisco Quarles, de Bunyan, de Jeremías Taylor, de Law, de Jonathan Edwards, de Channing, toda jente muy honrada sin duda; pero cuyos nombres leia por vez primera. No pasé adelante: la teolojía me desagrada hasta en las noches de insomnio. Seguian algunos historiadores y moralistas, Franklin, Emerson, Marshall, Washington-Irving, Prescott, Bancroft, Lothrop-Motley, Tiknor; á continuacion algunos romances sérios, y una multitud de poetas ingleses, americanos, alemanes, y hasta españoles. ¿Y la Francia dónde estaba? Ay! por todo representante de la patria no encontré mas que un Telémaco, con la pronunciacion figurada ó mas bien desfigurada en inglés. Y pensar que un dia para celebrar quizá el natalicio de su padre, mi hija, mi querida Susana, me recitaria con sus lábios seductores el: Calepso ne povait se connsolére diou départe d’Youlis! Despechado arrojé el libro y pasé al jardin: era un pedacito de tierra rodeado de cuatro paredes, cubiertas de yedras y madreselvas; sembrado de lilas, rosales y flores desconocidas; en el fondo habian un invernáculo pequeño y un kiosco chinesco; abrigo cómodo para tomar el té, fumar un cigarro ó contemplar las estrellas. En el jardin no habia nadie, si se esceptúa á Zambo, tendido como una estátua de bronce sóbre una mesa de mármol blanco. El negro roncaba con el rostro vuelto hácia el sol y cubierto de moscas, descansando de las crueles mortificaciones que yo le habia causado. El bribon se aprovechaba de estar á mi servicio, para no hacer nada y dormir á pierna suelta.
Comenzaba á intrigarme este paseo solitario en los dominios de la Bella del Bosque durmiente; iba á despertar á Zambo para tener el placer de reñir con un cristiano, cuando escuché voces que salian del bajo piso, ó como dicen los Franco-Americanos en su patria, del basement, palabra que faltará durante mucho tiempo al diccionario de la Academia.
Despues de haber descendido algunos escalones, apercibí al fin en una espaciosa cocina á dos mujeres, que no sintieron el ruido