Edouard Laboulaye

Paris en América


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      —Hé aquí un borrador, dijo Jenny, pasándome con el orgullo de una madre un papel lleno de palabras sub-rayadas, de interjecciones, de pausas y de esclamaciones.

      El título, escrito en grandes caractéres, me pareció mas respetable que claro.

      De la moralizacion de las mujeres, consideradas como educadoras del jénero humano.

      —Cuélgate, Querubin, esclamé yo; ¡el mundo se acabará á fuerza de virtud! A los diez y seis años, si en algo pensábamos nosotros, no era por cierto, como el señor mi hijo, en la moral....

      —Amigo mio, me dijo Jenny.... Su voz me detuvo de golpe, y tan á tiempo que me mordí la lengua á la mitad de una palabra, y me sentí ruborizar á pesar mio.

      —Amigo mio, continuó mi mujer, que no se habia apercibido de mi turbacion: creo que se prepara un cambio en la situacion de Enrique. Todos los dias me repite, que hace mucho tiempo que está á nuestro cargo y que esto debe fastidiar al gobernador....

      —¿Qué significa eso de gobernador?

      —¿No lo sabeis? es el nombre amistoso que nuestros hijos dan á su padre. En dos palabras, Enrique quiere tomar una profesion.

      —Paciencia, señora Smith, tenemos tiempo. Ese cuidado me toca á mí.

      —Amigo mio, nuestro hijo ha cumplido ya diez y seis años: todos sus camaradas tienen una posicion, es necesario que se abra camino. Conversad con él sobre esto: tiene completa confianza en vos, y nadie puede dirijirlo mejor.

      Púseme á pasearme de un lado á otro, mientras mi mujer miraba por la ventana, si volvian ya nuestros hijos.

      ¡Oh hijo mio!—decíame yo,—si, el cuidado de establecerte me pertenece. Hace mucho tiempo que todo lo he dispuesto para tu éxito. No fué inútilmente que diez y seis años há, escojí para padrino tuyo á mi amigo Regelman, entonces subjefe; y hoy dia jefe de oficina en el Ministerio de Hacienda, Seccion de Aduanas. Si, mi querido Enrique, de antemano, sin saberlo tú, eres candidato para pretender el supernumerariato del Ministerio de Hacienda. Dentro de dos dias serás bachiller; y dentro de tres años, si pasas felizmente tres ó cuatro concursos y eres protejido vigorosamente, tu Marcellus eris!—Te veo ya, sub-jefe, á los treinta y cinco años, disfrutando de dos mil cuatrocientos francos, y condecorado como lo fué tu padrino; te veo como tu modelo, dulce, humilde, político, complaciente con tus jefes; severo, tieso, majestuoso con tus subordinados; y elevándote de grado en grado hasta la direccion del personal. A los cincuenta años, si nada engaña á la orgullosa ilusion de un padre, tu serás el terror y la esperanza de diez mil fracs verdes. ¡Qué fortuna! ¡y qué porvenir!

      —Ahí está Enrique, esclamó mi mujer, que habia permanecido en la ventana. Conversa con M. Green.—Estoy segura que le pide un buen consejo,—algo mas quizá.

      —¿Qué decis, querida mía?—¿Green, el especiero? ¿Mi hijo conversa con esa jentuza?

      —¡Jentuza! replicó mi mujer con aire de sorpresa. M. Green es un hombre honrado, un buen cristiano, respetado universalmente. Vale trescientos mil dollars, y hace el mejor uso posible de su fortuna que debe á su trabajo.

      ¡Perfectamente! esclamé yo. Bienaventurado pais en donde los especieros son millonarios, dan consultaciones como los abogados, sino dan colocaciones, como los ministros. Solicite pues, mi hijo, á S. E. el Sr. de las ciruelas en conserva y de la Melaza. Pero, llamad á Susana; supongo que no espera nada del honorable M. Green.

      —Susana, está en su leccion de hijiene y de anatomía.

      —De anatomía, ¡gran Dios! Mi hija, á los diez y nueve años, aprende anatomía—¡Si tambien disecará!

      —¿Qué teneis, amigo mio?—repuso mi querida mujer, con una tranquilidad que me volvió el alma al cuerpo. Susana tendrá hijos algun dia. ¿Quereis que los crie y los cuide á tientas, sin conocer su constitucion? ¿No habeis repetido cien veces en su presencia que el estudio del cuerpo humano, hace parte indispensable de toda buena educacion?

      —¿Cual es el médico á cuya prudencia se confia el cuidado de enseñarla anatomía á las jóvenes?

      —Es la señora Hope, una de nuestras celebridades médicas.

      —¡Mujeres médicos! ¡Oh Moliére! ¿donde estás? Qué ¿en este pais hecho al revés de los demas, no son los hombres los que cuidan á nuestras madres, á nuestras esposas é hijas? Son tambien mujeres las que partean á las señoras de la buena sociedad? Eso no se hace en parte alguna; eso es indecente, señora Smith,—¡indecente!

      —Yo hubiera creido lo contrario, amigo mio; pero vos sabeis mas que yo. ¿De manera que si alguna vez nuestra hija tuviese una de esas indisposiciones, graves ó no, que una mujer en su pudor se atreve apenas á confesarse á sí misma, querríais mas bien que se llamára á un médico?

      —Nada de eso; me comprendeis mal, querida mia. Queria decir solamente que hay antiguas prácticas que son respetables como todos los viejos errores. Es decir.... no; otro dia os esplicaré eso. ¿Quién acompaña á Susana á esa leccion de anatomía?

      —Nadie.

      —¿Cómo nadie? ¿Mi hija que solo tiene diez y nueve años y es bella como un ánjel, recorre las calles sola y sin un acompañante de respeto?

      —¿Por qué no ha de hacer ella lo mismo que sus compañeras? ¿Qué peligro puede amenazarla? ¿Os imajinais que haya en América un hombre tan criminal ó tan loco como para faltar al respeto debido á la juventud y á la inocencia? Padres, maridos, hermanos ó hijos, todos los brazos se alzarian para herir al miserable; pero jamás se ha visto en este noble pais semejante indignidad.

      Esas son miserias y vicios que es necesario dejar al viejo continente.

      —Por otra parte, agregó mi mujer con su dulce sonrisa, creo bien cuidada á Susana. Alfredo, el último hijo de M. Rose ha vuelto de las Indias. Le he visto ayer paseándose con su padre y sus ocho hermanos. Nadie me quitará de la cabeza que Susana y él están comprometidos hace mucho tiempo.

      —¡Comprometidos! ¿Mi hija enamorada del noveno hijo de un boticario? ¿Y es su madre la que me anuncia friamente una noticia de ese carácter?

      —¿Por qué no habria de casarse con el que ella ama? me dijo Jenny fijando en mí sus hermosos ojos azulas. Amigo mío ¿no es eso lo que yo he hecho? ¿Me he chasqueado? ¿estais acaso arrepentido?

      —¿Pero qué carrera, qué fortuna posée ese jóven?

      —Estad tranquilo, amigo mio; Alfredo es un caballero. No se casará con Susana mientras no tenga una posicion que ofrecerla. Susana esperará diez años, si es necesario.

      —¿Y la dote señora Smith, habeis pensado en la dote? ¿Sabeis lo que quiere ese jóven galan que compromete á nuestra hija? ¿Sabeis lo que nos es posible hacer y qué parte tendremos que sacrificar de nuestro diminuto haber?

      —No os comprendo, Daniel. ¿Vendemos acaso á nuestra hija? ¿Es necesario pagar á un jóven, á un enamorado, para que se decida á aceptar por compañera, á una jóven encantadora, cuyo aspecto regocija y que es tan buena como bella? ¿Dónde habeis adquirido esas estrañas ideas, que os oigo por vez primera?

      —¡Sin dote! esclamé yo, ¡en un pais donde de la noche á la mañana todo el mundo está de rodillas delante de un dollar!

      —En América, amigo mio, uno se ama, se casa porque ama y es feliz toda la vida repitiéndose el uno al otro que se ha escojido por amor. Cada uno lleva en dote su corazon, y espero que, en una nacion libre, jóven y jenerosa como la vuestra, no se conocerá jamás otro dote.

      —Sin dote, decíame yo, ¡sin dote! Harpagon tenia razon, esto cambia las cosas. El matrimonio no es ya un negocio. Rica ó pobre, la novia estará segura de que la aman, que se casan con ella y no con su dinero. El padre que dé temblando á su hija no tendrá que temer á lo menos, que la entrega á un especulador