mil francos anuales! esclamé, qué bella cosa es el comercio, cuando sale bien! Miré de mas cerca á mi yerno y le encontré cierto aire de jénio. En la frente y en la parte inferior del rostro tenia algo de Napoleon.
Habia olvidado completamente la botica de su señor padre, cuando Zambo nos anunció á Mr. Rose que venia á tomar parte en el regocijo jeneral. Por estimable que fuera el exelente hombre, no era un boticario el suegro que yo ambicionaba para mi hija: habia soñado con un sub-prefecto; pero qué hacer en un pais primitivo que no ha conquistado todavia esa centralizacion que la Europa nos envidia?
Con M. Rose entró M. Green, seguido de Enrique. Reconocí al boticario en ese aire médico que jamás se pierde; pero el especiero con frac negro y corbata blanca era para mí un mónstruo desconocido. Su lenguaje y sus maneras no eran menos raras que su traje. Green, el vendedor de aceite y de café, hablaba con la autoridad y la sangre fria de un hombre que cuenta los millones por los dedos.
—Vecino, díjome, con afectuosa bonhomia, héme aquí medio de la familia por este jóven, vuestro yerno y mi socio. No quedaremos ahí. Enrique ha venido á verme: es un muchacho intelijente y que me agrada. He encontrado una colocacion para él. Alfredo se hace sedentario: no se casa uno para correr el mundo. Necesitamos entre tanto una persona de confianza en Calcuta. He pensado en Enrique, apesar de ser tan jóven. Nunca entra uno demasiado temprano en los negocios. Tres años de residencia en las Indias le formarán. Le daremos una parte, que si él trabaja, subirá de cuatro á cinco mil dollars por año. Vos me confiais un niño, y yo dentro de tres años os volveré un hombre.
¿Qué decis de mi proyecto? ¿os sonríe tanto como á Enrique?
—Oh hijo mio! me dije yo, habia soñado otro porvenir para tí. Quizá este te convenga mas; quizá no tengas ni el jénio de la política, ni la flexibilidad necesaria para elevarte al rango de jefe de oficina. El dado está tirado, serás millonario!
Dí las gracias á Green, quien me dijo al oído:
—Vecino, no pararemos en esto. Conoceis á Margarita, mi duodécima hija, chiquilla encantadora, que ya tiene diez años y el talle redondo como una muñeca. Tengo la idea que dentro de seis ó siete años haremos de ella la señora de Smith. Pensaremos en el jóven y en su fortuna; contad conmigo.
Esto era demasiado! Yo, el doctor Lefebvre, yo un sábio, un bourgeois en mi pais, convertido así en aliado de un especiero, y debiéndole favores!
Es cierto, amo la igualdad: soy francés, y tengo por evanjelio los principios de 1789. Que proclamen esta igualdad y la anuncien en todas partes, lo exijo; que la pongan en nuestras leyes, lo consiento: las leyes no se aplican jamás; pero que se haga descender esa igualdad á nuestras costumbres, nunca! El hombre que no hace nada estará siempre arriba del que se ensucia los dedos trabajando.
Iba á romper el encanto y á rehusar esa fortuna pérfida, cuando por invitacion de mi mujer, cada uno de nuestros vecinos aceptó una tajada de jamon y una taza de té....
—Daniel, me dijo Jenny, estamos todos en la mesa, decid la bendicion.
—Querida mia, estoy tan conmovido que no sé lo que hago.—Ocupad mi lugar y hablad por mi.
—Dios mio, dijo Jenny, bendecid esta casa y á todos los que están en ella. Bendecid sobre todo á los que se alejan, y que entre ellos, Señor, no halleis sino corazones puros y obedientes.
Todos respondieron: Amen, con voz tan sincéra que el curso de mis ideas se trastornó. Miré á mis amigos, á mis hijos, á mi mujer: á Green que con tanta simplicidad hacia la fortuna de mi familia: á Enrique, que á los diez y seis años, con la resolucion de un hombre y el ardor de un niño, queria conquistarse á fuerza de trabajo un puesto en el mundo y no retrocedia ni ante el peligro ni el destierro; á Susana y Alfredo que se amaban con un amor tan tierno y tan puro, á mi mujer en fin, mi buena Jenny, que no se ocupaba sino de los demas, atenta y abnegada, la vida y el alma de la casa, la reina de esta colmena, de donde se escapaba el enjambre!
Y yo, moscardon inútil, que no sabe sino murmurar, me decia, voy á quedar solo en este hogar, animado en otro tiempo por la alegria de Susana y de Enrique. Rose tenía nueve hijos; Green quince: Dios bendice las grandes familias, y cuando queremos ser mas sabios que él, confunde nuestra falsa prudencia, condenándonos al aislamiento que nosotros mismos hemos buscado.
Miraba á mi mujer, jóven todavia, fresca y de una robustez graciosa; y me decia........no recuerdo lo que me decia, cuando Zambo entró, empujando la puerta, con aire asustado y gritando:
—Arrebato! arrebato!—escuchad—llaman á fuego.
CAPITULO VII.
El incendio.
Al primer grito de Zambo, el boticario corrió á la ventana, en seguida volviéndose hácia Green:
—Teniente le dijo, es á nosotros á quienes llaman; el incendio es en la duodécima avenida.
—Sarjento, soy con vos, dijo el especiero levantándose. Doctor, agregó golpeándome en el hombro, alerta! el carruaje no espera.
—Bueno! me dije, viéndolos salir acompañados de Alfredo y de Enrique, hélos ahí que juegan á la guardia nacional. La guardia nacional! es un regalo que la América nos ha enviado con el ciudadano Lafayette, y que nos ha aprovechado lindamente! Corred á esa parada inútil, queridos amigos, y que os haga buen provecho!, por mi parte, me quedo en casa. Qué es ese carruaje de que habla Green? ¿Se imajina él, que yo voy á correr como un papanatas, al espectáculo del incendio en un pais donde, segun dicen, el fuego aparece todos los dias?
Me aproximé á la ventana: torbellinos de humo subian al cielo arrojando chispas. El fuego tomaba cuerpo.
—Lijero, amo, lijero, el carruaje se aproxima, me dijo derepente Marta.
Me dí vuelta: frente á mi estaba Zambo, con una hacha en la mano, y un casco de cuero curtido en la cabeza: Marta tenia una chaqueta de paño negro, y un ancho cinturon jimnástico: era mi uniforme. Yo era bombero!
Bombero! yo! quería protestar contra este nuevo ultraje de la suerte; pero Marta se habia apoderado de mi. En un abrir y cerrar de ojos, me hallé vestido, ceñido, con el casco puesto, armado é izado sobre el techo de un omnibus inmenso que contenia en sus flancos una máquina á vapor, toda humeante. Dos magníficos caballos negros llevaban al galope bomba y bomberos.
—No temas nada, Daniel, gritó Marta, con el brazo levantado, vas á servir á Dios; el Altísimo te arrancará de entre las llamas, como ha salvado á Sidrach, á Misach y á Abdenago, sus servidores.
Esta bendicion bíblica me hizo temblar; olia á quemado.
—Singular idea, esclamé, la de arriesgar su pellejo por desconocidos, cuando podria pagarse á los bomberos.
—Qué es lo que decis doctor, interrumpió una voz ágria que me hizo reconocer á mi vecino Reynard en el attorney[14] Fox.—Ciudadanos, agregó, recitando quizá un viejo alegato, si quereis ser libres, sed vosotros mismos vuestra policia y vuestro ejército. Darse guardianes, es darse amos. Mi querido amigo, continuó en tono natural, ¿dónde habeis tomado esas ideas del otro mundo? ¿no sois amigo de la libertad?
—La libertad ante todo! me apresuré á contestar, un poco avergonzado de mi debilidad. Correr al socorro de sus conciudadanos es un deber y un placer que no cedo á nadie; tengo orgullo en ser bombero!
—Menos que Green, querido vecino, respondió el hombre cara de zorro. Ese sí que vá contento al incendio! El es diabólicamente fino, agregó hablándome al oido; devilish smart, repitió cuatro veces, guiñándome el ojo, y haciéndome señas con la nariz y la barba.
Abrió su tabaquera, suspiró y tomando dos veces lentamente tabaco: Nuestro Capitan, dijo, el bravo coronel Saint-John