cuerpo a Dolores. Su imagen de entonces podría haber servido para un anuncio de buena salud, con esos mofletes siempre sonrosados, con ese rostro redondo y saludable, como un pan recién cocido y unas rodajas de tomate.
Pero también el carácter las diferenciaba: una era valiente y la otra no. Una era muy fuerte y la otra no.
Discutían mucho por ello y nunca se ponían de acuerdo.
—Tú eres más valiente que yo –razonaba Catalina–. No temes a nada: ni a los caballos, cuando se espantan; ni a las vacas, cuando se empeñan en alejarse; ni te asustan los ruidos del bosque, ni las culebras que hay entre las rocas, ni la tormenta...
—Te equivocas –le replicaba Dolores–. Eres tú mucho más valiente, porque no temes decir lo que piensas ni hacer lo que sientes.
—Eso no es valentía.
—Eso es la valentía verdadera, que nada tiene que ver con guiar a las vacas, matar una culebra o reírte del canto del búho en medio de la noche. Tú eres más valiente porque no te tiembla la voz cuando dices en voz alta tus pensamientos.
—No, no y no –Catalina se negaba a aceptarlo–. Tú eres mucho más valiente porque eres más fuerte.
—Yo puedo levantar sin esfuerzo un caldero de los grandes lleno de agua y partir leña con el mismo ímpetu que un hombre –razonaba Dolores–. Mi fuerza está en los brazos, pero la tuya está aquí.
Y le señalaba la frente.
Cuando se cansaban de discutir solían quedarse un rato ensimismadas, pensando en todas las cosas que se habían dicho. Luego, Dolores rompía el silencio pronunciando siempre la misma frase, que era una pregunta que formulaba con un atisbo de inquietud:
—¿Seremos siempre amigas, Catalina?
—Siempre.
—¿Aunque tú te marches del pueblo?
—¿Por qué había de marcharme?
—No sé, pero lo harás.
—Yo nunca he pensado hacerlo.
—Tú eres valiente y no temes lo que puedas encontrarte fuera de aquí. Yo soy cobarde, y me asusta.
—Aunque me vaya seguiré siendo tu amiga.
—¿Aunque pasemos mucho tiempo sin vernos?
—Sí.
—¿Años?
—Sí.
Pensaba en aquella conversación y se le ponían los pelos de punta. Entonces no podía ni sospechar que las preocupaciones de su amiga pudieran tener una base tan sólida, que fueran como un presagio. Pero cuanto más pensaba en ello, cuantos más detalles recordaba, se daba cuenta de que todo lo que Dolores le había advertido se había cumplido inexorablemente.
—No debes salir con ese chico –le había dicho en una ocasión, refiriéndose a Emilio.
—¿Por qué?
—Porque no se casará contigo.
—No me importa –le respondió despechada Catalina.
—¿Cómo puedes decir eso? –Dolores parecía escandalizarse–. ¿Cómo puedes salir con un hombre sabiendo que no se casará contigo?
Al final, Dolores conseguía que la confusión se apoderase de Catalina, y que dentro de su mente unos pensamientos comenzasen a luchar contra otros, levantando un sólido muro amalgamado con dudas, miedos, incertidumbres, desesperanzas... Tenía entonces la sensación de que un mal sino pesase sobre su cabeza y sobre su conciencia.
Pero se reponía al instante. Derribaba el muro de un manotazo y sonreía a Dolores. En esos momentos se daba cuenta de que la amiga tenía algo de razón: dentro de su cuerpo menudo se agitaba una fuerza muy poderosa.
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