Alfredo Gómez Cerdá

Noche de alacranes


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ocasionaban los destrozos de sus escasas pertenencias.

      Cuando se cansaron de romper, uno de los guardias se acercó a ellos y, pistola en mano, les preguntó:

      —¿Dónde están?

      Nadie respondió a la pregunta que el guardia no volvió a repetir. Señaló primero a la madre y luego al hermano. Los demás guardias, a empujones, los obligaron a caminar.

      —Vámonos –gritó el que mandaba la partida.

      —¿Y esta? –uno de los guardias se fijó en Catalina.

      —No ves que es una niña.

      Catalina vio cómo los guardias se alejaban por el sendero formando dos filas. Entre medias caminaban su madre y su hermano. Entonces sintió una congoja muy extraña, que le salía de lo más hondo. Se sorprendióde que algo tan fuerte pudiera caber dentro de su cuerpo. Era una fuerza misteriosa que se agarraba a sus entrañas como un náufrago se aferra a una tabla en medio del océano. Y le dolía mucho aquel estrujamiento que poco a poco se iba extendiendo por todo su ser; el dolor era muy raro y muy fuerte.

      Sentía ganas de llorar, pero de llorar como nunca antes lo había hecho, y de gritar con rabia. Pero no hizo ni una cosa ni otra. Cuando los perdió de vista, entró en la casa y contempló la desolación. Entonces se dio cuenta de que ahora todo dependía de ella. Tendría que recomponer las cosas que aquellos hombres de uniforme habían roto y ocuparse de las tareas de su madre y de su hermano sin descuidar las suyas. Cuando ellos regresasen debían encontrarlo todo como si nada hubiera ocurrido.

      Durante varias semanas cavó la mísera huerta, a pesar de que los dedos se le llenaron de ampollas. Ordeñó la vaca que estaba recién parida y caminó cada día cargada con un cántaro los diez kilómetros que le separaban de la casa del médico de la zona, donde la vendía. Se ocupó de que las gallinas tuvieran algo que picotear y de que a la cabra no le faltase pasto. Preparó a diario la escasa comida y, al poner la mesa, colocaba siempre tres platos y tres cubiertos. Barrió cada mañana la casa. Nunca faltó agua fresca en las tinajas. Incluso, una tarde, a la caída del sol, cogió la caña de su hermano y se fue a pescar como él hacía; regresó con una trucha, un remojón y una satisfacción difícil de explicar. Si por la noche oía aullar al lobo, salía de casa envuelta en una manta con una estaca que apenas podía sostener entre las manos y permanecía vigilante, sin dejar que el miedo se apoderase de ella.

      Un mes después, mientras unas patatas terminaban de cocer en la olla con media docena de vainas y unas hojas de laurel, por la ventana entreabierta le pareció descubrir algo. Salió corriendo de la casa y se plantó en medio del sendero. Al descubrir las figuras de su madre y de su hermano, la embargó un enorme sentimiento de felicidad. Quería gritar de alegría, reír, saltar, correr hacia ellos, abrazarlos... Pero volvió a contenerse. Quizá por primera y única vez en su vida se preguntópor qué era así, por qué toda la gente de aquella tierra contenía sus emociones y sus impulsos. No podía explicarlo, ni siquiera compartirlo; pero era consciente de que ella pertenecía también a aquella tierra de costumbres tan rudas.

      Los dos habían adelgazado, a pesar de que ya estaban muy delgados cuando se los llevaron los guardias. El hermano tenía la cara amoratada y el labio inferior partido, cojeaba visiblemente al andar, como si le costase apoyar uno de sus pies en el suelo. La madre no tenía señales visibles de violencia, pero su aspecto estuvo a punto de hacerle perder el sentido: le habían afeitado totalmente la cabeza y la habían obligado a caminar así hasta su casa, sin una miserable tela con la que poder cubrirse, como un animal marcado con un hierro candente.

      Al llegar a su altura, la madre y el hermano se detuvieron un instante. Cruzaron una fugaz mirada. A pesar de todo, Catalina sentía una inmensa satisfacción por volver a tenerlos en casa.

      —La comida está preparada –les dijo.

      5

      Sostenía la taza de tila entre sus manos como si se tratase de una deslumbrante piedra preciosa. La envolvía con sus dedos para retener el calor que se extinguía poco a poco. Fue a beber de nuevo y se dio cuenta de que estaba vacía. La dejó entonces sobre la mesa y pensó si sería conveniente meterse en la cama o permanecer un rato más en la butaca, aguardando la llegada del ansiado sueño.

      Muchas noches se había quedado dormida en la butaca. De pronto, empezaba a sentir una placidez que la envolvía y que relajaba todo su cuerpo, como un masaje muy suave, casi imperceptible. Comenzaba a pesarle la cabeza más de la cuenta y los párpados se cerraban a su antojo, sin pedirle permiso. Entonces se entregaba como una amante sumisa y dejaba que el sueño la abrazase con pasión y dulzura. Todo se borraba en su mente, como si una ola del mar diluyese la tinta con la que estaba escrita su propia vida.

      Decidió esperar un rato en la butaca, hasta que la tila y el licor le hicieran efecto. Pero algunos síntomas comenzaban a desasosegarla. La noche estaba llena de sonidos y, lo que era peor, ella podía oírlos: unos pasos en el piso de arriba, el televisor de algún vecino a demasiado volumen, la mala digestión de alguna cañería, un mueble de madera que bosteza, un crujido misterioso, algo que parecía haberse caído... Desde muy pequeña había constatado que la noche es el lugar de los sonidos; al contrario que el día, que es el lugar del ruido.

      Ruido era lo que se había formado al terminar el acto en el instituto. Al aplauso entusiasta y generoso de los zagales, había sucedido un enorme barullo que nadie podía controlar. La rodearon por todas partes y le ofrecieron papeles, cuadernos, libros de texto... Cualquier cosa valía para que ella les estampase su firma, como si se tratase de un futbolista de moda o un cantante famoso.

      Con gran esfuerzo, Julio Cega y otros profesores consiguieron que los muchachos al menos formasen una fila ante la mesa de Catalina.

      —Si te molesta firmarles un autógrafo, o si estás cansada... –comenzó a decirle Julio.

      —No, no –replicó ella–. Nunca me había pasado algo

      así. Les firmaré ese autógrafo, aunque no sé qué de

      monios harán con él.

      Y mientras firmaba un autógrafo en las guardas de un libro de Matemáticas a un zagalón de cerca de dos metros de estatura que la miraba con la boca abierta, sintió el primer fogonazo de un flash. Giró la cabeza y descubrió a dos hombres con grandes cámaras fotográficas, que la apuntaban desde todos los ángulos disponibles.

      —Son de la prensa –le aclaró Julio.

      Pensó que nunca le habían hecho tantas fotografías juntas en su vida: primero, mientras firmaba pacientemente los autógrafos; luego, caminando por los pasillos y el vestíbulo del centro, flanqueada por la directora y Julio; por último, en el despacho de la directora, donde le hicieron varias entrevistas.

      ¿Qué valoración puede hacer de este acto?

      ¿Qué le parecen los jóvenes de ahora?

      ¿Se siente feliz por haber regresado a su tierra?

      ¿Han cambiado mucho las cosas en los últimos años?

      Montones de preguntas que solo invitaban al tópico, nunca a la reflexión, ni a la crítica, ni tan siquiera a hurgar entre los recuerdos.

      Al despedirse de los periodistas, mientras les estrechaba la mano afectuosamente, les hizo un ruego:

      —Creo que me habéis sacado cientos de fotografías. Si mañana vais a publicar alguna en vuestros periódicos, elegid una en la que haya salido, si no guapa, por lo menos favorecida. Aunque no lo parezca, siempre he sido un poco presumida.

      Le hicieron gracia sus propias palabras y rió de buena gana. Su risa fue secundada por todos los presentes y los periodistas tomaron buena nota de sus deseos.

      Recordar aquel momento le hacía sonreír. No había mentido a los periodistas: siempre había sido presumida, desde niña, aunque nadie se hubiera dado cuenta de ello. Ahora, al cabo de los años, se encendía otra vez aquella llama y volvía a preocuparse por su aspecto.