Alfredo Gómez Cerdá

Noche de alacranes


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ya, confiaba en poder regresar con el cesto lleno. Abandonó pronto el camino y tuvo que abrirse paso entre helechos y espesos escobedos. Poco a poco, se fue dejando tragar por el bosque. Y a pesar de que no era tan recia como otras y de su carácter más bien asustadizo, en el bosque se movía a sus anchas, como un trasgo que hubiera nacido en aquellos robledales inmensos, o sobre las rocas a las que se aferraba el musgo y entre las que serpenteaba el río, cada vez más impetuoso.

      Como esperaba, llenó el cesto de fresas silvestres, aunque no sin esfuerzo, pues alguno de los lugares que conocía ya había sido pelado, quizá por algún animal, quizá por algún ser humano. Pero su intuición no le falló y finalmente encontró lo que deseaba.

      Sudorosa, pues agosto se mostraba implacable, decidió regresar. Pero entonces recordó que se encontraba cerca de una pequeña tabla que formaba el río después de precipitarse desde unas peñas. Era el lugar ideal para refrescarse un poco. Decidió acercarse hasta allí y se arrodilló en la orilla. El agua casi parecía remansada. Acercó su rostro y sus manos a la superficie del agua, con intención de remojarse, y entonces se dio cuenta de que ante sí tenía un inmenso espejo, mucho más grande que el que su madre había convertido en añicos.

      Durante un buen rato contempló el reflejo de su propio rostro y pensó que no era feo ni desagradable y, aunque algo infantil, no era el de una niña. Entonces, sin poder explicarse los motivos de su reacción, se quitó toda la ropa y contempló su cuerpo.

      Sí, estaba delgada, muy delgada, se le podían contar todas las costillas. Los huesos de los hombros y de las caderas se le notaban demasiado y, además, sus piernas eran dos palitroques. Pero no dejaba de mirarse y de sorprenderse de sus formas. A pesar de todo no era ya una niña, porque dos senos irrumpían con timidez en su pecho y porque un vello ensortijado ocultaba su sexo.

      Se lanzó al agua con decisión y se zambulló entera. Estaba muy fría, pero deliciosa. Sintió cómo seleponía la carne de gallina y cómo sus pezones se endurecían. Como no sabía nadar, chapoteó para entrar en calor. Entonces pensó en Emilio y le pareció lógico que se hubiera fijado en ella, lo mismo que ella se había fijado en él. Ya no era una niña, a pesar de que su cuerpo no quisiera desarrollarse al ritmo que dictaba la madre naturaleza.

      Se tumbó sobre una roca lisa para secarse. La roca estaba tibia y, a pesar de su dureza, resultaba muy agradable. El calor que desprendía la propia roca se juntaba con el del sol y, entre ambos, conseguían una sensación placentera.

      A Catalina le sorprendió comparar aquella sensación que estaba experimentando con la que había sentido la tarde anterior, bailando una y otra vez con Emilio. Le dieron vergüenza sus propios pensamientos y se dijo que no tenía nada que ver una cosa con la otra.

      Se vistió despacio y, antes de regresar, volvió a mirarse en el espejo que acababa de descubrir. Con los pelos alborotados, húmedos aún, se encontrómás guapa.

      Su hermano partía leña frente a la casa cuando llegó. Se acercó a él y le mostró el cesto lleno de fresas silvestres. Él dejó el hacha clavada sobre un tronco y cogió un puñado.

      —No vuelvas a acercarte a ese –le dijo de pronto.

      Catalina se quedó cortada, sin saber muy bien a qué se estaba refiriendo su hermano. Cuando adivinó la intención de sus palabras, sacó su genio y le preguntó:

      —¿Y por qué no puedo acercarme a ese?

      —No es de los nuestros. Su padre tiene negocios, tiene dinero.

      —¿Y eso es malo?

      —A lo mejor en otro lugar y en otra época no sería malo, pero aquí y ahora sí que lo es.

      —No te entiendo.

      —Ya lo entenderás cuando te hagas mayor.

      A Catalina le indignaron profundamente las palabras de su hermano. No tanto que se permitiera decirle lo que tenía o no que hacer, como que diese por sentado que aún no era mayor. Ella sola se había ocupado de la casa, de la huerta, de la leche de la vaca... ¡Cómo podía decirle que todavía no era mayor! Que estuviera tan flaca no era culpa suya. Además, acababa de mirarse en el espejo mágico del río y el agua clara le había revelado el secreto: era una mujer, como las demás, o más delgada que las demás; pero una mujer.

      Enfadada, le dio la espalda y se dirigió hacia la puerta de casa, pero la voz del hermano la detuvo.

      —Catalina.

      Volvió la cabeza y lo miró. Vio que la expresión de su rostro había cambiado. Ahora parecía turbado por algo, como si algún asunto lo estuviera recomiendo por dentro.

      —¿Qué ocurre? –preguntó con inquietud.

      —Esta noche me voy –respondió el hermano.

      —¿Te vas? ¿Adónde?

      —Con los del monte.

      Catalina cerró los ojos. Si tenían pocos problemas, a partir de ahora iban a tener otro más.

      —Pero los guardias acabarán matándolos a todos.

      —Prefiero eso antes que vuelvan a llevarme al cuartelillo y... –la voz del hermano se quebró por la rabia–. Al menos allá arriba me sentiré un hombre, no una rata.

      Catalina avanzó hacia él.

      —¿Se lo has dicho a madre?

      —No.

      —¿Se lo dirás?

      —No hace falta. Cuando mañana no me encuentre en casa, ya sabrádónde estoy.

      Luego cogió otro puñado de fresas y comenzó a comer.

      —Están buenísimas –sonrió–. Ya me dirás de dónde las coges.

      —Es un secreto.

      —Muchos secretos me parece a mí que tienes.

      Catalina sintió una enorme tristeza, que venía a sumarse a otras tristezas. Durante los últimos años la vida parecía reducirse a eso: una pena detrás de otra pena, un dolor detrás de otro dolor... Y la cuenta parecía no tener fin. Se preguntó una vez más qué habría ocurrido en aquella tierra, en los límites para ella confusos de su propio país, para que años atrás estallara una guerra que había liberado a todos los demonios, unos demonios que ahora campaban a sus anchas por doquier.

      7

      A la mañana siguiente se despertó temprano. Le extrañó el silencio que reinaba en la casa y saltó de la cama. Corrió hasta la habitación de su madre y la encontró vacía. Tampoco estaba en la cocina, donde el fogón ni siquiera había sido encendido. Se vistió a toda prisa y salió al exterior. Miró a un lado y a otro. Los primeros rayos de sol se filtraban entre las ramas más altas de los árboles y los zorzales reverenciaban con su canto al nuevo día.

      Catalina sintió ganas de gritar, de llamar a voces a su madre y a su hermano. Pero no lo hizo. Algo dentro de ella le decía que en aquella tierra se contenían los impulsos, se ocultaban los sentimientos, se escatimaban las palabras. Y ella, le gustase o no, formaba parte de aquella tierra. Estaba marcada para siempre por ella y por sus costumbres ancestrales.

      Echó a correr por el sendero y, tras el primer recodo, descubrió a la madre. En pie, inmóvil como una estatua, con la mirada fija en el monte, en esa sucesión de montes que parecía no tener fin. Aminoró el paso y se acercó a ella. Sin decir nada, se colocó a su lado y contempló también las montañas. Varios neveros tapizaban las cumbres más altas, donde se arremolinaban algunas nubes, y los bosques espesos cubrían las laderas y los valles por los que se despeñaban los regatos que alimentaban a los ríos. Pensó entonces que no podía existir en el mundo un lugar tan bello. Pero comprendió al instante que no siempre los lugares bellos son los mejores para vivir y que incluso el ser humano no podría subsistir en algunos de ellos. ¿No estaban hechas aquellas cumbres para los osos, los corzos y otros animales? ¿Por qué entonces algunas personas