Alfredo Gómez Cerdá

Noche de alacranes


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en el instante mismo en que Catalina Melgosa franqueó la puerta del salón de actos, como por arte de magia se produjo un silencio sepulcral. Todos los alumnos y alumnas clavaron su mirada en aquella mujer, que podía ser su abuela, y que caminaba de manera un poco cansina, arrastrando ligeramente los pies. Tenía un aspecto diferente a cualquier abuela, o al menos a ellos se lo parecía en esos momentos. Mantenía el cuerpo muy derecho y la cabeza siempre alta. Su pelo, completamente blanco, como de plata, daba un aura especial a su cabeza. No era una mujer gorda, ni de complexión fuerte, pero tampoco hacía honor al apodo que la había hecho tan famosa en otros tiempos: Delgadina.

      Se agarró al brazo de Julio para subir los cinco escalones que la conducirían al escenario. Habían colocado una mesa alargada en el centro, con varias botellas de agua y algunos vasos.

      El jefe de estudios, sin duda con vocación de ingeniero, encendió en esos momentos las luces y conectó la megafonía, que había estado probando una y otra vez para que no fallase. Apretó el interruptor de un micrófono y lo golpeó con suavidad varias veces. Al notar que el impacto del golpe se oía por los altavoces respiró tranquilo y dejó el micrófono con cuidado sobre la mesa.

      Julio condujo a Catalina al centro del escenario, pero no a la mesa, sino a la parte anterior. Con disimulo hizo entonces una seña que todos pudieron ver y, al momento, aparecieron un chico y una chica. Ella llevaba un folio en las manos. Él, un ramo de rosas rojas.

      Con su habitual disposición, Julio cogió el micrófono y se lo entregó a la chica al tiempo que hacía un movimiento afirmativo con su cabeza. Estaba claro que habían ensayado todos los prolegómenos del acto. Al sentir el micrófono en su mano, la muchacha no pudo disimular el nerviosismo, pero no se amilanó y, después de carraspear un par de veces para aclararse la garganta, leyó lo que llevaba escrito en el papel con la voz entrecortada por la emoción:

      —Querida Catalina: todos los profesores y alumnos de este instituto queremos darte las gracias por compartir este rato con nosotros. Es un orgullo y una satisfacción que hayas querido venir. Tu vida es un ejemplo para los jóvenes de ahora, para todos los jóvenes que queremos un mundo mejor, más justo y más libre. Gracias, Delgadina.

      Nada más terminar la lectura, el chico avanzó decidido hacia Catalina y le entregó el ramo de rosas. Ella sonrió a ambos con un gesto que expresaba todo su agradecimiento. Y entonces, sin que nadie hubiese hecho una señal, todos los zagales que abarrotaban el salón de actos comenzaron a aplaudir.

      4

      Regresó al salón con una bandeja sobre la que llevaba una taza humeante de tila, y un platito con un pastel de los que se había traído del instituto. La directora se había puesto pesadísima con los pasteles.

      —Llévatelos, llévatelos...

      Colocó la bandeja sobre la mesa baja, frente a la butaca, y fue a buscar al mueble aparador la botella de licor. La destapó y olió el tapón como si fuera una experta sumiller, a continuación echó un chorrito en la taza de tila. Añadió azúcar y lo removió todo cuidadosamente con la cucharilla. Luego, cogió la taza con ambas manos y se sentó en la butaca. Sentía cómo sus dedos se iban calentando y bebió un sorbo, y luego otro, y otro más.

      Se dejó abrazar por el respaldo de la butaca y clavó la mirada en el ramo de rosas rojas que había metido en un jarrón lleno de agua, con una aspirina para que durasen más. Pensó que la habían agasajado muy bien en aquel instituto, pues le habían obsequiado con dos de las cosas que más le gustaban: las rosas rojas y los pasteles. También le habían regalado una placa dorada sobre una peana de madera, con una inscripción y con su nombre grabado con unas letras muy historiadas. Pero las placas no le hacían mucha gracia, siempre le recordaban las frías lápidas de los cementerios.

      Sin embargo, las rosas eran espléndidas, y además desprendían un olor que se notaba en toda la casa. Desde que era una niña le habían entusiasmado las flores.

      Quizá la culpable de aquella afición hubiera sido su propia madre, que siempre tenía tiempo para liar ramilletes con las flores que iba arrancado de los matorrales que crecían junto a los senderos, de los prados, de entre los pedregales, del bosque, de las orillas del río... Llenaba su mandil con ellas hasta que rebosaba. Al llegar a casa las desparramaba sobre las lanchas del suelo, junto a la puerta, y las iba agrupando. Unas, permanecerían lozanas unos días más, en un jarro con agua; otras, las dejaría secar y luego las guardaría en saquitos de tela.

      Para su madre, las flores no eran solo flores, sino que encerraban en sí mismas todo un mundo de propiedades casi mágicas. A Catalina le fascinaba oírle contar lo que una simple flor, unas hojas, un tallo o una raíz encerraban dentro. Quizá por eso, en muchas ocasiones, la provocaba con sus preguntas, solo por oírla, por embelesarse con su sabiduría.

      —¿Qué flor es esta, madre?

      —Tragapán le decimos por aquí, aunque otros la llaman Narciso. Es mano de santo para la tos ferina.

      —¿Y aquella otra?

      —Azucena silvestre; con sus bulbos, cocidos y aplastados, se hace un emplaste que cura los forúnculos. Y aquella es la achicoria, que afloja las tripas. Con la flor del escardamulos se hace una infusión que cura las dolencias del hígado. Y el arándano alivia los males de orina. Y la ortiga corta la cagalera.

      —Hay plantas para todo, madre.

      —Para casi todo. Si creciera en estos montes una planta que engordase a las personas te la daría a todas horas, que me causa desazón verte en los huesos. Pero está visto que para engordar lo que hace falta es pan, y cuando no lo hay...

      —Pero algunas plantas dan ganas de comer a quien no las tiene, ¿no es verdad, madre?

      —Sería un delito dártelas a ti –la madre negaba repetidamente con la cabeza–. ¿Para qué abrir el apetito cuando no se tiene qué comer?

      —Yo no paso hambre, madre.

      —Comes menos que un jilguero, así estás de delgada. Las tripas se encogen cuando no las echamos comida suficiente.

      —¿Mis tripas se han encogido, madre? –preguntaba Catalina con un poco de preocupación.

      —Las de todos los que vivimos aquí se han encogido, de hambre y miedo, que el miedo también las encoge. Pero las tuyas han encogido más, por eso no engordas ni creces, aunque estás en la edad de hacerlo.

      El recuerdo de la madre se volvía tan nítido en la mente de Catalina, que en algún momento llegó a pensar que, por algún misterioso encanto, estaba hablando con ella en la realidad. Podía verla sentada en una silla, a su lado, mirándola con esos ojos, grandes y claros, que ella había heredado. Unos ojos que hablaban por sí mismos, que eran como una ventana abierta sin visillos ni cortinas que dejaba al descubierto su atormentado mundo interior.

      —Madre –llegó a decir en voz alta.

      Luego se asustó por haber creído en aquel espejismo y, a continuación, sonrió y se llamó vieja un par de veces. Pero no renunció al juego, que le incomodaba y le apasionaba a la vez, y cogió otro pastel. Miró la silla vacía donde había creído ver a su madre y dijo en voz alta:

      —Este por usted, madre. Las tripas son como un acordeón: se encogen, pero también se estiran. Estos pasteles no están tan ricos como las rosquillas que usted hacía en la sartén en ocasiones especiales, esas que te dejaban en la boca un regusto anisado y dulce, pero se dejan comer.

      Pensó que las madres de entonces no eran como las de ahora. Las de entonces callaban siempre, pasase lo que pasase. Eran firmes y duras, como una montaña, y jamás exteriorizaban sus sentimientos y sus emociones, aunque en sus entrañas se cociese la lava de un volcán.

      Así había sido su madre.

      Cuando quería saber qué le bullía dentro de la cabeza, Catalina la miraba a los ojos sin que se diese cuenta y trataba de leer en ellos. Por lo general, lo que descubría le causaba espanto y una gran desazón, sobre todo desde