de subir cada año, y á nuestro arbitrio, el canon de nuestros terrenos, ese afán que en vano he combatido en todos los Capítulos, ¡ese afán nos pierde! El indio se ve obligado á comprar en otra parte tierras que resultan tan buenas ó mejores que las nuestras. Temo que empezamos á bajar: Quos vult perdere Júpiter dementat prius. Por eso no aumentemos nuestro peso; el pueblo murmura ya. Has pensado bien: dejemos á los demás que arreglen allá sus cuentas, conservemos el prestigio que nos queda, y puesto que pronto apareceremos ante Dios, limpiémonos las moscas... ¡Que el Dios de las misericordias tenga piedad de nuestra flaqueza!
—¿De manera que vuestra reverencia cree que el canon ó tributo?...
—¡No hablemos ya más de dinero!—interrumpió con cierto disgusto el enfermo.—Decías que el teniente había prometido al padre Dámaso...
—¡Sí, padre!—contestó Fray Sibyla medio sonriendo. Pero esta mañana le vi y me dijo que sentía cuanto había pasado anoche, que el Jerez le había subido á la cabeza, y que consideraba que el padre Dámaso estaba en igual situación que él.—Y ¿la promesa? le pregunté en broma.—Padre cura, me contestó: yo sé cumplir mi palabra cuando con ella no mancho mi honor: no soy, ni he sido nunca delator; por eso no tengo más que dos estrellas.
Después de hablar de otras cosas insignificantes, fray Sibyla se despidió.
El teniente no había ido en efecto á Malacañan1, pero el Capitán General supo lo ocurrido.
Hablando con sus ayudantes de las alusiones que los periódicos de Manila le hacían bajo el nombre de cometas y apariciones celestes, uno de aquellos le refirió la cuestión del padre Dámaso con colores algo más intencionados aunque en forma más correcta.
—¿De quién lo supo usted?—preguntó Su Excelencia sonriendo.
—De Laruja, que lo contaba esta mañana en la redacción.
El Capitán General volvió á sonreirse y añadió:
—¡Mujer y fraile no hacen agravio! Pienso vivir en paz el tiempo que me queda de país y no quiero más cuestiones con hombres que usan faldas. Es más; he sabido también que el provincial se ha burlado de mis órdenes; yo pedí como castigo el traslado de ese fraile; y bien, le trasladaron llevándole á otro pueblo mucho mejor: ¡frailadas, como decimos en España!
Pero cuando Su Excelencia se encontró solo, dejó de reir.
—¡Ah! ¡si el pueblo este no fuera tan estúpido, les metería en cintura á sus reverencias!—suspiró.—Pero cada pueblo merece su suerte, y hagamos lo que todo el mundo.
Capitán Tiago entretanto concluyó de conferenciar con el padre Dámaso, ó mejor dicho éste con aquél.
—¡Conque ya estás advertido!—decía el franciscano al despedirse.—Todo esto se hubiera podido evitar si me hubieses antes consultado, si no hubieses mentido cuando yo te lo preguntaba. ¡Procura no cometer más tonterías y fíate en su padrino!
Capitán Tiago dió dos ó tres vueltas por la sala, meditabundo y suspirando de repente, como si se le hubiese ocurrido un buen pensamiento, corrió al oratorio y apagó aprisa las velas y la lámpara que había hecho encender para salvaguardia de Ibarra.
—¡Todavía hay tiempo y el camino es muy largo!—murmuró.
1 Palacio del Gobernador General de Filipinas. ↑
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El pueblo
Casi á orillas del lago está el pueblo de San Diego1 en medio de campiñas y arrozales. Exporta azúcar, arroz, café y frutas ó los vende malbaratados al chino, que explota la candidez ó los vicios de los labradores.
Cuando en un día sereno los muchachos se suben al último cuerpo de la torre de la iglesia, que el musgo y las plantas trepadoras adornan, entonces prorrumpen en alegres exclamaciones, provocadas por la hermosura del panorama que se ofrece á su vista. En medio de aquel cúmulo de techos de nipa, teja, cinc y cabonegro2, separados por huertas y jardines, cada uno sabe encontrar su casita, su pequeño nido. Todo les sirve de señas: un árbol, el tamarindo de ligero follaje, el cocotero cargado de nueces como la Astarté generadora ó la Diana de Efeso con sus numerosas mamas, una flexible caña, una bonga, una cruz. Allá está el río, monstruosa serpiente de cristal, dormida en la verde alfombra; de trecho en trecho rizan su corriente pedazos de roca, esparcidos en el arenoso lecho; allá el cauce se estrecha entre dos elevadas orillas á que se agarran haciendo contorsiones árboles de raíces desnudas; aquí se forma una suave pendiente y el río se ensancha y remansa. Allá, más á lo lejos, una casita, construída al borde, desafía la altura, los vientos y el abismo, y por sus delgados harigues ó puntales, diríase una monstruosa zancuda que espía al reptil para acometerle. Troncos de palmeras ó árboles con corteza aún, movedizos y vacilantes, unen ambas orillas, y si son malos puentes, son en cambio magníficos aparatos gimnásticos para hacer equilibrios, lo que no es de desdeñar: los chicos se divierten desde el río en que se bañan, con las angustias de la mujer que pasa con el cesto en la cabeza, ó del anciano que va temblando y deja caer el báculo en el agua.
Pero lo que siempre llama la atención, es una que diríamos península de bosque en aquel mar de terrenos cultivados. Allí hay árboles seculares, de ahuecado tronco, que mueren solamente cuando algún rayo hiere la altiva copa y lo incendia: dicen que entonces el fuego se circunscribe y muere en el mismo sitio; allí hay enormes peñas que el tiempo y la naturaleza van vistiendo con terciopelos de musgo: el polvo se deposita capa tras capa en sus huecos, la lluvia las fija y las aves siembran semillas. La vegetación tropical se desenvuelve libremente: matorrales, malezas, cortinas de enredaderas entrelazadas unas á otras, pasan de un árbol á otro, se cuelgan de las ramas, se agarran á las raíces, al suelo, y como si Flora no estuviese aún contenta, planta sobre las plantas; musgo y hongos viven sobre las agrietadas cortezas, y plantas aéreas, graciosos huéspedes, confunden sus abrazos con las hojas del árbol hospitalario.
Aquel bosque era respetado: acerca de él existían extrañas leyendas, pero la más verosímil y por lo mismo menos creída y sabida parece ser la siguiente.
Cuando el pueblo era todavía un montón miserable de chozas, y en las mal llamadas calles crecía aún abundante la hierba, en aquellos tiempos en que durante la noche venían venados y jabalíes, llegó un día un viejo español de ojos profundos y que hablaba bastante bien el tagalo. Después de visitar y recorrer los terrenos en varios sentidos, preguntó por los propietarios del bosque en donde corrían aguas termales. Presentáronse algunos que pretendían serlo, y el viejo lo adquirió en cambio de ropas, alhajas y algún dinero. Después, sin saberse cómo, desapareció. La gente le creía ya encantado, cuando un olor fétido, que partía del vecino bosque, llamó la atención de unos pastores; rastreáronlo y encontraron al viejo en estado de putrefacción, colgado de la rama de un balitî3. En vida ya daba miedo por su voz profunda, cavernosa, por aquellos ojos hundidos y aquella risa sin sonido; pero ahora, habiéndose suicidado, turbaba el sueño de las mujeres. Algunas tiraron las alhajas al río y quemaron la ropa, y desde que el cadáver fué enterrado al pie mismo del balitî, ya no hubo persona que por allí se quisiese aventurar. Un pastor, que buscaba á sus