Jose Rizal

Noli me tángere


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á su tronco un largo junco, murió de una fiebre rápida, que le cogió al día siguiente de la noche de su apuesta. Corrían aún sobre este paraje muchos cuentos y leyendas.

      Mas pasaron meses y vino un joven, mestizo español al parecer, que dijo ser el hijo del difunto, y se estableció en aquel rincón dedicándose á la agricultura, sobre todo, á la siembra del añil. Don Saturnino era un joven taciturno y de un carácter violento, á veces cruel, pero era muy activo y laborioso: cercó con un muro la tumba de su padre, que visitaba solo de tiempo en tiempo. Entrado en años, casóse con una joven de Manila, de quien tuvo á don Rafael, el padre de Crisóstomo.

      XI

       Índice

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      Dividíos é imperad.

      (Nuevo Maquiavelo.)

      ¿Quiénes eran los caciques del pueblo?

      No lo fué don Rafael cuando vivía, aunque era el más rico, tenía más tierras, y casi todos le debían favores. Como era modesto y procuraba quitar el valor á cuanto hacía, en el pueblo no formó nunca su partido, y ya vimos como se le levantaron en contra cuando le vieron vacilar.—¿Sería Cpn. Tiago?—Cuando llegaba, era en verdad recibido de sus deudores con orquesta, le daban banquete y le colmaban de regalos: las mejores frutas cubrían su mesa; si se cazaba un venado ó jabalí, él tenía un cuarto; si encontraba hermoso el caballo de un deudor, media hora después lo veía en su cuadra: todo esto es verdad, pero se reían de él y le llamaban en secreto Sacristán Tiago.

      ¿Acaso el gobernadorcillo?

      Este era un infeliz que no mandaba, obedecía; no reñía á nadie, era reñido; no disponía, disponían de él; en cambio, tenía que responder al Alcalde Mayor de cuanto le habían mandado, ordenado y dispuesto como si todo hubiese salido de su cráneo, pero, sea dicho en su honor, él do ha robado ni usurpado esta dignidad: le ha costado cinco mil pesos y muchas humillaciones, y por lo que le renta, le parece muy barata.

      ¡Vamos! ¡entonces será Dios!

      ¡Ah! el buen Dios no turbaba las conciencias ni el sueño de sus habitantes: por lo menos no les hacía temblar, y si les hubiesen hablado de El por casualidad en algún sermón, de seguro que habrían pensado suspirando: ¡Si sólo hubiese un Dios!... Del buen Señor se ocupaban poco: bastante que hacer daban los santos y las santas. Dios para aquella gente había pasado á ser como esos pobres reyes que se rodean de favoritos y favoritas: el pueblo sólo hace la corte á estos últimos.

      Como decíamos, el P. Salví era muy asiduo en cumplir con sus deberes; según el alférez, demasiado asiduo. Mientras predicaba—era muy amigo de predicar—se cerraban las puertas de la iglesia; en esto se parecía á Nerón que no dejaba salir á nadie mientras cantaba en el teatro; pero aquél lo hacía para el bien y éste para el mal de las almas.—Toda falta de sus subordinados la solía castigar con multas, pues pegaba muy raras veces: en lo que se diferenciaba también mucho del P. Dámaso, el cual todo lo arreglaba á puñetazos y bastonazos, que daba riendo y con la mejor buena voluntad. Por esto no se le podía querer mal; estaba convencido de que sólo a palos se le trata al indio; así lo había dicho un fraile que sabía escribir libros y él lo creía pues no discutía nunca lo impreso: de esta modestia se podían quejar muchas personas.

      Fr. Salví pegaba rarísimas veces pero como decía un viejo filósofo del pueblo, lo que faltaba en cantidad, abundaba en cualidad, pero tampoco por esto se le podía querer mal. Los ayunos y abstinencias, empobreciendo su sangre, exaltaban sus nervios