filósofo Tasio parece haber olvidado ya su querida calavera: ahora sonríe mirando las obscuras nubes.
Cerca de la iglesia encontróse con un hombre, vestido de una chaqueta de alpaca, llevando en la mano más de una arroba en velas y un bastón de borlas, insignia de la autoridad.
—¿Parece que estáis alegre?—preguntóle éste en tagalo.
—En efecto, señor capitán; estoy alegre porque tengo una esperanza.
—¡Ah! ¿y qué esperanza es esa?
—¡La tempestad!
—¡La tempestad! ¿Pensáis bañaros sin duda?—preguntó el gobernadorcillo en tono burlón, mirando el modesto traje del viejo.
—Bañarme... no está mal, sobre todo cuando se tropieza con una basura,—contestó Tasio en tono igual, si bien algo despreciativo, mirando en la cara á su interlocutor;—pero espero otra cosa mejor.
—¿Qué, pues?
—¡Algunos rayos que maten personas y quemen casas!—contestó seriamente el filósofo.
—¡Pedid de una vez el diluvio!
—¡Lo merecemos todos, y vos y yo! Vos, señor gobernadorcillo, tenéis allí una arroba de velas que vienen de la tienda del chino; yo hace más de diez años que voy proponiendo á cada nuevo capitán la compra de pararrayos, y todos se me ríen, y compran bombas y cohetes, y pagan repiques de campanas. Aun más, vos mismo, al siguiente día de mi proposición, encargasteis á los fundidores chinos una esquila para Santa Bárbara, cuando la ciencia ha averiguado que es peligroso tocar las campanas en días de tempestad. Y decidme, ¿por qué el año 70 cuando cayó un rayo en Biñan, cayó precisamente en la torre y destrozó reloj y un altar? ¿Qué hacía la esquila de Santa Bárbara?
En aquel momento brilló un relámpago.
—¡Jesús, María y José! ¡Santa Bárbara bendita!—murmuró el gobernadorcillo palideciendo y santiguándose.
Tasio soltó una carcajada.
—¡Sois dignos del nombre de vuestra patrona!—dijo en castellano dándole las espaldas, y se dirigió hacia la iglesia.
Los sacristanes levantaban dentro un túmulo rodeado de cirios en candelabros de madera. Eran dos mesas grandes, puestas una encima de otra, cubiertas con lienzos negros listados de blanco; aquí y allá se veían calaveras pintadas.
—¿Es por las almas ó por las velas?—preguntó.
Y viendo á dos muchachos de diez años el uno y siete el otro aproximadamente, se dirigió á éstos sin esperar la contestación de los sacristanes.
—¿Venís conmigo, muchachos?—les preguntó.—Vuestra madre os tiene preparada una cena de curas.
—¡El sacristán mayor no nos deja salir hasta las ocho, señor!—contestó el mayorcito.—Espero cobrar mi sueldo para dárselo á nuestra madre.
—¡Ah! y ¿á dónde vais?
—A la torre, señor, para doblar por las almas.
—¿Vais á la torre? Pues ¡cuidado! no os acerquéis á las campanas durante la tempestad.
Después abandonó la iglesia no sin haber seguido antes con una mirada de compasión á los dos muchachos, que subían las escaleras para dirigirse al coro.
Tasio se frotó los ojos, miró otra vez al cielo y murmuró:
—Ahora sentiría que cayesen rayos.
Y con la cabeza baja dirigióse pensativo hacia las afueras de la población.
—¡Pase usted antes!—le dijo en español una voz desde una ventana.
El filósofo levantó la cabeza y vió á un hombre de treinta á treinta y cinco años que le sonreía.
—¿Qué lee usted ahí?—preguntó Tasio señalando hacia un libro que el hombre tenía en la mano.
—Es un libro de actualidad: ¡Las penas que sufren las benditas ánimas del Purgatorio!—contestó el otro sonriendo.
—¡Hombre, hombre, hombre!—exclamó el viejo en diferentes tonos de voz entrando en la casa;—el autor debe ser muy listo.
Al subir las escaleras fué recibido amistosamente por el dueño de la casa y su joven señora. El se llamaba don Filipo Lino y ella doña Teodora Viña. Don Filipo era el teniente mayor y el jefe de un partido casi liberal, si se le puede llamar así, y si es posible que haya partidos en los pueblos de Filipinas.
—¿Ha encontrado usted en el cementerio al hijo del difunto don Rafael, que acaba de llegar de Europa?
—Sí, le ví cuando bajaba del coche.
—Dicen que ha ido á buscar el sepulcro de su padre... El golpe debió haber sido terrible.
El filósofo se encogió de hombros.
—¿No se interesa usted por esa desgracia?—preguntó la joven señora.
—Ya sabe usted que fuí yo uno de los seis que acompañamos al cadáver; fuí yo quien me presenté al Capitán General cuando ví que aquí todo el mundo, hasta las autoridades, se callaban ante tan grande profanación, y eso que prefiero siempre honrar al hombre bueno en su vida á adorarle en su muerte.
—¿Entonces?
—Ya sabe usted, señora, que no soy partidario de la monarquía hereditaria. Por las gotas de sangre china que mi madre me ha dado, pienso un poco como los chinos: honro al padre por el hijo, pero no al hijo por el padre. Que cada uno reciba el premio ó el castigo por sus obras, pero no por las de los otros.
—¿Ha mandado usted decir una misa por su difunta esposa, como se lo aconsejaba ayer?—preguntó la mujer cambiando de conversación.
—¡No!—contestó el viejo sonriendo.
—¡Lástima!—exclamó ella con verdadero pesar;—dicen que hasta mañana, á las diez, las almas vagan libres esperando los sufragios de los vivos; que una misa en estos días equivale á cinco en otros días del año, ó á seis, como dijo el cura esta mañana.
—¡Hola! ¿es decir que tenemos un gracioso plazo que hay que aprovechar?
—¡Pero, Doray!—intervino don Filipo;—ya sabes que don Anastasio no cree en el purgatorio.
—¿Que no creo en el purgatorio?—protestó el viejo medio levantándose de su asiento.—¡Hasta sé algo de su historia!
—¡La historia del purgatorio!—exclamaron llenos de sorpresa ambos consortes.—¡A ver! ¡Cuéntenosla usted!
—¿No la saben ustedes y mandan allá misas y hablan de sus penas? ¡Bueno! ya que empieza á llover y parece que va á durar, tendremos tiempo de no aburrirnos,—contestó Tasio poniéndose un momento á meditar.
Don Filipo cerró el libro que tenía en la mano, y Doray se sentó á su lado, dispuesta á no creer en nada de lo que el viejo Tasio iba á decir. Este comenzó de la siguiente manera:
—El purgatorio existía mucho antes de que viniera al mundo N. S. Jesucristo, y debía estar en el centro de la tierra según el P. Astete, ó en las cercanías de Cluny, según el monje de que nos habla el P. Girard. El sitio aquí es lo de menos. Ahora bien; ¿quiénes se tostaban en aquellos fuegos que ardían desde el principio del mundo? Su existencia antiquísima la prueba la Filosofía cristiana, que dice que Dios no ha creado nada nuevo desde que descansó.
—Podría haber existido in potentia, pero no in actu,—objetó el teniente mayor.
—¡Muy bien! Sin embargo, os contestaré que algunos lo conocieron como existente in actu, y uno de ellos fué Zarathustra ó Zoroastro, que