de mortíferas chispas alumbró al viejo que, tendidas las manos al cielo, gritaba:
—¡Tú protestas! ¡Ya sé que no eres cruel, ya sé que sólo debo llamarte El Bueno!
Los relámpagos redoblaban, la tempestad arreciaba...
1 Los demás están suspendidos en el vacío. ↑
2 Hoy estarás conmigo en el Paraíso. (No creemos ofender la ilustración de los lectores, al poner en castellano estas conocidas frases. Nuestro propósito es dar la explicación completa del texto, y hacerle inteligible para todos. Además, en la edición alemana el propio autor explica por medio de notas algunas de las citas latinas que puso en boca de sus personajes.) ↑
3 Es preciso creer que el Purgatorio es anterior al juicio de faltas leves. ↑
4 Con la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo. ↑
5 Lo que hubieres atado en la tierra... ↑
XV
Los sacristanes
Los truenos retumbaban á cortos intervalos, cruzándose unos con otros, y cada trueno precedido del espantoso zigzag del rayo: habríase dicho que Dios escribía con un incendio su nombre y que la bóveda eterna temblaba medrosa. La lluvia caía á torrentes y, azotada por el viento, que silbaba lúgubremente, cambiaba atontada á cada momento de dirección. Las campanas entonaban con voz llena de miedo su melancólica plegaria, y en el breve silencio, que dejaba el robusto rugido de los elementos desencadenados, un triste tañido, queja al parecer, gemía plañidero.
En el segundo cuerpo de la torre hallábanse los dos muchachos, que vimos de paso hablando con el filósofo. El menor, que tenía grandes ojos negros y tímido semblante, procuraba pegar su cuerpo al de su hermano, que se le parecía mucho en las facciones, sólo que la mirada era más profunda y la fisonomía más decidida. Ambos vestían pobremente trajes llenos de zurcidos y remiendos, Sentados sobre un trozo de madera, cada uno tenía en la mano una cuerda, cuya extremidad se perdía en el tercer piso, allá arriba entre sombras. La lluvia, empujada por el viento, llegaba hasta ellos y atizaba un cabo de vela, que ardía sobre una gran piedra, de que se sirven para imitar el trueno en Viernes Santo haciéndola rodar por el coro.
—¡Tira de tu cuerda, Crispín!—dijo el mayor á su hermanito.
Este se colgó de ella, y arriba se oyó un débil lamento, que apagó al instante un trueno, multiplicado por mil ecos.
—¡Ah! si estuviéramos ahora en casa, con madre!—suspiró el pequeño mirando á su hermano; allí no tendría miedo.
El mayor no contestó; estaba mirando cómo se derramaba la cera y parecía preocupado.
—¡Allá nadie me dice que robo!—añadió Crispín; ¡madre no lo permitiría! Si supiese que me pegan...
El mayor separó su vista de la llama, levantó la cabeza mordiendo con fuerza la gruesa cuerda de la que tiró violentamente, dejando oir una sonora vibración.
—¿Vamos á vivir siempre así, hermano?—continuó hablando Crispín.—¡Quisiera enfermar mañana en casa, quisiera tener una larga enfermedad para que madre me cuidase y no me dejase volver al convento! Así no me llamarían ladrón, ni me pegarían! Y tú también, hermano, debías enfermar conmigo.
—¡No!—contestó el mayor;—nos moriríamos todos: madre de pena, y nosotros de hambre.
Crispín no replicó.
—¿Cuánto ganas tú este mes?—preguntó al cabo de un momento.
—Dos pesos: me han impuesto tres multas.
—Paga lo que dicen que he robado, así no nos llamarán ladrones; ¡págalo, hermano!
—¿Estás loco, Crispín? Madre no tendría qué comer; el sacristán mayor dice que has robado dos onzas, y dos onzas son treinta y dos pesos.
El pequeño contó en sus dedos hasta llegar á treinta y dos.
—¡Seis manos y dos dedos! Y cada dedo un peso,—murmuró después pensativo.—Y cada peso... ¿cuántos cuartos?
—Ciento sesenta.
—¿Ciento sesenta cuartos? Ciento sesenta veces un cuarto? ¡Madre! Y ¿cuántos son ciento sesenta?
—Treinta y dos manos,—contestó el mayor.
Crispín se quedó un momento viéndose las manecitas.
—¡Treinta y dos manos!—repetía;—seis manos y dos dedos, y cada dedo treinta y dos manos... y cada dedo un cuarto... ¡Madre, cuántos cuartos! No podrá uno contarlos en tres días... y se puede comprar chinelas para los pies, y sombrero para la cabeza cuando calienta el sol, y un gran paraguas cuando llueve, y comida, y ropas para tí y madre y...
Crispín se puso pensativo.
—¡Ahora, siento no haber robado!
—¡Crispín!—le reprendió su hermano,
—¡No te enfades! El cura ha dicho que me mataría á palos si no parece el dinero; si yo lo hubiese robado, lo podría hacer aparecer... y si muero, que al menos tengáis ropas tú y madre! ¡Si lo hubiese robado!
El mayor se calló y tiró de su cuerda. Después repuso suspirando:
—¡Lo que temo es que regañe madre contigo cuando lo sepa!
—¿Lo crees tú?—preguntó el pequeño sorprendido.—Tú dirás que á mí ya me han pegado mucho, yo le enseñaré mis cardenales, y mi bolsillo roto: no he tenido más que un cuarto que me dieron en la Pascua, y el cura me lo quitó ayer. No he visto otro cuarto más hermoso. ¡Madre no lo va á creer, no lo creerá!
—Si el cura lo dice...
Crispín empezó á llorar, murmurando entre sollozos:
—Entonces retírate solo, no quiero retirarme; dí á madre que estoy enfermo; no quiero retirarme.
—¡Crispín, no llores!—dijo el mayor.—Madre no lo creerá; no llores; el viejo Tasio dijo que nos espera una buena cena...
Crispín levantó la cabeza y miró á su hermano:
—¡Una buena cena! Yo todavía no he comido; no me quieren dar de comer hasta que parezcan las dos onzas... Pero ¿si madre lo cree? Tú le dirás que el sacristán mayor miente, y el cura que le cree, también, que todos ellos mienten; que dicen que somos ladrones porque nuestro