Jose Rizal

Noli me tángere


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       Índice

      La vida es sueño.

      Apenas pudo entrar Basilio, y tambaleando se dejó caer en los brazos de su madre.

      Un frío inexplicable se apoderó de Sisa al verle llegar solo. Quiso hablar, pero no halló sonidos; quiso abrazar á su hijo, pero tampoco halló fuerzas; llorar, érale imposible.

      Pero á la vista de la sangre que bañaba la frente del niño, pudo gritar con ese acento que parece anunciar la rotura de una cuerda del corazón:

      —¡Hijos míos!

      —¡No temáis nada, madre!—lo contestó Basilio;—Crispín se ha quedado en el convento.

      —¿En el convento? ¿se ha quedado en el convento? ¿Vive?

      El niño levantó hacia ella sus ojos.

      —¡Ah!—exclamó pasando de la mayor angustia á la mayor alegría. Sisa lloró, abrazó á su hijo cubriéndole de besos la ensangrentada frente.

      —¡Vive Crispín! tú le dejaste en el convento... y ¿por qué estás herido, hijo mío? ¿Te has caído?

      Y le examinaba cuidadosamente.

      —El sacristán mayor, al llevarse á Crispín, me dijo que no podría salir hasta las diez, y como es muy tarde me escapé. En el pueblo me dieron los soldados el ¿quién vive? eché á correr, dispararon, y una bala rozó mi frente. Temía que me prendiesen y que me hiciesen fregar el cuartel á palos como lo hicieron con Pablo, que aún está enfermo.

      —¡Dios mío, Dios mío!—murmuró la madre estremeciéndose.—¡Tú le has salvado!

      Y añadía mientras buscaba paños, agua, vinagre y plumón de garza:

      —¡Un dedo más y te matan, me matan á mi hijo! ¡Los guardias civiles no piensan en las madres!

      —Diréis que me he caído de un árbol; que no sepa nadie que fuí perseguido.

      —¿Por qué se ha quedado Crispín?—preguntó Sisa, después que hubo hecho la cura á su hijo.

      Este la contempló por algunos instantes, después, abrazándola, le refirió poco á poco lo de las onzas; sin embargo, no habló de las torturas que hacían sufrir á su hermanito.

      Madre é hijo confundieron sus lágrimas.

      Así permanecieron algún rato silenciosos.

      —¿Has cenado ya? ¿No? Hay arroz y sardinas secas.

      —No tengo ganas; agua, quiero agua no más.

      —¡Sí!—repuso la madre con tristeza;—ya sabía yo que no te gustaban las sardinas secas; yo te había preparado otra cosa, pero vino tu padre, ¡pobre hijo mío!

      —¿Vino padre?—preguntó Basilio, y examinó instintivamente la cara y las manos de su madre. La pregunta del hijo hizo oprimirse el corazón de Sisa, que le comprendió demasiado, así es que se apresuró á añadir:

      —Vino y preguntó mucho por vosotros, quería veros; tenía mucha hambre. Ha dicho que si seguís siendo buenos, volvería á quedarse con nosotros.

      —¡Ah!—interrumpió Basilio, y sus labios se contrajeron con disgusto.

      —¡Hijo!—le reprendió ella.

      —¡Perdonad, madre!—repuso seriamente:—¿no estamos mejor nosotros tres, vos, Crispín y yo? pero lloráis; no he dicho nada.

      Sisa suspiró.

      —¿No cenas? Entonces acostémonos, que ya es tarde.

      Sisa cerró la choza y cubrió las pocas brasas con ceniza para que no se extinguiesen, como hace el hombre con los sentimientos del alma: cubrirlos con la ceniza de la vida que llaman indiferencia, para que no se apaguen con el trato cotidiano de nuestros semejantes.

      Basilio murmuró sus oraciones y acostóse cerca de su madre, que rezaba arrodillada.

      Sentía calor y frío; procuró cerrar los ojos pensando en su hermanito que aquella noche contaba dormir en el regazo de la madre, y ahora lloraría y temblaría de miedo en un rincón obscuro del convento. Sus oídos le repetían aquellos gritos, como los había oído en la torre, pero la cansada naturaleza principió á confundir sus ideas, y el espíritu de los sueños descendió sobre sus ojos.

      La voz de Sisa le llamó á la realidad.

      —¿Qué tienes? ¿Por qué lloras?

      —¡Soñé!... ¡Dios mío!—exclamó Basilio incorporándose cubierto de sudor.—Fué un sueño, decid, madre, que no fué más que un sueño, ¡un sueño no más!

      —¿Qué has soñado?

      El muchacho no contestó. Sentóse para enjugarse las lágrimas y el sudor. La choza estaba toda á obscuras.

      —¡Un sueño, un sueño!—repetía Basilio en voz baja.

      —¡Cuéntame qué has soñado; no puedo dormir!—decía la madre cuando su hijo volvió á acostarse.

      —Pues,—dijo éste en voz baja,—soñé que fuimos á recoger espigas... en una sementera donde había muchas flores... las mujeres tenían cestos llenos de espigas... los hombres tenían también cestos llenos de espigas... y los niños también... ¡No me acuerdo más, madre, no me acuerdo de lo demás!

      Sisa no insistió; ella no hacía caso de los sueños.

      —Madre, he formado un proyecto esta noche,—dijo Basilio después de algunos minutos de silencio.

      —¿Qué proyecto?—preguntó ella.

      Sisa, humilde en todo, era humilde hasta con sus hijos; los creía más juiciosos que ella misma.

      —¡Ya no quisiera ser sacristán!

      —¿Cómo?

      —Oid, madre, lo que he pensado. Hoy ha llegado de España el hijo del difunto don Rafael, y el cual será tan bueno como su padre. Pues bien, madre, mañana sacáis á Crispín, cobráis mi sueldo y decís que ya no seré sacristán. Tan pronto como me ponga bueno, iré á verle á don Crisóstomo y le suplicaré me admita como pastor de vacas ó carabaos: ya soy bastante grande. Crispín podrá aprender en casa del viejo Tasio, que no pega y es bueno, por más que no lo crea el cura. ¿Qué tenemos ya que