Karin Slaughter

La buena hija


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dejó de limpiarse las manos. Miró a Ben, no a Delia Wofford, porque ambos habían acordado al principio de su matrimonio que una mentira por omisión era, con todo, una mentira.

      Ben le sostuvo la mirada inexpresivamente.

      —Según su certificado de nacimiento —prosiguió Delia—, Kelly Wilson cumplió dieciocho años hace dos días.

      —¿Ha…? —Charlie tuvo que apartar los ojos de Ben porque una posible condena a muerte tenía precedencia sobre sus problemas conyugales—. ¿Ha visto su certificado de nacimiento?

      La agente rebuscó entre un montón de portafolios hasta que encontró lo que buscaba. Puso una hoja de papel delante de Charlie, pero ella solo alcanzó a distinguir un sello redondo de aspecto oficial.

      —La fecha coincide con la que figura en los archivos del colegio —añadió Delia—, pero de todos modos hace una hora el Departamento de Salud de Georgia nos envió por fax una copia compulsada del certificado. —Señaló con el dedo la que debía ser la fecha de nacimiento de Kelly—. Cumplió dieciocho años el sábado a la seis y veintitrés de la mañana, pero, como usted sabe, a efectos legales no se la considera adulta hasta la medianoche.

      Charlie se sintió enferma. Dos días. Cuarenta y ocho horas, ese era el plazo que decidiría entre la cadena perpetua con posibilidad de salir en libertad condicional y la muerte por inyección letal.

      —Había repetido un curso. De ahí la confusión, seguramente.

      —¿Qué hacía en el colegio de enseñanza media?

      —Quedan aún muchos interrogantes por resolver. —Delia hurgó en su bolso y encontró un bolígrafo—. Ahora, señora Quinn, para que quede constancia, ¿está usted dispuesta a hacer una declaración? Está en su derecho a negarse. Ya lo sabe.

      Charlie apenas podía seguir el hilo de la conversación. Se llevó la mano a la tripa y se obligó a conservar la calma. Incluso si, por obra de algún milagro, Kelly Wilson lograba evitar la pena capital, la Ley de los Siete Pecados Capitales de Georgia se aseguraría de que no saliera nunca de prisión.

      ¿Acaso estaba mal que así fuera?

      Allí no había ambigüedad posible. Kelly había sido sorprendida literalmente empuñando el arma del crimen.

      Charlie se miró las manos, manchadas todavía con la sangre de la pequeña que había muerto en sus brazos. Que había muerto porque Kelly Wilson le había disparado. Porque la había asesinado. Igual que había asesinado al señor Pinkman.

      —¿Señora Quinn? —Delia consultó su reloj, aunque Charlie sabía que no tenía otra cita más urgente que aquella.

      Sabía también cómo funcionaba el sistema penal. Nadie contaría lo sucedido esa mañana sin la intención consciente de crucificar a Kelly Wilson. Ni los ocho policías que habían estado presentes, ni Huck Huckabee. Quizá ni siquiera la señora Pinkman, cuyo marido había sido asesinado a menos de diez metros de la puerta del aula donde ella daba clase.

      —Estoy de acuerdo en declarar —contestó.

      Delia tenía delante una libreta. Empuñó su bolígrafo.

      —Señora Quinn, en primer lugar quiero expresarle mi pesar porque se haya visto envuelta en esto. Conozco su historia familiar. Estoy segura de que habrá sido muy duro para usted presenciar…

      Charlie hizo un ademán para indicarle que pasara a otro asunto.

      —Está bien —dijo Delia—. Es mi deber decirle lo siguiente. Quiero que sepa que la puerta que tengo a mi espalda no está cerrada con llave. No está usted detenida. Nadie la retiene aquí. Como ya le he dicho, es libre de marcharse en cualquier momento, aunque, puesto que es usted una de las pocas personas que ha presenciado la tragedia, su declaración voluntaria puede sernos de gran ayuda a la hora de dilucidar los hechos.

      Charlie reparó en que no le había advertido que mentir a un agente del GBI –la Oficina de Investigación de Georgia– era un delito que podía castigarse con la cárcel.

      —Quiere que la ayude a apuntalar la acusación contra Kelly Wilson.

      —Solo quiero que me diga la verdad.

      —Y yo solo puedo hacerlo conforme a mi criterio. —No se dio cuenta de que se estaba mostrando beligerante hasta que bajó la vista y vio que había cruzado los brazos.

      Delia dejó el bolígrafo sobre la mesa, pero no apagó la grabadora.

      —Señora Quinn, creo que conviene dejar constancia de que esta es una situación muy incómoda para todos nosotros.

      Charlie esperó.

      —¿La ayudaría a hablar con mayor libertad que su marido no estuviera presente? —preguntó Delia.

      Charlie se lamió los labios.

      —Ben sabe por qué fui al colegio esta mañana.

      Si la agente se llevó una decepción al comprobar que había perdido el as que guardaba en la manga, no lo demostró. Cogió de nuevo el bolígrafo.

      —Empecemos a partir de ese punto, entonces. Sé que su coche estaba estacionado en el aparcamiento de personal que hay a la derecha del acceso principal. ¿Cómo entró en el edificio?

      —Por la puerta lateral. Estaba abierta.

      —¿Se fijó en que estaba abierta cuando aparcó?

      —Siempre está abierta. —Charlie meneó la cabeza—. Quiero decir que siempre lo estaba cuando yo estudiaba allí. Es la manera más rápida de llegar del aparcamiento a la cafetería. Solía ir a la… —Se interrumpió, porque aquel detalle era irrelevante—. Dejé el coche en el aparcamiento lateral y entré por la puerta de ese lado porque supuse, dada mi experiencia como exalumna del centro, que estaría abierta.

      El bolígrafo de Delia se movía por la libreta. No levantó la vista al preguntar:

      —¿Fue directamente al aula del señor Huckabee?

      —No, me desorienté y di un rodeo. Pasé por delante de la oficina de administración. Estaba a oscuras, pero la luz del despacho del señor Pinkman estaba encendida, al fondo.

      —¿Vio a alguien?

      —No vi al señor Pinkman, solo que la luz estaba encendida.

      —¿Vio a alguna otra persona?

      —A la señora Jenkins, la secretaria del colegio. Me pareció verla entrar en la oficina, pero en aquel momento ya estaba al final del pasillo. Se encendieron las luces. Me volví. Estaba a unos treinta metros de distancia, más o menos. —En el lugar aproximado en el que se hallaba Kelly Wilson cuando mató al señor Pinkman y a la pequeña—. No estoy segura de que fuera la señora Jenkins quien entró en la oficina, pero era una señora mayor que se parecía a ella.

      —¿No vio a nadie más? ¿Solo a una señora mayor entrando en la oficina?

      —Sí. Las puertas de las aulas estaban cerradas. Dentro había algunos profesores, así que supongo que también debí verlos. —Se mordisqueó el labio, tratando de ordenar sus ideas. No era de extrañar que sus clientes se metieran en líos cuando abrían la boca. Ella ni siquiera era sospechosa de un crimen; solo era una testigo, y ya estaba confundiendo las cosas—. No reconocí a ninguno de los profesores que había detrás de las puertas. No sé si me vieron, pero es posible que sí.

      —De acuerdo, entonces ¿a continuación fue al aula del señor Huckabee?

      —Sí. Estaba en su aula cuando oí el disparo.

      —¿El disparo?

      Charlie apretó las toallitas formando con ellas una bola sobre la mesa.

      —Cuatro disparos.

      —¿Muy seguidos?

      —Sí. No. —Cerró los ojos. Intentó recordar. Solo