Karin Slaughter

La buena hija


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de nuevo que estaba haciendo una declaración jurada—. Hasta donde yo recuerdo, hubo cuatro disparos en total. Recuerdo que los conté. Y entonces Huck me tiró al suelo. —Carraspeó y resistió el impulso de mirar a Ben para ver cómo se lo estaba tomando—. El señor Huckabee me tiró al suelo detrás de la cajonera, deduzco que para intentar protegerme.

      —¿No hubo más disparos?

      —Yo… —Meneó la cabeza porque de nuevo no estaba segura—. No lo sé.

      —Retrocedamos un poco —dijo Delia—. ¿Estaban el señor Huckabee y usted solos en el aula?

      —Sí. No vi a nadie más en el pasillo.

      —¿Cuánto tiempo llevaba en el aula del señor Huckabee cuando oyó los disparos?

      Charlie meneó otra vez la cabeza.

      —Puede que dos o tres minutos.

      —Entonces, entra usted en el aula, pasan dos o tres minutos, oye esos cuatro disparos, el señor Huckabee la hace tirarse al suelo detrás de la cajonera, ¿y después?

      Se encogió de hombros.

      —Salí corriendo.

      —¿Hacia la salida?

      Charlie miró a Ben un instante.

      —Hacia los disparos.

      Su marido se rascó la barbilla sin decir nada. Era un tema recurrente en su matrimonio: el hecho de que siempre corriera hacia el peligro en lugar de huir de él como todo el mundo.

      —De acuerdo —dijo Delia mientras escribía—. ¿Estaba el señor Huckabee con usted cuando corrió hacia los disparos?

      —Iba detrás de mí.

      Recordaba haber pasado corriendo junto a Kelly, haber saltado por encima de sus piernas estiradas. Pero esta vez su memoria le mostró a Huck arrodillado junto a la chica. Era lógico. Habría visto el arma en la mano de Kelly. Habría intentado convencer a la chica de que le entregara el revólver mientras ella veía morir a la niña.

      —¿Puede decirme su nombre? —le preguntó a Delia—. El de la niña.

      —Lucy Alexander. Su madre es profesora del colegio.

      Charlie vio dibujarse ante ella, nítidamente, el rostro de la pequeña. Su chaqueta rosa. Su mochila a juego. ¿Llevaba sus iniciales bordadas a un lado de la chaqueta o era un detalle que se estaba inventando?

      —Aún no les hemos facilitado su identidad a los medios de comunicación —aclaró Delia—, pero sus padres ya han sido informados.

      —No sufrió. Eso creo, por lo menos. No sabía que se estaba… —Sacudió otra vez la cabeza, consciente de que estaba rellenando huecos con suposiciones que deseaba que fueran ciertas.

      —Entonces —prosiguió Delia—, corrió usted hacia los disparos, en dirección a la secretaría del centro. —Pasó una hoja de su libreta—. El señor Huckabee iba detrás de usted. ¿A quién más vio?

      —No recuerdo haber visto a Kelly Wilson. Sí recuerdo haberla visto luego, cuando oí gritar a los policías, pero no cuando iba corriendo. En todo caso, antes de eso, Huck me alcanzó, me adelantó en la esquina, y luego volví a adelantarle.

      Se mordió el labio de nuevo. Los relatos dubitativos como aquel la sacaban de quicio cuando hablaba con sus clientes.

      —Pasé corriendo al lado de Kelly. Pensé que era una niña. Una alumna —dijo.

      Y, en efecto, lo era. Era ambas cosas. A pesar de tener dieciocho años, Kelly Wilson era muy menuda, el tipo de chica que siempre parecería una niña, incluso cuando fuera una mujer adulta con hijos.

      —No me queda clara la sucesión temporal —reconoció Delia.

      —Lo siento. —Charlie trató de explicarse—. Estar en una situación así te trastorna. El tiempo pasa de ser una línea recta a ser una esfera, y hasta más tarde no puedes hacerte una idea clara de lo ocurrido, verlo desde distintos ángulos y pensar: «Ah, ahora me acuerdo; primero pasó esto, y luego esto y después…». Solo a posteriori puedes volver a situarlo todo linealmente para que tenga sentido.

      Ben la observaba con atención. Charlie sabía lo que estaba pensando porque le conocía mejor de lo que se conocía a sí misma. Con aquellas pocas frases, había desvelado más respecto a cómo había vivido el tiroteo que truncó las vidas de su madre y de Sam que en sus dieciséis años de matrimonio.

      Charlie siguió concentrada en Delia Wofford.

      —Lo que trato de decirle es que no recordé que había visto a Kelly hasta que la vi por segunda vez. Fue como esa sensación de haber vivido ya un instante concreto, solo que en este caso fue real.

      —Entiendo. —Delia asintió con la cabeza mientras seguía escribiendo—. Continúe.

      Charlie tuvo que reflexionar un momento para retomar el hilo de su relato.

      —Kelly no se movió en el tiempo que transcurrió entre que la vi por primera y por segunda vez. Tenía la espalda pegada a la pared y las piernas estiradas hacia delante. La primera vez, cuando corría por el pasillo, recuerdo que la miré de pasada para asegurarme de que estaba bien. Para cerciorarme de que no era una víctima. En ese momento no reparé en la pistola. Iba vestida de negro, como una chica gótica, pero no miré sus manos. —Hizo una pausa para respirar hondo—. La matanza parecía haber quedado limitada a un extremo del pasillo, frente a las oficinas de administración. El señor Pinkman estaba tendido en el suelo. Parecía muerto. Debería haberle tomado el pulso, pero me acerqué a la niña, a Lucy. La señorita Heller estaba con ella.

      El bolígrafo de Delia se detuvo.

      —¿Heller?

      —¿Qué?

      Se miraron, visiblemente desconcertadas. Fue Ben quien rompió el silencio.

      —Heller es el apellido de soltera de Judith Pinkman.

      Charlie sacudió la cabeza dolorida. Quizá debería haber ido al hospital, a fin de cuentas.

      —Está bien. —La agente pasó a una nueva página de su libreta—. ¿Qué estaba haciendo la señora Pinkman cuando la vio usted al fondo del pasillo?

      Charlie tuvo que reflexionar de nuevo para situarse.

      —Gritaba —dijo—. No en ese momento, sino antes. Lo siento, no se lo he dicho. Antes de eso, cuando estaba en el aula de Huck, después de que me empujara detrás de la cajonera, oímos gritar a una mujer. No sé si fue antes o después de que sonara el timbre, pero gritaba «¡Ayúdennos!».

      —¿Ayúdennos? —preguntó Delia.

      —Sí —contestó Charlie. Por eso había echado a correr: porque conocía la pavorosa desesperación que suponía esperar a que alguien, quien fuese, te ayudara a recomponer el mundo tal y como lo conocías.

      —¿Y? —insistió Delia—. ¿En qué lado del pasillo estaba la señora Pinkman?

      —Estaba arrodillada junto a Lucy, agarrándola de la mano. Rezaba. Yo cogí la otra mano de la niña. La miré a los ojos. Todavía estaba viva. Movía los ojos, abrió la boca.

      Trató de sofocar su pena. Había pasado las horas anteriores reviviendo la muerte de la pequeña, pero hablar de ello en voz alta le resultaba demasiado doloroso.

      —La señorita Heller siguió rezando. La mano de Lucy se soltó de la mía y…

      —¿Falleció? —preguntó Delia.

      Charlie cerró la mano con fuerza. Todavía, después de tantos años, aún recordaba la sensación de los dedos trémulos de Sam entre los suyos.

      No sabía qué era más duro de contemplar: si una muerte repentina y traumática, o la lenta pero implacable agonía de Lucy Alexander.

      Ambas