Benito Perez Galdos

La desheredada


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aquellas mañas, y nos divierte con sus chuscas habladurías. A veces parece querer zaherir aquello que adora; pero en realidad no hace más que mofarse de lo que es realmente pedantesco. Entonces no; sus burlas no perdonaban ni la verdad misma, ni la ciencia adorada. En la leonera que tenía por vivienda y que era una caverna de disputas, se oía su voz declamatoria, diciendo estas o parecidas cosas: «... porque, señores, a todas horas estamos viendo que, unidas en fatal coyunda las enfermedades diatésicas, determinan la depauperación general, la propagación de los vicios herpético y tuberculoso, que son, señores, permitidme decirlo así, la carcoma de la raza humana, la polilla por donde parece marchar a su ruina...». O bien, elevándose a lo teórico, gritaba: «Reconociendo, señores, la revolución que las ciencias naturales, y especialmente la Química, han hecho en la materia médica moderna, no conviene afirmar que la Química, señores, forma un sistema médico por sí sola, porque antes que las leyes químico—orgánicas están las leyes vitales. Volved la vista, señores, a Paracelso, Helmoncio y Agrícola, y ¿qué hallaréis, señores?...».

      Isidora vio un araña que se descolgaba de un hilo, un pájaro que llevaba pajas en el pico, una pareja de mariposas blancas que paseaban por la atmósfera con esa elegante desenvoltura que tanto ha dado que hablar en poesía, y sobre estos accidentes y otros dijo cosas que hicieron reír a Miquis. Hablando y hablando, Augusto llegó a decir:

      «Señores, evolución tras evolución, enlazados el nacer y el morir, cada muerte es una vida, de donde resulta la armonía y el admirable plan del Cosmos».

      ¡El Cosmos! ¡Qué bonito eco tuvo esta palabra en la mente de Isidora! ¡Cuánto daría por saber qué era aquello del Cosmos!..., porque verdaderamente ella deseaba y necesitaba instruirse.

      «¿Quieres saber lo que es eso, tonta?—le preguntó Miquis—. Vamos, veo que eres un pozo de ignorancia.

      —No sé más que leer y escribir; deseo aprender algo más, porque sería muy triste para mí encontrarme dentro de algún tiempo tan ignorante como ahora. Enséñame tú. Yo me pongo a pensar que será esto de morirse. Pues el nacer también...

      —También tiene bemoles—añadió Augusto en tono sumamente enfático—, porque, señores, debemos principiar declarando que todo el mundo se compone de las mismas sustancias no creadas, no destructibles, y se sostiene por las mismas fuerzas imperecederas que actúan según las mismas leyes, desde el átomo invisible hasta la inmensa multitud de cuerpos celestes, conservándose invariables en el conjunto de su efecto total... ¿Te has enterado?

      —El demonio que te entienda... ¡Qué jerga!

      —¡Qué bonitos ojos tienes!

      —Tonto... Vamos a ver las fieras.

      —No me da la gana. ¿Qué más fiera que tú?

      —El león.

      —¡Leoncitos a mí!... Esos dos hoyuelos que te abrió Natura entre el músculo maseter y el orbicular me tienen fuera de mí... No te pongas seria, porque desaparecen los hoyuelos.

      —Vámonos de aquí—dijo Isidora con fastidio.

      —Estamos en el lugar más recogido del laboratorio de la Naturaleza. Señores, hemos sido admitidos a presenciar sus trabajos misteriosos. Entremos en la selva profunda y sorprenderemos el palpitar primero de las nuevas vidas. Ved, señores, cómo de los infinitos huevecillos acariciados por el sol salen infinitos seres que ensayan entre las ramas su primer paso y su primer zumbido. ¿No oís cómo estrenan sus trompetillas esos niños alados, que vivirán un día y en un día alborotarán la vecindad de este olmo? En el reino vegetal, señores, la nueva generación se os anuncia con una fuerte emisión de aromas mareantes, alguno de los cuales os afecta como si la esencia misma de vivir fuera apreciable al olfato. Las oleadas de fecundidad corren de una parte a otra, porque la atmósfera es mediadora, tercera o Celestina de invisibles amores. Sentís afectado por estas emanaciones lo más íntimo de vuestro ser. Mirad los tiernos pimpollos, mirad cómo al influjo de esa fuerza misteriosa desarrollan las menudas florecillas sus primeras galas, cómo se atavían las margaritas mirándose en el espejo de aquel arroyo, cómo se acicalan...

      —Cállate... Pues no tendrías precio para catedrático...

      —Para catedrático—poeta, que es la calamidad de las aulas. Mira: el día en que yo sea médico, voy a poner una cátedra para explicar...

      —¿Qué?

      —Para dar una lección de armonía de la Naturaleza—dijo Miquis, mirándola a los ojos—, y explicar esos radios de oro que nacen en tu pupila y se extienden por tu iris... Déjame que lo observe de cerca...

      —¡Qué pesado! Quita... enséñame las fieras.

      —Vamos, mujer, esposa mía, a ver esas alimañas—dijo Augusto en tono de paciencia—. Desde que me casé contigo me traes sobre un pie. Eras tan amable de polla, ahora de casada tan regañona y exigente... Vamos, vamos, y me pondré un tigre en cada dedo... ¿Qué más? Se te antoja una jirafa. ¡Isidora, Isidorilla!».

      Ambos se detuvieron mirándose entre risas.

      «Si no me das un abrazo me meto en la jaula del león... Quiero que me almuerce. O tu amor o el suicidio.

      —Si pareces un loco.

      —El suicidio es la plena posesión de sí mismo, porque al echarse el hombre en los amorosos brazos de la nada... Pero vamos a ver a esos señores mamíferos.

      —¿Qué son mamíferos?—preguntó Isidora, firme en su propósito de instruirse.

      —Mamíferos son coles. Vidita, no te me hagas sabia. El mayor encanto de la mujer es la ignorancia. Dime que el sol es una tinaja llena de lumbre; dime que el mundo es una plaza grande y te querré más. Cada disparate te hará subir un grado en el escalafón de la belleza. Sostén que tres y dos son ocho, y superarás a Venus.

      —Yo no quiero ser sabia, vamos, sino saber lo preciso, lo que saben todas las personas de la buena sociedad, un poquito, una idea de todo..., ¿me entiendes?

      —¿Sabes coser?

      —Sí.

      —¿Sabes planchar?

      —Regularmente.

      —¿Sabes zurcir?

      —Tal cual.

      —Y de guisar, ¿cómo andamos?

      —Así, así.

      —Me convienes, chica. Nada, nada, te digo que me convienes, y no hay más que hablar.

      —Pues a mí no me convienes tú.

      —¡Boa constrictor!

      —¿Qué es eso?

      —Tú.

      —Pero que, ¿es cosa de Medicina?

      —Es una culebra.

      —¿La veremos aquí?... Entremos. ¿Es esto la Casa de Fieras?

      —¿Quieres ver al oso? Aquí me tienes.

      —Sí que lo eres»—dijo Isidora riendo con toda su alma.

      Y entraron. Un tanto aburrido Miquis de su papel de indicador, iba mostrando a Isidora, jaula por jaula, los lobos entumecidos, las inquietas y feroces hienas, el águila meditabunda, los pintorreados leopardos, los monos acróbatas y el león monomaníaco, aburridísimo, flaco, comido de parásitos, que parece un soberano destronado y cesante. Vieron también las gacelas, competidoras del viento en la carrera, las descorteses llamas, que escupen a quien las visita, y los zancudos canguros, que se guardan a sus hijos en el bolsillo. Satisfecha la curiosidad de Isidora, poca impresión hizo en su espíritu la menguada colección zoológica. Más que admiración, produjéronle lástima y repugnancia los infelices bichos privados de libertad.

      «Esto es espectáculo para el pueblo—dijo con desdén—. Vámonos de aquí.

      —Aunque