Benito Perez Galdos

La desheredada


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más enfáticamente burlesco que usar sabía—. El mundo es una sentina, una cloaca de vicios. En él no hay más que dolor y falsía. Malo es el mundo, malo, malo, malo. ¡Duro en él! En cambio nosotros somos muy buenos; somos ángeles. La culpa toda es del pícaro mundo, de ese tunante. Es el gato, hija mía, el gato, autor de todas las fechorías que ocurren en... el Cosmos. ¡Ah, mundo, pillín, si yo te cogiera!... Pero ven acá, alma mía; puesto que vas a dar un salto tan brusco en la escala social..., dime: allá, en esos Olimpos, ¿te acordarás del pobre Miquis?

      —¿Pues no me he de acordar? Serás entonces un médico célebre.

      —¡Y tan célebre!... Vamos a lo principal. ¿Y tendrás a menos ser esposa de un Galeno?

      —¿De un qué?... ¿De una notabilidad?... ¡Oh, no! Poco entiendo de cosas del mundo; pero me parece que los grandes doctores pueden casarse con...

      —Con las reinas, con las emperatrices.

      —Y sobre todo chico—añadió Isidora—, de algo ha de valer que nos conozcamos ahora. Y lo que es a mí...».

      ¡Cuánta ternura brilló en sus ojos, mirando a Miquis, que la devoraba con los suyos!

      «Lo que es a mí... no me han de imponer un marido que no sea de mi gusto, aunque esté más alto que el sol.

      —¡Bendita sea tu boca!—exclamó Augusto, apoderándose de las dos manos de ella—. ¡Ay!, prenda, ¡qué frías tienes las manos!

      —¡Y las tuyas, qué calientes!».

      Isidora volvió a pensar en que nunca más saldría a la calle sin guantes.

      «¿Querrás siempre a este pobre Miquis, que te quiere más?... Desde que te vi en Leganés, me estoy muriendo, no sé lo que me pasa, no estudio, no duermo, no puedo apartar de mí esos ojos, ese perfil divino y todo lo demás».

      Ella empezó a comer otra naranja, y él la miraba embebecido. Nunca le había parecido tan guapa como entonces. Sus labios, empapados en el ácido de la fruta, tenían un carmín intensísimo, hasta el punto de que allí podían ser verdad los rubíes montados en versos de que tanto han abusado los poetas. Sus dientecillos blancos, de extraordinaria igualdad y finísimo esmalte, mordían los dulces cascos como Eva la manzana, pues desde entonces acá el mundo no ha variado en la manera de comer fruta. Saboreando aquella, Isidora ponía en movimiento los dos hoyuelos de su cara, que ya se ahondaban, ya se perdían, jugando en la piel. La nariz era recta. Sus ojos claros, serenos y como velados, eran, según decía Miquis, de la misma sustancia con que Dios había hecho el crepúsculo de la tarde.

      Miquis intentó abrazarla. Isidora había despuntado un casquillo con intención de comérselo. Variando de idea al ver las facciones de su amigo tan cerca de las suyas, alargó un poco la mano y puso el pedazo de naranja entre los dientes de Miquis. Él se comió lo que era de comer y retuvo un rato entre sus labios las yemas de aquellos dedos rojos de frío.

      Isidora se levantó bruscamente, y echó a correr por el sendero.

      Corrieron, corrieron...

      «¡Ya te cogí!—exclamó Augusto, fatigadísimo y sin aliento, apoderándose de ella—. Perla de los mares, antes de cogerte se ahoga uno.

      —Formalidad, formalidad, señor doctorcillo—dijo Isidora, poniéndose muy seria.

      —¡Formalidad al amor! El amor es vida, sangre, juventud, al mismo tiempo ideal y juguete. No es la Tabla de Logaritmos, ni el Fuero Juzgo, ni las Ordenanzas de Aduanas.

      —Juicio, mucho juicio, Sr. Miquis.

      —El juicio está claro, señorita. Yo sé lo que me digo. Oye bien. Por mi padre, que es lo que más quiero, juro que me caso contigo.

      —¡Huy, qué prisa!...

      —Está dicho.

      —¡Mira éste!

      —Un Miquis no vuelve atrás; un re non mente; la palabra de un Miquis es sagrada.

      —¡Bah, bah!

      —Soy del Toboso, de ese pueblo ilustre entre los pueblos ilustres. Un tobosino no puede ser traidor.

      —Pero puede ser tinaja.

      —No te rías; esto es serio. Estamos hablando de la cosa más grave, de la cosa más trascendental».

      Y era verdad que estaba serio.

      «No nos detengamos aquí—dijo Isidora viendo que el estudiante buscaba un sitio para sentarse—. Hace fresco.

      —Sigamos. En otra parte hablaremos mejor.

      —¿A dónde quieres llevarme? Yo no voy sino a mi casa.

      —Por ahora bajemos a la Castellana, para que veas cosa buena.

      —Sí, sí, a la Castellana. Mi tío el Canónigo me decía que es cosa sin igual la Castellana.

      —Escribiré mañana a tu tío el Canónigo.

      —¿Para qué?

      —Para pedirte. Agárrate de mi brazo. Vamos aprisa... Cuando digo que me caso... Sí, estudiante y todo. Mi padre pondrá el grito en el cielo; pero cuando te conozca, cuando vea esta joya... desprendida de la corona del Omnipotente...».

      Las risas de Isidora oíanse desde lejos. Al llegar al barrio de Salamanca guardaron más compostura y desenlazaron sus brazos. Descendían por la calle de la Ese, cuando Isidora se detuvo asombrada de un rumor continuo que de abajo venía.

      —IV—

      «¿Hay aquí algún torrente?—preguntó a Miquis.

      —Sí, torrente hay... de vanidad.

      —¡Ah! ¡Coches!...

      —Sí, coches... Mucho lujo, mucho tren... Esto es una gloria arrastrada».

      Isidora no volvía de su asombro. Era el momento en que la aglomeración de carruajes llegaba a su mayor grado, y se retardaba la fila. La obstrucción del paseo impacientaba a los cocheros, dando algún descanso a los caballos. Miquis veía lo que todo el mundo ve: muchos trenes, algunos muy buenos, otros publicando claramente el quiero y no puedo en la flaqueza de los caballos, vejez de los arneses y en esta tristeza especial que se advierte en el semblante de los cocheros de gente tronada; veía las elegantes damas, los perezosos señores, acomodados en las blanduras de la berlina, alegres mancebos guiando faetones, y mucha sonrisa, vistosa confusión de colores y líneas. Pero Isidora, para quien aquel espectáculo, además de ser enteramente nuevo, tenía particulares seducciones, vio algo más de lo que vemos todos. Era la realización súbita de un presentimiento. Tanta grandeza no le era desconocida. Habíala soñado, la había visto, como ven los místicos el Cielo antes de morirse. Así la realidad se fantaseaba a sus ojos maravillados, tomando dimensiones y formas propias de la fiebre y del arte. La hermosura de los caballos y su grave paso y gallardas cabezadas, eran a sus ojos como a los del artista la inverosímil figura del hipogrifo. Los bustos de las damas, apareciendo entre el desfilar de cocheros tiesos y entre tanta cabeza de caballos, los variados matices de las sombrillas, las libreas, las pieles, producían ante su vista un efecto igual al que en cualquiera de nosotros produciría la contemplación de un magnífico fresco de apoteosis, donde hay ninfas, pegasos, nubes, carros triunfales y flotantes paños.

      ¡Qué gente aquella tan feliz! ¡Qué envidiable cosa aquel ir y venir en carruaje, viéndose, saludándose y comentándose! Era una gran recepción dentro de una sala de árboles, o un rigodón sobre ruedas. ¡Qué bonito mareo el que producían las dos filas encontradas, y el cruzamiento de perfiles marchando en dirección distinta! Los jinetes y las amazonas alegraban con su rápida aparición el hermoso tumulto; pero de cuando en cuando la presencia de un ridículo simón lo descomponía.

      «Debían prohibir—dijo Isidora con toda su alma—que vinieran aquí esos horribles coches de peseta.

      —Déjalos...