de los toreros!
Ya lo hicimos—dijo Encarnación mirando al Majito—. Apandó los chirimbolos, y cuando el otro venga tendremos la de no te menees».
El Majito se dejó ir con grave paso por la calle de Moratines abajo. Era el día ventoso, frío y seco, hijo maldito de la malditísima primavera de Madrid. La pluma del ros del Majito (porque una pluma de pavo tenía) se torcía con la fuerza del viento. La cola de las gallinas que andaban por la calle se doblaba también, obligándolas a dar tumbos entre el fango. Todo lo que colgaba de las paredes, ropa, trapos, sogas, se ponía horizontal; balanceábanse las bacías de cobre colgadas en la puerta del barbero; las faldas de las mujeres se arremolinaban; se rompían las vidrieras; los hombres se iban sujetando con la mano sus gorras y sombreros, los curas apenas podían andar; todo lo flotante tendía a tomar la horizontal, y en medio de esta desolación relativa, el Majito avanzaba tieso y altanero, como hombre supinamente convencido de la importancia de sus funciones.
En la calle de Ercilla tenía ya un séquito de seis muchachos; en la del Labrador, ya se le había incorporado una partida de diez y siete, entre hembras y varones, siendo las primeras, ¡cosa extraña!, las que más bulla metían. Los tres chicos del capataz de la fundición de hierro salieron batiendo marcha sobre una plancha de latón, y pronto se agregaron a ellos, para aumentar tan dulce orquesta, los dos del tendero, tañendo esas delicadas sonatas de Navidad, que consisten en descargar golpes a compás sobre una lata de petróleo. Eran estos enemigos del género humano pequeñuelos y sucios. Calzaban botas indescifrables, pues no se podía decir a ciencia cierta dónde acababa la piel y empezaba el cordobán. Estaban galoneados de lodo desde la cabeza a los pies. Si la basura fuera una condecoración, los nombres de aquellos caballeritos se cogerían toda la Guía de forasteros.
Al desembocar el ya crecido ejército en la plaza de las Peñuelas, centro del barrio, agregose una chiquillería formidable. Eran los dos nietos de la Tía Gordita, los cuatro hijos de Ponce el buñolero, las del sacamuelas y otros muchos. Mayor variedad de aspecto y de fachas en la unidad de la inocencia picaresca no se ha visto jamás. Había caras lívidas y rostros siniestros entre la muchedumbre de semblantes alegres. El raquitismo heredado marcaba con su sello amarillo multitud de cabezas, inscribiendo la predestinación del crimen. Los cráneos achatados, los pómulos cubiertos de granulaciones y el pelo ralo, ponían una máscara de antipatía sobre las siempre interesantes facciones de la niñez. En un momento se vio a la partida proveerse de palos de escoba, cañas, varas, con esa rapidez puramente española, que no es otra cosa que el instinto de armarse; y sin saber cómo surgieron picudos gorros de papel con flotantes cenefas que arrebataba el viento, y aparecieron distintivos varios, hechos al arbitrio de cada uno. Era una página de la historia contemporánea, puesta en aleluyas en un olvidado rincón de la capital. Fueran los niños hombres y las calles provincias, y la aleluya habría sido una página seria, demasiado seria. Y era digno de verse cómo se coordinaba poco a poco el menudo ejército; cómo sin prodigar órdenes se formaban columnas; cómo se eliminaba a las hembras, aunque alguna hubo tan machorra que defendió a pescozones su puesto y jerarquía.
Crecía el estrépito, engrosaban las haces. ¿De dónde había salido toda aquella gente? Eran la discordia del porvenir, una parte crecida de la España futura, tal que si no la quitaran el sarampión, las viruelas, las fiebres y el raquitismo, nos daría una estadística considerable dentro de pocos años. Eran la alegría y el estorbo del barrio, estímulo y apuro de sus padres, desertores más bien que alumnos de la escuela, un plante del que saldrían quizás hombres de provecho y sin duda vagos y criminales. De su edad respectiva poco puede decirse. Eran niños, y tenían la fisonomía común a todos los niños, la cual, como la de los pájaros, no determina bien los años de vida. La variedad de estaturas más bien indicaba los grados de robustez o cacoquimia que los años transcurridos desde que vinieron al mundo. El mal comer y el peor vestir pasaba sobre todos un triste nivel. Algunos llevaban entre sus labios, a modo de cigarro, un caramelo largo, de esos que parecen cilindro de vidrio encarnado, y con un fácil movimiento de succión le hacían entrar en la boca o salir de ella, repitiendo este gracioso mete y saca con presteza increíble.
El militar paseo tenía por música, además del estruendo de las latas, el reír inmenso de la bandada, el pío pío mezclado de voces prematuramente roncas, y salpicado de esos dicharachos que, al ser escupidos de la boca de un niño nos recuerdan al feo abejón cuando sale zumbando del cáliz de la azucena. Había en las filas renacuajos de dos pies de alto, con las patas en curva y la cara mocosa, que blasfemaban como carreteros; había quien, mudando los dientes, escupía por el colmillo; había quien llevaba una colilla de cigarro detrás de la oreja y una caja de fósforos en un hueco, que no bolsillo, de la ropa. Había piernas blancas desnudas asomándose a las ventanas de un pantalón que a pedazos se caía; había zancas negras, esbeltas cinturas ceñidas por sucia cuerda o por tirajo informe; chaquetones que fueron de abuelos, y calzones que fueron mangas; blusas que aún se acordaban de haber sido chalecos; gorras peludas que fueron, ¡ay!, manguito de elegantes damas. Pero la animación principal de aquel cuadro era un centellear de ojos y un relampaguear de alegrías divertidísimo. Con aquel lenguaje mudo decía claramente el infantil ejército: «¡Ya somos hombres!». ¡Cuántas pupilas negras brillaban en el enjambre con destellos de genio y chispazos de iniciativa! ¡En cuántas actitudes se observaban pinitos de fiereza! ¡Allí la envidia, aquí la generosidad, no lejos el mando, más allá el servilismo, claros embriones de egoísmo en todas partes! En aquel murmullo se concentraban los chillidos para decir: «Somos granujas; no somos aún la humanidad, pero sí un croquis de ella. España, somos tus polluelos, y cansados de jugar a los toros, jugamos a la guerra civil».
—II—
Llegaron a la vía férrea de circunvalación que corta el barrio, sin valla, sin resguardo alguno. La miseria se familiariza con el peligro como con un pariente. Sintieron silbar la máquina, y los condenados se pusieron a bailar sobre los carriles desafiando el tren mugidor que venía. Lo azuzaban, lo escarnecían, hasta que apareció la locomotora en la curva, y al verla cerca se dispersaron como bandada de gorriones. El tren de mercancías pasó, enorme, pesado, haciendo temblar la tierra, y ellos a un lado y otro de la vía le saludaban con espantosa rechifla, le amenazaban con puños y palos, le trataban de tú, remedaban con insolente escarnio los bufidos de la máquina, el desengonzado movimiento de las bielas, y por último pusieron al guardafreno como hoja de perejil. El tren les hacía tanto caso como a una nube de mosquitos, y desapareció dejando atrás su humo y su ruido.
Volviose a ordenar la hueste y siguieron marchando, con el Majito a la cabeza. ¡Ah! Todavía mandaba. Goza, goza del brillo de tu alta posición, que tiempo vendrá en que las grandezas se humillen y las altas torres se desplomen. Avanzaban por la planicie que se extiende entre el hospital del Niño Jesús y los collados áridos que rodean el barranco. Allí no hay casas todavía, es decir, no hay miseria. ¿Quién diréis que salió a recibirlos? Pues un pavo que habitaba en muladar próximo, y que todas las mañanas se paseaba solo por el llano, con la gravedad enfática que tanta semejanza le da con ciertos personajes. El pavo los miró; ellos le miraron y se detuvieron. Hizo él la rueda y les echó una arenga, es decir, que después de soltar dos o tres estornudos, que son la interjección natural del pavo, les soltó esa carcajada que parece ladrido. Los chicos se echaron a reír en inmenso coro, y el animal volvió a hacer la rueda y a echarles otra arenga, diciendo «amados compatricios míos...» con el cuello rojo cual la esencia del bermellón, el moco tieso, las carúnculas inyectadas como un orador herpético. Más gritaban ellos, más gargajeaba él. A cada voz respondía con sus estornudos y su carcajada. Parecían aclamaciones a la patria, vivas contestados con hurras. Después dio media vuelta y marchó delante. Era esa caricatura militar de antaño que se llamaba tambor mayor. El viento le despeinaba las plumas, y al arrastrar las alas y dar el estornudo era el puro emblema de la vanidad. No le faltaban más que las cruces, la palabra y la edad provecta para ser quien yo me sé.
Había llegado el momento en que la partida necesitaba hacer algo para justificar su existencia. ¿Qué haría? ¿Una simple fiesta militar, o dividirse en dos bandos para batirse en toda regla? El susurro y la confusión indicaban que la falange se hacía a sí misma aquella pregunta. Bien pronto nadie se entendía allí. La discordia descompuso las