Isidora estaba desfallecida. Discutieron un rato sobre si darían por terminado el paseo en aquel punto, yéndose cada cual a su casa; pero al fin Miquis hizo triunfar su propósito de almorzar en uno de los ventorrillos cercanos a los Campos Elíseos. No eran ciertamente modelo de elegancia ni de comodidad, como Isidora tuvo ocasión de advertir al tomar posesión de una mesa coja y trémula, de una silla ruinosa, y al ver los burdos manteles y el burdísimo empaque de la mujer sucia y ahumada que salió a servirles.
Compareció sobre el mantel una tortilla fláccida que, por el color, más parte tenía de cebolla que de huevo, y Miquis la dividió al punto. El vino que llegó como escudero de la tortilla era picón y negro, cual nefanda mixtura de pimienta y tinta de escribir. El plato, mal llamado fuerte, que siguió a la tortilla, y que sin duda debía la anterior calificación a la dureza de la carne que lo componía, no gustó a Isidora más que el local, el vino y la dueña del puesto. Con desprecio mezclado de repugnancia observó la pared del ventorrillo, que parecía un mal establo, el interior de la tienda o taberna, las groseras pinturas que publicaban el juego de la rayuela, el piso de tierra, las mesas, el ajuar todo, los cajones verdes con matas de evónymus, cuyas hojas tenían una costra de endurecido polvo, el aspecto del público de capa y mantón que iba poco a poco ocupando los puestos cercanos, el rumor soez, la desagradable vista de los barriles de escabeche, chorreando salmuera...
«¡Qué ordinario es esto!—exclamó, sin poderse contener—. Vaya, que me traes a unos sitios...
—¡Bah, bah!... ¿No te gusta conocer las costumbres populares? A mí me encanta el contacto del pueblo... Para otra vez, marquesa, iremos a uno de los buenos restaurants de Madrid... Perdóname por hoy... Tenías carita de hambre atrasada.
—Esto no es para mí—dijo Isidora con remilgo.
—¡Impertinencia, tienes nombre de mujer!—exclamó el estudiante, a un tiempo riendo y mascando—¡Descontentadiza, exigente! ¿A qué vienen esos melindres? Somos hijos del pueblo; en el seno del noble pueblo nacimos; manos callosas mecieron nuestras cunas de mimbre; crecimos sin cuidados, mocosos, descalzos; y por mi parte sé decir que no me avergüenzo de haber dormido la siesta en un surco húmedo, junto a la panza de un cerdo. Usted, señora duquesa, viene sin duda de altos orígenes, y ha gateado sobre alfombras, y ha roto sonajeros de plata; pero usted se ha mamado el dedo como yo, y ahora somos iguales, y estamos juntos en un ventorrillo, entre honradas chaquetas y más honrados mantones. La humanidad es como el agua; siempre busca su nivel. Los ríos más orgullosos van a parar al mar, que es el pueblo; y de ese mar inmenso, de ese pueblo, salen las lluvias, que a su vez forman los ríos. De todo lo cual se deduce, marquesa, que te quiero como a las niñas de mis ojos.
—Vámonos—dijo Isidora con fastidio.
—Vámonos a Puerto Rico—replicó Miquis, después de pagar el gasto—. Vámonos despacito hacia la Castellana, para que te hartes de ver coches, aristócrata, sanguijuela del pueblo... Si digo que te he de cortar la cabeza... Pero será para comérmela».
¡Con qué inocente confianza y abandono iban los dos, en familiar pareja, por los senderos torcidos que conducen desde el camino de Aragón a Pajaritos! Bajaban a las hondonadas de tierra sembrada de mies raquítica; subían a los vertederos, donde lentamente, con la tierra que vacían los carros del Municipio, se van bosquejando las calles futuras; pasaban junto a las cabañas de traperos, hechas de tablas, puertas rotas o esteras, y blindadas con planchas que fueron de latas de petróleo; luego se paraban a ver muchachos y gallinas escarbando en la paja; daban vueltas a los tejares; se detenían, se sentaban, volvían a andar un poco, sin prisa, sin fatiga.
Miquis, a ratos, hacía burlescos encarecimientos del paisaje. «Allá—decía—las pirámides de Egipto, que llamamos tejares; aquí el despedazado anfiteatro de estas tapias de adobes. ¡Qué vegetación! Observa estos cardos seculares que ocultan el sol con sus ramas; estas malvas vírgenes, en cuya impenetrable espesura se esconde la formidable lagartija. Mira estos edificios, San Marcos de Venecia, Santa Sofía, el Escorial... ¡Ay! Isidora, Isidora, yo te amo, yo te idolatro. ¡Qué hermoso es el mundo! ¡Qué bella está la tarde! ¡Cómo alumbra el sol! ¡Qué linda eres y yo qué feliz!».
Pasaban otras parejas como ellos; pasaban perros, algún guardia civil acompañando a una criada decente; pastores conduciendo cabras; pasaban también hormigas, y de cuando en cuando pasaba rapidísima por el suelo la sombra de un ave que volaba por encima de sus cabezas. Y ellos charla que charla. Miquis empezó contándole su historia de estudiante, toda de peripecias graciosas. Su hermano mayor, Alejandro Miquis, que estudiaba Leyes, había muerto algún tiempo antes, de una enfermedad terrible. Augusto despuntaba, desde muy niño, por la Medicina, y jamás vaciló en la elección de carrera. Su padre le enviaba treinta y cinco duros al mes, y él sabía arreglarse. ¡Había tenido diez y siete patronas! Entregábale las mesadas, y tenía además el encargo de vigilarle y darle consejos, un hombre de posición humilde y sanas costumbres, bastante viejo, amigo y aun algo pariente de los Miquis del Toboso. Este bravo manchego se llamaba Matías Alonso y era conserje de la casa de Aransis.
Al oír este nombre Isidora palideció, y el corazón saltó en el pecho. Su espontaneidad quiso decir algo; pero se contuvo asustada de las indiscreciones que podría cometer. Después salió a relucir el tema más común en estos paseos de parejas. Hablaron de aspiraciones, del porvenir, de lo que cada cual esperaba ser. Miquis habló seriamente, sin dejar su expresión irónica, por ser la ironía, más que su expresión, su cara misma. Él esperaba ser un facultativo de fama y operador habilísimo. Llevaría un sentido por cada operación, y viviría con lujo, sin olvidar a su bondadoso y honrado padre, labrador de mediana fortuna, que tantos sacrificios hacía para darle carrera. En cuanto esta fuese concluida pensaba el buen Miquis hacer oposición a una plaza de hospitales.
«En los hospitales—decía—, en esos libros dolientes es donde se aprende. Allí está la teoría unida a la experiencia por el lazo del dolor. El hospital es un museo de síntomas, un riquísimo atlas de casos, todo palpitante, todo vivo. Lo que falta a un enfermo le sobra a otro, y entre todos forman un cuerpo de doctrina. Allí se estudian mil especies de vidas amenazadas y mil categorías de muertes. Las infinitas maneras de quejarse acusan los infinitos modos de sufrir, y estos las infinitas clases de lesiones que afligen al organismo humano; de donde resulta que el supremo bien, la ciencia, se nutre de todos los males y de ellos nace, así como la planta de flores hermosas y aromáticas es simplemente una transformación de las sustancias vulgares o repugnantes contenidas en la tierra y en el estiércol».
Pensaba Miquis trabajar y aplicarse mucho, sin desdeñar espectáculo triste, ni dolencia asquerosa, ni agonía tremenda, porque de todas estas miserias había de nutrir su saber. Después vendrían las visitas bien remuneradas, las consultas pingües. Él se dedicaría a una especialidad. Al fin completaría sus satisfacciones abonándose a diario a la Ópera, para que su espíritu, cansado del excesivo roce con lo humano, se restaurase en las frescas auras de un arte divino.
Luego tocaba a Isidora explanar sus pretensiones. ¡Pero le era tan difícil hacerlo!... Sus ideales eran confusos, y su posición particular, su delicadeza, no le permitían hablar mucho de ellos. ¡Oh!, si dijera todo lo que podía decir, Miquis se asombraría, se quedaría hecho un poste. ¡Pero no, no podía explicarse con claridad! La cosa era grave. Quizás entre el presente triste y el porvenir brillante habrían de mediar los enojos de un pleito, cuestiones de familia, escándalos, revelaciones, proclamación de hechos hasta entonces secretos, y que llenarían de asombro a la buena sociedad, a la buena sociedad, fijarse bien, de Madrid. Entretanto, únicamente se podía decir que ella no era lo que parecía, que ella no era Isidora Rufete, sino Isidora... A su tiempo madurarían las uvas; a su tiempo se sabría el apellido, la casa, el título... Vivir para ver. Estas cosas no ocurren todos los días, pero alguna vez...
Pasó un naranjero.
«¿Son de cáscara fina?—preguntó Miquis al comprar cuatro naranjas—. Toma, cómete esta para que se te vaya refrescando la sangre. La fluidez de la sangre despeja el cerebro, da claridad a las ideas...
—Así es—prosiguió Isidora con cierta fatuidad mal disimulada—, que si me preguntas