a mi juicio, la duquesa de la Laguna por el esprit, la condesa de Pinohermoso por las opiniones discretas.
¿Y el asunto Campoamor a todo esto? Nadie habla de ello por el momento. Apenas un señor que ha visto al viejo poeta esta misma tarde, cuenta que le ha preguntado: «¿Y usted se dejará por fin coronar?», y que él le ha contestado: «Yo no me dejo, pero me van a coronar». Observo que todo el mundo mira a Romero Robledo como a un sér más o menos olímpico. Él habla de que la coronación se realice en el Retiro. Se levantaría una tribuna especial; se decoraría todo con el arte y el fausto de que se puede disponer; y luego, el recinto guarda memorias ilustres de los tiempos en que Felipe IV sabía ser un monarca intelectual. Y doña Emilia habla de lo que ha dicho Castelar en el banquete de hace dos días: que a él no le parece bien la coronación de un poeta lírico, porque éste expresa opiniones y sentimientos individuales; a un poeta épico, se explica, porque representa el alma de una colectividad, de un pueblo... Y doña Emilia, a defender a Campoamor, y a decir que cabalmente los poetas llamados épicos—¿han todos expresado epopeyas en el alto sentido?—son momentáneos y manifiestan pensamientos y sentimientos que pasan; en tanto que los poetas líricos o individuales han puesto en la expresión de su yo la expresión del alma eterna de los hombres; y así, lo que han cantado y rimado hace muchos siglos, subsiste hoy como emergido de almas y corazones contemporáneos nuestros. Homero nos interesa en la despedida de Andrómaca, porque eso es humano y particular a cada sér que tenga sensibilidad cordial; pero cuando es absolutamente épico, no interesa hoy, sino a la erudición o a la pedantería. Cuando doña Emilia demostraba esto a Valera, yo decía en mi interior lo que Víctor Hugo en otra ocasión dijese a la misma doña Emilia: ¡Voilà bien l´Espagnole!
Como entre los humos del té pidiese yo al señor Romero Robledo detalles sobre la próxima coronación, me dice que todavía no hay nada definido; que se ha iniciado nada más el asunto, pero que marcha con tan buen aire, que todo augura un éxito colosal. Y aquí dos cosas curiosas, una del señor Romero Robledo y otra de la señora Pardo-Bazán. El uno dice: «¡Vamos a hacer algo que dejará eclipsado lo que París hizo por Víctor Hugo!...» Y la otra cuenta esta anécdota que el periodista francés la dejaría pasar, pero yo no: «Cuando se publicaron las Doloras de Campoamor, Víctor Hugo, celoso de esa gloria, dijo: «Voy a hacer un volumen de Doloras, como las de Campoamor», y escribió ¡Chansons des rues et des bois!»
¡Oh, doña Emilia! Es el caso que en esta ocasión no podría decir la frase huguesca de su autobiografía de los Pasos de Ulloa: «¡Voilà bien l´Espagnole!»... Y si ella arguyera, casi me pondría yo de parte de la señora de Lockroy...
Nos quedamos en petit comité; se despide la mayor parte de los invitados, y nos instalamos cerca de una roja y buena chimenea. Valera encanta y divierte, castellano y florentino, con su conversación especial; doña Emilia hace recitar a Ferrari, y dice ella versos alemanes e italianos. Y está más brillante que nunca, más brava que nunca, después de una de esas gallardas anécdotas de Valera, cuando a alguien se le antoja hablar de las inmediatas desventuras de España, y a este propósito un conde ignorante expele dos o tres inepcias estadísticas, y con un desconocimiento completamente ibero-americano, lanza esta frase: «La Habana era, al perderla España, la ciudad más grande, culta y rica de la América española».
El secretario argentino se pone nervioso, me hace señas y me voy a mi casa pensando en la «azul y blanca» de Obligado, a escribir, contento de mi continente, y de la capital de mi continente, para mi diario.
CARNAVAL
17 de febrero.
Le carnaval s'amuse... y Madrid se disfraza y danza y toca las castañuelas. Se ha divertido el pueblo con igual humor al que hubiese tenido sin Cavite y sin Santiago de Cuba. Hay filósofos de periódico que protestan de tan jovial e inconmovible ánimo; hay humoristas que defienden la risa y la alegría nacionales y que creen que «bien merecen la fiesta los pueblos que saben divertirse». ¡En hora buena! Yo me siento inclinado a estar de parte de los últimos y reconozco la herencia latina. Tácito y Suetonio (Anal. III, 6, Cal. 6) nos han dejado constancia de que los duelos públicos se suspendían en Roma los días de juegos públicos, o mientras se celebraban ciertos sagrados ritos. El luto español no se advierte al paso del cortejo de la Locura, y aquí, más que en ninguna parte, los duelos con pan—y ¡toros!—son menos.
Se ha enterrado la Sardina en su día, en el día de la simbólica ceniza; y en medio de la pompa carnavalesca, un periódico ha hecho desfilar una carroza macabra con el entierro de Meco, ese típico personaje que representa a la España de hoy. La mascarada en cuestión era de un pintoresco bufo-trágico indiscutible: la caricatura de los políticos del desastre, las ollas del presupuesto por incensarios; Meco camino del cementerio y tras la fúnebre mojiganga, una murga trompeteando a todo pulmón la marcha de Cádiz. Decid si no es un modo de divertirse con lívidos reflejos a lo Poe, y si en este carnaval no ha habido, si no la mascarada de la muerte roja, la mascarada de la muerte negra. Y como un diario hablase de una broma política dada a Sagasta en su casa, la grave Época ha publicado con terrible intención, que «no informado del todo el apreciable colega, ha omitido dar cuenta de otra broma, o, mejor, bromazo que después dió al jefe del Gobierno una numerosa comparsa vestida con más propiedad que la ya célebre compañía de los cadetes de la Gascuña. Fué el caso que al filo de la media noche, cuando más plácidamente reclinado estaba en cómoda butaca el señor Sagasta contemplando cómo se reducían a cenizas los troncos de su chimenea, ni más ni menos que nuestras posiciones ultramarinas, y evocando mentalmente los hechos todos de su larga y aprovechada vida, sonó en la antesala ruido de extraña música, así como el rascar de huesos con que suelen acompañar sus tangos los negros de Cuba. Se abrió la puerta y entró la mascarada. Precedíale un estandarte enlodado que en otro tiempo fué rojo y amarillo, adornado ahora de oro y azul. A pesar de los desgarrones y manchas del carnavalesco estandarte, podían leerse estos nombres: Cavite, Santiago, San Juan de Puerto Rico. Seguían luego con carátulas que representaban rostros demacrados y cadavéricos, unos cuantos jóvenes que parecían viejos, cojos unos, mancos otros, con el traje de rayadillo hecho jirones por las malezas de la manigua... Éstos ofrecieron al señor Sagasta una caja de guyaba fina. Tan grotesca era la catadura de las susodichas máscaras y tan oportuno le pareció el susodicho regalo al presidente, que el buen señor prorrumpió en ruidosas carcajadas. También le hicieron desternillar de risa los prisioneros de Filipinas. Iban disfrazados, con propiedad casi deshonesta, de desnudos y traían en azafate de abacá, ramos de sampaguitas. Mezclado con los anteriores entraron en el gabinete del señor Sagasta marinos de Cavite y de Santiago con cabezas tan artísticas y muecas tan significativas, que no parecía sino que sus poseedores habían estado meses enteros debajo del agua...» Ese acero fino es del marqués de Valdeiglesias. Y esa pintura que hace resaltar que estamos en un país en que aun flota el espíritu de Goya, es un comentario mejor que cualquier otro, del estado moral que aquí se impone en estos momentos. Ese capricho dice la verdad de una manera risueñamente sombría. Pues bien, me temo que pocos ojos se hayan fijado en la corrosión del agua fuerte, mientras se apagaba en los aires el son de las dulzainas de Valencia.
Las dulzainas las trajeron los estudiantes valencianos que han venido a la Corte, con naranjas y claveles, con muchachas hermosísimas, a cantar y a bailar y a pedir para un sanatorio que pronto ha de llenarse de repatriados. Ha sido esa estudiantina una nota vibradora y sana, por más que puedan visarla los cronistas a ultranza, en el cuadro de la fiesta general. Aun queda en esta juventud escolar un resto de las clásicas costumbres de sus semejantes medioevales, un rayo de la alegría que sorbían con el vino los estudiantes de antaño, un buen ánimo goliardo, la frescura de una juventud que no empaña el aliento de las grandes capitales modernas. Y entre