momento, desde que apareció el local del Palacio de Borgoña, lugar de las representaciones dramáticas en el París de 1640. Creo demás, para el público de Buenos Aires, hablar del argumento del Cyrano de Rostand; todo se ha publicado cuando el estreno en París, y los que se interesan en estos asuntos han leído la comedia en el original. La nota principal del comienzo de la obra la señaló la aparición de María Guerrero, una Roxana que, eso sí, no han tenido los parisienses, encantadoramente caracterizada, una «preciosa», preciosísima. Los detalles perfectamente estudiados, artistas bellas y cómicos discretos; cuando el gordinflón Montfleuri aparece y Cyrano surge y Roxana sonríe, ya la concurrencia está dominada. Fernando Mendoza, que ha progresado mucho con sus viajes, se conquista los aplausos desde luego; las simpatías, que tanto hacen con el público, están ganadas de antemano.
Las gasconadas se suceden, y al llegar la escena del desafío con Valvert, el triunfo se deja divisar: y al final, cuando Cyrano se va a acompañar a su amigo Lignière para defenderlo contra cien—¡Con quince luché en Zamora!—la ovación primera estalla, al sonar en silva castellana los últimos alejandrinos:
Ne demandiez-vous pas pourquoi, mademoiselle,
Contre ce seul rimeur, cent hommes furent mis?
C'est parce qu'on savait qu'il est de mes amis.
En el acto segundo, en su hostería aparece el poeta y pastelero Ragueneau, encarnado por aquel tan buen cómico que conocéis, Díaz, un gracioso que en la Renaissance supo hacer admirar la tradición de su clásico carácter. La llegada de Cyrano, los poetas, famélicos; la carta escrita a Roxana, la entrevista con ésta, la confidencia de ella y el desengaño de él; la llegada de los cadetes; la provocación de Christian—hecha con gran propiedad por el joven artista que también conocéis, Allens Perkins—la conversación entre Cyrano y Christian; el final del acto en versos en que los traductores se han llenado indudablemente del espíritu del original—¡Non, merci!—; todo esto hace que el telón caiga en una tempestad triunfante de entusiasmo.
El acto tercero entra en plena victoria. La escena del balcón agrada, por la justeza con que la silva ha podido interpretar el verso de Francia. Matrimonio de Christian y Roxana, y venganza de De Guiches, que manda a los cadetes de Gascuña a levantar el sitio de Arras, contra los españoles. El entusiasmo se duplica.
El cuarto es el del campamento, admirablemente puesto; los cadetes hambrientos; Castel Jaloux—muy bien esculpido por Cirera—y Cyrano, figuras sobresalientes; y la escena hermosa del pífano conmueve al auditorio... Ah, los alejandrinos de Rostand; pero la silva sigue haciendo lo que puede, y el espíritu triunfa. Y he ahí a Roxana; aparece en la carroza que sabéis, con el buen Ragueneau, de cochero, que enarbola su látigo de salchicha; el lunch inesperado; la llegada de De Guiches, el diálogo de Roxana y Christian, la nobleza de ese cordial sin talento; triunfo del alma de Cyrano; la lucha; la muerte de Christian; y, con el pañuelo de Roxana por bandera, el combate con los españoles; el triunfo de éstos; y la pregunta; «¿Quiénes son esos locos que así saben morir?», con la respuesta de Cyrano.
Ce sont les cadets de Gascogne,
de Carbon de Castel-Jaloux...
Ciertamente os digo, que todo eso fué merecedor de la tormenta de aplausos y exclamaciones que coronó el acto. Para llegar al último, suave, otoñal, crepuscular, vespertino, a la caída de las hojas. De esos adjetivos tomad el que gustéis para la figura de María Guerrero, de religiosa, con su toca como una gran mariposa negra sobre la frente—Cyrano llega a morir, después de tantos años de silenciosa pasión, delante de la que ama; y en una escena de delirio glorioso y melancólico, al amor de la luna triste. La lune s'attristait... Y yo no he visto a Coquelin, ni a Richard Mansfield, los dos mejores Cyranos, como que el uno es el acreedor y ha encarnado su «alma» según dice Rostand en la dedicatoria; pero Díaz de Mendoza ha creado bravamente, muy bravamente su papel; y, como le dice en una carta cierto linajudo marqués, al artista grande de España: «Si hasta ahora fuiste el cómico de los señores, desde ayer eres el señor de los cómicos». He ido a saludarle al «saloncillo» en un entreacto, a ese saloncillo de descanso en donde los infaltables Echegaray, Llana, Ladevese y otros más, hacen su tertulia todas las noches, rodeados de retratos de autores y presididos por la gracia de María Guerrero. Y he encontrado al hidalgo entusiasta del arte, y que, signo de su tiempo, lo es altivamente y gallardamente, sobre preocupaciones de linaje, siguiendo una vocación imperiosa y pudiendo agregar a sus armas de conde de Bazalote las dos máscaras.
El aparecimiento de Cyrano de Bergerac, en estos momentos podría ser y debía ser saludable y reconfortante. A propósito de estos actores, recuerdo que Paul Costard hizo una muy atinada observación. La de que Cervantes se hubiese arrepentido de su victoria contra la bella locura de la caballería. Don Quijote, después de todo, no es más que la caricatura del ideal: y sin ideales, pueblos e individuos no valen gran cosa. Ni Cyrano habría cedido a las añagazas de los políticos de la débâcle «¡Non merci!» ni quien se quedó manco en Lepanto habría quedado sin perecer glorioso en Cavite o en Santiago de Cuba. El espíritu sanchesco sirve de lastre a las almas nacionales o individuales, impide toda ascensión; el romántico espíritu de la caballería es capaz de convertir a un seco y aritmético yanqui en un héroe, a un cow-boy en un Bayardo. Y por el contrario, todo pueblo, como todo hombre que desdeña el ideal, esto es el honor, el sacrificio, la gloria, la poesía de la historia y la poesía de la vida, es castigado por su propio olvido. A través de las lanzas prusianas se ve pasar el cisne de Lohengrin, y mientras España fué caballeresca y romántica, siempre tuvo la visión del celeste caballero Santiago. Esta triste flacidez, esta postración y esta indiferencia por la suerte de la patria, marcan una época en que el españolismo tradicional se ha desconocido o se ha arrinconado como una armadura vieja. Los politiciens y los fariseos de todo pelaje e hígado prostituyeron la grande alma española. Y aun la religión, que ha perdido hasta su vieja fiereza inquisitorial en la tierra fogosa de los autos de fe, se convirtió en una de las ventosas cartaginesas que han ido poco a poco trayendo la anemia al corazón de la Patria; y si por el sable sin ideales se perdieron las Antillas, por el hisopo sin ideales y sin fe se perdieron las Filipinas. Y el honor, ¿por qué se perdió? Creo que el fuerte vasco Unamuno, a raíz de la catástrofe, gritó en un periódico de Madrid de modo que fué bien escuchado su grito: ¡Muera don Quijote! Es un concepto a mi entender injusto. Don Quijote no debe ni puede morir; en sus avatares cambia de aspecto, pero es el que trae la sal de la gloria, el oro del ideal, el alma del mundo. Un tiempo se llamó el Cid, y aun muerto ganó batallas. Otro, Cristóbal Colón, y su Dulcinea fué la América. Cuando esto se purifique—¿será por el hierro y el fuego?—quizá reaparezca, en un futuro renacimiento, con nuevas armas, con ideales nuevos, y entonces los hombres volverán a oir, Dios lo quiera, entre las columnas de Hércules, rugir al mar, con sangre renovada y pura, el viejo y simbólico león de los iberos.
LA CORONACIÓN DE CAMPOAMOR
19 de febrero.
Salgo de casa de Campoamor con una impresión de tristeza. Se trata de su coronación... Romero Robledo, al cerrarse la exposición de las obras de Casimiro Sáinz—ese pobre artista que como André Gill fué a parar a un manicomio—, el célebre político ha iniciado ahora la pintoresca apoteosis que han obtenido en este siglo en España, Quintana, Zorrilla y Núñez de Arce. No es la primera vez que de ello se trata. Parece que anteriormente por dos ocasiones se ha intentado esa espléndida humorada en acción, pero el poeta ha protestado por tan vistosos honores y se ha encerrado en su casa a pasar sus últimos años en la burguesa existencia de un rentista que padece de reumatismos. ¡Así fué el gran gesto de nuestro Guido, negándose a la apoteosis con que se le hubiera querido obsequiar! Pero ¡qué gran diferencia de poeta a poeta! La bella cabeza del lírico argentino, la máscara del viejo Pan, las barbas fluviales, la conversación juvenil, el alma fresca,