que un inglés encontrara en España y se atribuye hoy a Miguel Ángel o a Donatello...—desde luego dos maneras tan distintas, dos espíritus de arte tan diversos—oigo, pues, a Moreno Carbonero que dice: «Yo por mi parte, prefiero, entre Miguel Ángel y Donatello, a Donatello». Parecióme muy simpáticamente desenvainada aquella opinión por un maestro que, a pesar de su gran talento, es lo que se llama un «normal»; pero luego caí de mi ascensión, pues a propósito de la pintura «moderna» y por traer nosotros el recuerdo del insigne catalán Rusiñol, manifestó que ese arte—y decía esto después de inclinarse delante del talento del catalán—, que ese arte—el del mejor Rusiñol, el Rusiñol libre y poeta—era solamente bueno para el industrialismo del cartel; algo así como la brocha gorda de los telones teatrales, para ser visto de lejos... Y yo pensaba, aun deteniéndome únicamente en el affiche, que en uno de Chéret, de Mucha, del admirable Grasset, del mismo Rusiñol, hay más arte de artista que en muchas telas de canónicos medallados. Es, por cierto, uno de los mayores pintores de la España de hoy Moreno Carbonero, y me explico perfectísimamente la razón de su manera de mirar el contemporáneo arte «intelectual». Él respira su ambiente; ha vivido en París y ha pasado los años indispensables de Italia; pero queda en él el meridional absoluto, o mejor, el español inconmovible. Y esto por otra parte puede ser o será una gran virtud. Ya sabéis, con todo, que es un idealista al ser nacional; su amor por el Quijote es conocido, y el último cuadro suyo que he visto representa la aventura del caballero de la Mancha con los carneros. Picarescamente, esa noche, un respetable amigo suyo calificó ese cuadro como un símbolo... De lo cual resultaría, por esta vez Moreno Carbonero simbolista malgré lui. Ahora prepara otro cuadro cuyo tema está extraído de la enorme usina quijotesca; y nos decía que andaba en busca de un tipo campesino que tuviese la figura del Sancho que él se imagina; y que creía haberla encontrado en un bauzán manchego que había visto, como para ser reconocido por Teresa, Sanchica y el rucio.
Recorremos la casa. Desde luego llama el ojo la buena cantidad y calidad de viejos tapices en los salones principales, y de los salones, el amarillo, para el que se ha escogido con sabio gusto esa antigua y rica tela española que impone su aristocracia arcaica a las imitaciones chillonas y estofas advenedizas. Por cierto punto la Legación es un pequeño y valioso museo, pues fuera de tapicería y chirimbolos está lo preferido y mejor entre todo las tallas, esas obras admirables de la famosa talla española que hoy se podría llamar un arte olvidado; pues la que ahora se hace no admite ni un lejano término de comparación con la labor perfecta, aun en la misma tosquedad de lo primitivo, que antaño se acostumbraba. Aquellos maestros perdidos en el tiempo no han vuelto a encarnarse, y los escultores de hoy—con rarísimas excepciones, como ese incomparable Bistolfi, de Italia, y algunos pocos franceses—desdeñan en todas partes, no sé por qué, la madera, que para ciertas cosas supera infinitamente a la piedra o el bronce. Y ante un trabajo de algún desconocido Berruguete... «Vea usted, ¿se puede realizar esto en mármol?...» Moreno Carbonero se ocupa actualmente en hacer el catálogo de las colecciones artísticas del ministro argentino, y una vez concluída la obra, debe resultar por muchos motivos interesante.
¿Y el arte? Y el arte, ¿cómo va en España?
Pues si algo ha quedado sosteniendo la tradición diamantina del arte español es la pintura. Allí Artal ha dado a conocer reflejos de la hoguera subsistente. Hay pintores, hay grandes pintores. En el Museo de Arte Moderno, del que ya os hablaré, he tenido nobles impresiones, como las que tuve en la iglesia de San Francisco el Grande. La escuela española contemporánea, de la cual Buenos Aires posee algunas valiosas muestras—y ya que hablamos de Moreno Carbonero, un cuadro de este pintor que, según me dijo él mismo, es de los que más quieren entre los suyos y fué adquirido por el doctor del Valle—, la escuela española contemporánea tiene justa fama, representada por sus firmas principales, en toda Europa; y algunos pintores españoles hay, de fuerza y valía, que cabalmente en Europa son más conocidos que en España, como me lo decía un artista. Por ejemplo, Baldomero Galofre que, fuera de su ya larga labor, logrará un bello triunfo si realiza conforme con el plan que conozco su vasto poema pictórico España. Roma detiene a varios maestros de luz españoles, de los cuales conocéis más de un cuadro cuajado de sol; París lo propio, desde en tiempos de los Fortuny y los Madrazos. No he averiguado aún los detalles de la salida de la producción, de los encargos, de la parte comercial del asunto. Pero desde luego, os aseguro que en este inmenso imperio del color, no se agotará jamás la llama artística; y desde Plasencia o Moreno Carbonero hasta el último pintaplatos que os fastidiará en el café sirviéndoos la marina o el bodegón como un par de salchichas, todos tienen en la pupila un don solar que se proclama a cada instante.
—«¿Y el arte en Buenos Aires?» Digo lo que puedo, alabo los esfuerzos del director del Museo, cito tres o cuatro nombres y me salvo.
Luego he estado en casa de Castelar. Ya convalece de su enfermedad última, en la que llegó momento en que se creyera lo llevase a la muerte. Fuimos tres los que en el momento de la entrevista estuvimos presentes. Uno, su amigo el banquero Calzado, que hace tanto tiempo reside en París, y cuya intimidad con el orador data de larga fecha. Otro el ministro de Bolivia. Desde mi llegada cumplí con informarme en nombre de la La Nación y propio del estado del antiguo e ilustre colaborador. Sus primeras palabras, al verme, fueron: «¡Oh, qué diferencia, del 92, cuando usted me vió por última vez!» En efecto. Recordarán mis lectores en este diario aquella carta color de rosa que escribí hace siete años con motivo de un almuerzo que Castelar me ofreciera en su misma casa de hoy, en la calle de Serrano. Aquel Castelar brillaba aún en la madurez lozana de una vida que apenas demostraba cansancio, aun cuando en la cúpula había nevado ya bastante. El orador todavía se afirmaba sobre los estribos de su pegaso. Los ojos chispeaban vivos en la cara sonrosada; el gesto adornaba la frase elocuente; la potencia tribunicia se denunciaba a relámpagos. El apetito se revelaba en aquellas perdices regalo de la duquesa de Medinaceli, aquellas perdices episcopales regadas con exquisitos vinos de abad. Y Abarzuza, que todavía no había sido ministro, estaba a su lado. Y sobre la gran calva popular se encendía en su apogeo un círculo de gloria. Hoy... Me dió ciertamente tristeza el cuerpo delgado por la dolencia, los ojos un tanto apagados, la voz algo cansada, el rostro de fatiga, todo el célebre hombre en decadencia. Todo no; porque en cuanto empezó a hablar, como le tocara el punto delicado de la política primero y de los asuntos internacionales después, irguió la antigua cresta, cantó. De lo primero, como quien mira las cosas desde su voluntario aislamiento; pero expresando su disgusto por las añagazas y trampas al uso; y su desconsuelo airado por el estado a que han reducido al país los malos dirigentes. De los segundos, lapidando a frases violentas a los Estados Unidos. Hay que recordar como ha sido el entusiasmo de Castelar por la república norteamericana antes de la iniquidad. Y lo mucho que a Castelar han admirado los yanquis—sin duda alguna por lo que ha tenido de greatest in the world, a título de Niágara oratorio—. Y el Crisóstomo peninsular hablaba con el despecho razonado de quien ha sido víctima de un engaño, de un engaño digno del país colosal de los dentistas. «¡Cosas de este fin de siglo!» nos decía. «Mientras la autocrática Rusia pide a los pueblos el desarme y aboga por la paz, los Estados Unidos, tierra de la democracia, son los que proclaman la fuerza por ley y se tornan guerreros. ¡Oh, es esto para mí como si los castores se hubieran de pronto vuelto tigres! Tengo en mi casa un retrato de Wáshington, regalo de un ilustre amigo mío norteamericano; y otro amigo y compatriota me hacía cargos porque tenía yo al gran anglo-sajón en lugar preferido de mi alcoba». Le contesté que el pobre no tenía la culpa de lo que hacían sus descendientes, y que el primero en la paz, el primero en la guerra y el primero en el corazón de sus conciudadanos, sería el primero en avergonzarse de ellos en esta sazón en que se han convertido en heraldos y ministros de la violencia y de la injusticia.
Calzado nos decía que durante la enfermedad no ha cesado un momento Castelar en su labor de siempre. Que su humor no se ha entibiado, ni sus ejercicios mentales de costumbre han sufrido el menor cambio ni menoscabo. Es el trabajador de antaño. Entonces él nos dijo de qué manera había perdido personalmente en su presupuesto constante una renta que no bajaba de dos mil quinientos a tres mil francos mensuales, pues por voluntad invencible ha resuelto, desde la última guerra, no escribir una sola línea para el público de Norte-América. Y en verdad, Castelar ha sido pagado por los yanquis como muy pocos escritores. Diarios y magazines ha habido que desembolsasen