los que llevan la firma del maestro Rusiñol. Los títeres son algo así como los que en un tiempo atrajeron la curiosidad de París con misterios de Bouchor, piececitas de Richepin y de otros. Para semejantes actores de madera compuso Maeterlinck sus más hermosos dramas de profundidad y de ensueño. Allí en los Cuatro Gatos no están mal manejados. Llegué cuando la representación estaba comenzada. En el local, casi lleno, resaltaba la nota graciosa de varias señoritas, intelectuales según se me dijo, pero que no eran ni Botticelli ni Aubrey Beardsley, ni el peinado ni el traje enarbolaban lo snob.
Abundaban los tipos de artistas del Boul'Miche; jóvenes melenudos, corbatas mil ochocientos treinta, y otras corbatas. Los bocks circulaban, al chillar la vocecilla de los títeres. Naturalmente, los títeres de los Quatre Gats hablan en catalán, y apenas me pude dar cuenta de lo que se trataba en la escena. Era una pieza de argumento local, que debe de haber sido muy graciosa, cuando la gente reía tanto. Yo no pude entender sino que a uno de los personajes le llovían palos, como en Molière; y que la milicia no estaba muy bien tratada. Las decoraciones son verdaderos cuadritos; y se ve que quienes han organizado el teatro diminuto lo han hecho con amor y cuidado. En el local suele haber además exposiciones, audiciones musicales y literarias y sombras chinescas. Ya veis que el alma de Rodolphe Salis se regocijaría en este reflejo. Al salir volví a ver a Per Romeu, quien puso en mis manos un cartelito en que se anuncia su coin de artista, en gótica tipografía de antifonario o de misal antiguo, y en la cual se dice que «Aital estada es hostal pels desganats, es escople de calin pels que sentin l'anyorança de la llar, es museu pels que busquin lleminadures per l'ánima; es taverna y emparrat, pels que aimen l'ombra deis pampols, y de l'essencia espremuda del rahim; es gótica cerveceria, pels enamorats del Nort, y pati d'Andalucía, pels aimadors del Mig-die; es casa de curació, pels malalts del nostre segle, y cau d'amistat y harmonia pels que entrin a roplugar-se sota ls portics de la casa. No tindrán penediment d'haver vingut y si recança si no venen». Ese cabaret es una de las muestras del estado intelectual de la capital catalana, y el observador tiene mucho en donde echar la sonda. Desde luego sé ya que en Madrid me encontraré en otra atmósfera, que si aquí existe un afrancesamiento que detona, ello ha entrado por una ventana abierta a la luz universal, lo cual, sin duda alguna, vale más que encerrarse entre cuatro muros y vivir del olor de cosas viejas. Un Rusiñol es floración que significa el triunfo de la vida moderna y la promesa del futuro en un país en donde sociológica y mentalmente se ejerce y cultiva ese don que da siempre la victoria: la fuerza.
Ocasión habrá de hablaros de la obra de Rusiñol y los artistas que le siguen, cuando torne a Barcelona a sentir mejor y más largamente las palpitaciones de ese pueblo robusto.
He llegado a Madrid y próximamente tendréis mis impresiones de la Corte.
MADRID
4 de enero.
Con el año entré en Madrid; después de algunos de ausencia vuelvo a ver el «castillo famoso». Poco es el cambio, al primer vistazo; y lo único que no ha dejado de sorprenderme al pasar por la típica Puerta del Sol, es ver cortar el río de capas, el oleaje de características figuras, en el ombligo de la villa y corte, un tranvía eléctrico. Al llegar advertí el mismo ambiente ciudadano de siempre; Madrid es invariable en su espíritu, hoy como ayer, y aquellas caricaturas verbales con que don Francisco de Quevedo significaba a las gentes madrileñas, serían, con corta diferencia, aplicables en esta sazón. Desde luego el buen humor tradicional de nuestros abuelos se denuncia inamovible por todas partes. El país da la bienvenida. Estamos en lo pleno del invierno y el sol halaga benévolo en un azul de lujo. En la Corte anda esparcida una de los milagros; los mendigos, desde que salto del tren me asaltan bajo cien aspectos; resuena de nuevo en mis oídos la palabra «señorito»; don César de Bazán me mide de una ojeada desde la esquina cercana; el cochero me dice: «¡pues, hombre!...» dos pesetas, y mi baúl pasa sin registro: con el pañuelo que le cubre la cabeza, atadas las puntas bajo la barba, ceñido el mantón de lana, a garboso paso, va la mujer popular, la sucesora de Paca la Salada, de Geroma la Castañera, de María la Ribeteadora, de Pepa la Naranjera, de todas aquellas desaparecidas manolas que alcanzaron a ser dibujadas a través de los finos espejuelos del Curioso Parlante; una carreta tirada por bueyes como en tiempo de Wamba, va entre los carruajes elegantes por una calle céntrica; los carteles anuncian, con letras vistosas La Chavala y El Baile de Luis Alonso; los cafés llenos de humo rebosan de desocupados, entre hermosos tipos de hombres y mujeres, las getas de Cilla, los monigotes de Xaudaró se presentan a cada instante; Sagasta Olímpico está enfermo, Castelar está enfermo; España ya sabéis en qué estado de salud se encuentra; y todo el mundo, con el mundo al hombro o en el bolsillo, se divierte: ¡Viva mi España!
Acaba de suceder el más espantoso de los desastres; pocos días han pasado desde que en París se firmó el tratado humillante en que la mandíbula del yanqui quedó por el momento satisfecha después del bocado estupendo: pues aquí podría decirse que la caída no tuviera resonancia. Usada como una vieja «perra chica» está la frase de Shakespeare sobre el olor de Dinamarca, si no, que sería el momento de gastarla. Hay en la atmósfera una exhalación de organismo descompuesto. He buscado en el horizonte español las cimas que dejara no hace mucho tiempo, en todas las manifestaciones del alma nacional: Cánovas muerto; Ruiz Zorrilla muerto; Castelar desilusionado y enfermo; Valera ciego; Campoamor mudo; Menéndez Pelayo... No está por cierto España para literaturas, amputada, doliente, vencida; pero los políticos del día parece que para nada se diesen cuenta del menoscabo sufrido, y agotan sus energías en chicanas interiores, en batallas de grupos aislados, en asuntos parciales de partidos, sin preocuparse de la suerte común, sin buscar el remedio al daño general, a las heridas en carne de la nación. No se sabe lo que puede venir. La hermana Ana no divisa nada desde la torre. Mas en medio de estos nublados se oye un rumor extraño y vago que algo anuncia. Ni se cree que florezcan las boinas de don Carlos, y los republicanos que fueran esperanza de muchos, en escisiones dentro de su organización misma, casi no alientan. Entretanto van llegando a los puertos de la Patria los infelices soldados de Cuba y Filipinas. Quienes a morir como uno que—parece caso escrito en la Biblia—fué a su pueblo natal ya moribundo, y como era de noche sus padres no le abrieron su casa por no reconocerle la voz, y al día siguiente le encontraron junto al quicio, muerto; otros no alcanzan la tierra y son echados al mar, y los que llegan, andan a semejanza de sombras; parecen, por cara y cuerpo, cadáveres. Y el madroño está florido y a su sombra se ríe y se bebe y se canta, y el oso danza sus pasos cerca de la casa de Trimalción. A Petronio no le veo. He pensado a veces en un senado macabro de las antiguas testas coronadas, como en el poema de Núñez de Arce, bajo la techumbre del monasterio
Que alzó Felipe Segundo
Para admiración del mundo
Y ostentación de su imperio.
¿Cómo hablarían ante el espectáculo de las amarguras actuales los grandes reyes de antaño, cómo el soberbio Emperador, cómo los Felipes, cómo los Carlos y los Alfonsos? Así cual ellos el imperio hecho polvo, las fuerzas agotadas, el esplendor opaco; la corona que sostuvieron tantas macizas cabezas, así fuesen las sacudidas por terribles neurosis, quizá próxima a caer de la frente de un niño débil, de infancia entristecida y apocada; y la buena austriaca, la pobre madre real en su hermoso oficio de sustentar al reyecito contra los amagos de la suerte, contra la enfermedad, contra las oscuridades de lo porvenir; y que está pálida, delgada, y en su majestad gentilicia el orgullo porfirogénito tiene como una vaga y melancólica aureola de resignación.
El mal vino de arriba. No dejaron semillas los árboles robustos del gran cardenal, del fuerte duque, de los viejos caballeros férreos que hicieron mantenerse firme en las sienes de España la diadema de ciudades. Los estadistas de hoy, los directores de la vida