los que han influído en el estado de indigencia moral en que el espíritu público se encuentra; los que han preparado, por desidia o malicia, el terreno falso de los negocios coloniales, por lo cual no podía venir en el momento de la rapiña anglo-sajona, sino la más inequívoca y formidable débâcle. Unos a otros se echan la culpa, mas ella es de todos. Ahora es el tiempo de buscar soluciones, de ver cómo se pone al país siquiera en una progresiva convalecencia; pero todo hasta hoy no pasa de la palabrería sonora propia de la raza, y cada cual profetiza, discurre y arregla el país a su manera. En palacio, ya que no Cisneros o Richelieu, falta siquiera el Dubois que prepare para Alfonso XIII lo que el francés para Luis XV, niño y débil: la política interior en caso de vida, la política exterior en caso de muerte. Cánovas no fué purpurado, en la Monarquía de S. M. Católica, pero quizás era el único, a pesar de sus defectos, que tuviese buena vista en sus ojos miopes, buena palabra de salvación o de guía en su lengua andaluza; mas de los horrores inquisitoriales de Montjuich salió el rayo rojo para él.
Entre las cabezas dirigentes hay quienes reconocen y proclaman en alta voz que la causa principal de tanta decadencia y de tanta ruina estriba en el atraso general del pueblo español; reconocen que no se ha hecho nada por salir de la secular muralla que ha deformado el cuerpo nacional como el cántaro chino el de un enano; y si se ha dejado enmohecer la literatura, si ha habido estancamiento y retroceso en el profesorado, a punto de que de las célebres Universidades lo que brilla como una joya antigua es el nombre; fuera de pocas excepciones para el juicio público, el oráculo de la ciencia se encierra en urnas como el comodín periodístico del señor Echegaray, el teatro que llaman chico atrae a las gentes con la representación de la vida chulesca y desastrada de los barrios bajos, mientras en el clásico Español, en las noches en que he asistido, María Guerrero representaba ante concurrencia escasísima, y eso que el paseo por Europa y sobre todo el beso de París, le han puesto un brillo nuevo en sus laureles de oro; la nobleza... La otra noche, en un café-concert que se ha abierto recientemente y con un éxito que no se sospechaba, me han señalado en un palco a gastados y encanecidos grandes de España que se entretenían con la Rosario Guerrero, esa bailarina linda que ha regocijado a París después de la bella Otero; soy frecuentador de nuestro Casino de Buenos Aires y no me precio de pacato; pero el espectáculo de esos alegres marqueses de Windsor, aficionados tan vistosamente a suripantas y señoritas locas de su cuerpo, me pareció propio para evocar un parlamento de Ruy Gómez de Silva, delante de los retratos, en bravos alejandrinos de Hugo, o una incisión gráfica de Forain con sus incomparables pimientas de filosofía. En lo intelectual, he dicho ya que las figuras que antes se imponían están decaídas, o a punto de desaparecer; y en la generación que se levanta, fuera de un soplo que se siente venir de fuera y que entra por la ventana que se han atrevido a abrir en el castillo feudal unos pocos valerosos, no hay sino la literatura de mesa de café, la mordida al compañero, el anhelo de la peseta del teatro por horas, o de la colaboración en tales o cuales hojas que pagan regularmente; una producción enclenque y falsa, desconocimiento del progreso mental del mundo, iconoclasticismo infundado o ingenuidad increíble, subsistente fe en viejos y deshechos fetiches. Gracias a que escritores señaladísimos hacen lo que pueden para transfundir una sangre nueva, exponiéndose al fracaso, gracias a eso puede tenerse alguna esperanza en un próximo cambio favorable. Mal o bien, por obra de nuestro cosmopolitismo, y, digámoslo, por la audacia de los que hemos perseverado, se ha logrado en el pensamiento de América una transformación que ha producido, entre mucha broza, verdaderos oros finos, y la senda está abierta; aquí hasta ahora se empieza, y se empieza bien: no faltan almas sinceras, bocas osadas que digan la verdad, que demuestren lo pálida que está en las venas patrióticas la sangre en que se juntaran, como diría Barbey, la azul del godo con la negra del moro; quienes llevan al teatro de las gastadas declamaciones el cuadro real demostrativo de la decadencia; quienes quieren abrir los ojos al pueblo para enseñarle que la Tizona de Rodrigo de Vivar no corta ya más que el vacío y que dentro de las viejas armaduras no cabe hoy más que el aire.
Ahora uno que otro habla de regenerar el país por la agricultura, de mejorar las industrias, de buscar mercados a los vinos con motivo del tratado último franco-italiano, y hay quienes se acuerdan de que existimos unos cuantos millones de hombres de lengua castellana y de raza española en ese continente. Por cierto, la industria pecuaria, dicen, debe ser protegida. ¿Y la agricultura? Ya en la Instrucción de 30 de noviembre de 1883 se señalaban causas locales del atraso agrícola de España, como la intervención de la Autoridad municipal en señalar la época de las vendimias, o la de la recolección de los frutos o esquilmos: la libertad de que en los rastrojos de uno pazcan los ganados de todos: los privilegios que no admiten al consumo de una ciudad más que los vinos que produce su término; los que no permiten entrar una carga de comestibles en un pueblo sin que se extraiga otra de los productos de su agricultura o de su industria, y otras mil anomalías; poco se ha adelantado desde entonces, y lo que os dará una idea del estado de estas campañas en lo relativo a agronomía, es que sepáis que las máquinas modernas son casi por completo desconocidas; que la siega se hace primitivamente con hoces, y la trilla por las patas del ganado; ¿qué pensarán de eso en la Argentina, donde nos damos el lujo de tener a lo yanqui un Rey del trigo? Se trata ahora de la creación de un ministerio de Agricultura; de instruir al campesino, que como sabéis, ha permanecido hasta ahora impermeable a toda noción; pero ya se ha hablado, a propósito de la enseñanza agrícola, de aumentar, Dios mío, el número de los doctores: ¡hacer doctores en agricultura!
Hay felizmente quien en oportunidad ha combatido el plan de los dómines agrícolas y señalado un proyecto en que quedarían bien organizadas las escuelas para capataces, peritos agrícolas e ingenieros agrónomos, estudios prácticos, de utilidad y aplicación inmediata, sin borla ni capelo salamanquino. Las campañas están despobladas, y podrían, si hubiese hombres de empresa y de buen cálculo, repoblarlas; para hacerlo la misma República Argentina estaría llamada a ser la proveedora de cabezas; las praderas andaluzas son excelentes para el engorde, y nuevas fuentes de negocios estarían abiertas para las actividades que a ello se dedicasen en la Península. Así habría que entrar en arreglos especiales por las restricciones que existen en las leyes. Mucho podría ser el comercio hispanoargentino, y al objeto, según tengo entendido, no ha cesado de trabajar el señor ministro Quesada. Aquí podrían venir las carnes argentinas, ya que no en la común forma del tasajo, conservadas por los muchos procedimientos hoy en uso; y la mayoría de este pueblo que tiene casi como base principal de alimentación el bacalao, que importa de Suecia y Noruega, comería carne sana y nutritiva. Luego sería cuestión de ver si se adaptaba para el consumo del ejército y marina. Por lo pronto, la Sociedad Rural de Buenos Aires podría hacer el ensayo, enviando en limitadas cantidades la carne conservada, y por los resultados que se obtuvieran, se procedería en lo de adelante. España enviaría sus lienzos, sus sederías, sus demás productos que allí tendrían colocación; no habría en ningún viaje el inconveniente del falso flete. Estas apuntaciones pueden ser estudiadas detalladamente por aquellos a quienes corresponde la tarea. Tales formas de relación entre España y América serán seguramente más provechosas, duraderas y fundamentales que las mutuas zalemas pasadas de un ibero-americanismo de miembros correspondientes de la Academia, de ministros que taquinan la musa, de poetas que «piden» la lira.
Nótase ahora una tendencia a conocer, siquiera lo americano nuestro—¡lo del Norte!, ¡ay!, ¡lo tienen ya bien conocido!—, y no hace muchos días, con motivo de un banquete a escritores y artistas ofrecido por el representante de Bolivia señor Ascarrunz, hubo declaraciones de parte de ciertos intelectuales, que son de tenerse muy en cuenta. «En cualquier otro momento—decía un escritor de los más diamantinos y pensadores, he nombrado a Julio Burell—, en cualquier otro momento la galantería del señor Ascarrunz habría sido digna de hidalga gratitud, pero en fin, numerosas han sido las fiestas hispanoamericanas a cuyo término apenas si ha quedado otra cosa que un poco de dulzor en la boca y otro poco de retórica en el aire; después, americanos y españoles han permanecido en sus desconfiadas soledades, colocados en actitud y con mirada recelosa, cada cual a un lado del gran abismo de la historia...» Y más adelante: «No, la guerra no levantará ya entre España y América española sus fieras voces de muerte; lo que estaba escrito, escrito queda. Rebuscadores de la Historia, curiosos y eruditos, podrán volver la mirada hacia los negros días de lucha; pero las almas que tienen alas, las almas que tienen luz, los hombres confesados a un ideal