Rubén Darío

España Contemporánea


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y bizkaitarras tienen razón. Debería comprender esto, debería haber comprendido hace mucho tiempo la agitación justa de nuestras blusas, la capa holgazana de Madrid».

      Y riente, alegre, bulliciosa, moderna, quizá un tanto afrancesada y por lo tanto graciosa, llena de elegancia, Barcelona sostiene lo que dice, y dice que habría hecho mucho más de lo que hoy nos asombra y nos encanta, si se lo hubiese permitido la tutela gubernativa, pues no puede abrir una plaza si no va la licencia de la Corte, y de la Corte van los ingenieros y los arquitectos y los empleados a agriar más la levadura; y así, a pasos, a pasos cortos, han adelantado, se han puesto los catalanes a la cabeza. ¿Qué habría hecho Cataluña autónoma, esta gran Cataluña a cuya faz maravillosa he creído contemplar bajo el azul, ya a la orilla de su bravo mar, ya en momentos crepusculares y apacibles, sobre los juegos de agua de su paseo favorito, en donde un simulacro divino rige armoniosamente una cuadriga de oro? Sano y robusto es este pueblo desde los siglos antiguos. Sus hijos son naturales y simples, llenos de la vivaz sangre que les da su tierra fecunda; sus mujeres, de firmes pechos opulentos, de ojos magníficos, de ricas cabelleras, de flancos potentes; el paisaje campestre, la costa, la luz, todo es de una excelencia homérica. Hay niños, hay hembras, hay campesinos, que se dirían destinados a uno de esos cuadros de Puvis de Chavannes en que florecen la vida y la gracia primitiva del mundo. Los talleres se pueblan, bullen; abejean en ellos las generaciones. Por las calles van la salud y la gallardía; y la fama de grandes pies que tienen las catalanas, no tengo tiempo de certificarla, pues la euritmia del edificio me aleja del examen de su base. La ciudad se agita. Por todos lugares la palpitación de un pulso, el signo de una animación. Las fábricas a las horas del reposo, vacían sus obreros y obreras. El obrero sabe leer, discute; habla de la R. S., o sea, si gustáis, Revolución Social; otro mira más rojo, y parte derecho a la anarquía. No muestran temor ni empacho en cantar canciones anárquicas en sus reuniones, y sus oradores no tienen que envidiar nada a sus congéneres de París o de Italia. Ya recordaréis que se ha llegado aquí a la acción, y memorias sonoras y sangrientas hay de terribles atentados. Y eso que, en la fortaleza de Montjuich, parece que la inquisición renovó en los interrogatorios, no hace mucho tiempo, los procedimientos torquemadescos de los viejos procesos religiosos. Así al menos lo demostró en la Revue Blanche y luego en un libro que tuvo un momento de resonancia, el escritor Tarrida del Mármol. La propaganda continúa, subterránea o a la luz del día, con todo y tener ojos avizores la justicia. Hace poco, en una fiesta industrial, en momentos en que llegaban amargas noticias de la guerra, ciertos trabajadores arrancaron de su asta una bandera de España y la sustituyeron por una bandera roja. Mientras esto pasa en la capa inferior, arriba y en la zona media, cada cual por su lado, se mueven los autonomistas, los francesistas y los separatistas. Los unos quieren que Cataluña recobre sus antiguos derechos y fueros, que no le fueron quitados sino al comenzar este siglo; los otros pretenden la anexión a Francia, yo no sé por qué, pues la centralización absoluta de allá les pondría, a lo mejor, en el mismo caso que el Poitou o la Provenza, y las reales relaciones y simpatías con el vecino francés no pasan de vagas y platónicas manifestaciones de felibres; una cigarra canta de este lado, otra contesta del otro: no creo que entre Mistral y Mossen Jacinto Verdaguer vayan a lograr mejor cosa. Los otros sueñan con una separación completa, con la constitución del Estado de Cataluña libre y solo. Claro es que, además de estas divisiones, existen los catalanes nacionales, o partidarios del régimen actual, de Cataluña en España; pero éstos son, naturalmente, los pocos, los favorecidos por el Gobierno, o los que con la organización de hoy logran ventajas o ganancias que de otra manera no existirían.

      Entretanto, trabajan. Ellos han erizado su tierra de chimeneas, han puesto por todas partes los corazones de las fábricas. Tienen buena mente y lengua, poetas y artistas de primer orden; pero están ricamente provistos de ingenieros e industriales.

      No bien acabaron de pelear, al principio de la centuria, se pusieron a la obra productiva. En la labor estaban, y el clarín de don Carlos les perturbó de nuevo. Desde el año 1842 volvieron a la tarea, no sin bregar con la prohibición de Inglaterra que a la sazón impedía se exportasen sus máquinas; se logró que se revocase dicha prohibición y el dinero catalán cuajó sus fábricas de máquinas inglesas. He de volver a Cataluña, donde no he estado sino rápidamente, y he de estudiar esa existencia fabril que se desarrolla prodigiosa en focos como Reus, Mataró, Villanueva, y entre otros tantos, Sitges, donde tiene su morada el singular y grande artista que se llama Santiago Rusiñol.

      El nombre de Rusiñol me conduce de modo necesario a hablaros del movimiento intelectual que ha seguido, paralelamente, al movimiento político y social. Esa evolución que se ha manifestado en el mundo en estos últimos años y que constituye lo que se dice propiamente el pensamiento «moderno» o nuevo, ha tenido aquí su aparición y su triunfo, más que en ningún otro punto de la Península, más que en Madrid mismo; y aunque se tache a los promotores de ese movimiento de industrialistas, catalanistas, o egoístas, es el caso que ellos, permaneciendo catalanes, son universales. La influencia de ese grupo se nota en Barcelona no solamente en los espíritus escogidos, sino también en las aplicaciones industriales, que van al pueblo, que enseñan objetivamente a la muchedumbre; las calles se ven en una primavera de carteles o affiches que alegran los ojos en su fiesta de líneas y colores; las revistas ilustradas pululan, hechas a maravilla: las impresiones igualan a las mejores de Alemania, Francia, Inglaterra o Estados Unidos, tanto en el libro común y barato como en la tipografía de arte y costo.

      Cuando vuelva a Barcelona he de ver a Rusiñol en su retiro de Sitges, una especie de santuario de arte en donde vive ese gentilhombre intelectual digno de ser notado en el mundo. Entretanto, sabed que Rusiñol es un altísimo espíritu, pintor, escritor, escultor, cuya vida ideológica es de lo más interesante y hermoso, y cuya existencia personal es en extremo simpática y digna de estudio. Su leonardismo rodea de una aureola gratamente visible, su nombre y su obra. Es rico, fervoroso de arte, humano, profundamente humano. Es un traductor admirable de la naturaleza, cuyos mudos discursos interpreta y comenta en una prosa exquisita o potente, en cuentos o poemas de gracia y fuerza en que florece un singular diamante de individualidad. En este movimiento, como sucede en todas partes, los que se han quedado atrás, o callan, o apenas son oídos. Balaguer es ya del pasado, con su pesado fárrago: el padre Verdaguer apenas logra llamar la atención con su último libro de Jesús: vive al reflejo de la Atlántida, al rumor de Canigó. Guimerá, que trabaja al sol de hoy, va a Madrid a hacer diplomacia literaria, y los madrileños, que son «malignos», le dicen que conocen su juego, y que hay en el autor de Tierra Baja un regionalista de más de la marca. Bellamente, noblemente, a la cabeza de la juventud, Rusiñol, que no escribe sino en catalán, pone en Cataluña una corriente de arte puro, de generosos ideales, de virtud y excelencia trascendentes. Por él se acaba de levantar al Greco una estatua en Sitges; por él los nuevos aprenden en ejemplo vivo, que el ser artista no está en mimar una Bohemia de cabellos largos y ropas descuidadas y consumir bocks de cerveza y litros de ajenjo en los cafés y cabarets, sino en practicar la religión de la Belleza y de la Verdad, creer, cristalizar la aspiración en la obra, dominar al mundo profano, demostrar con la producción propia la fe en un ideal; huir de los apoyos de la crítica oficial, tanto como de las camaraderías inconscientes, y juntar, en fin, la chispa divina a la nobleza humana del carácter.

      Me dijeron que podía encontrar a Rusiñol en el café de los Quatre Gats. Allá fuí. En una estrecha calle se advierte la curiosa arquitectura de la entrada de ese rincón artístico. Pasé una verja de bien trabajado hierro y me encontré en el famoso recinto con el no menos famoso Per Romeu. Es éste el dueño o empresario principal del cabaret; alto, delgado, de larga melena, tipo del Barrio Latino parisiense, y cuya negra indumentaria se enflora con una prepotente corbata que trompetea sus agudos colores, no sé hasta qué punto pour épater le bourgeois. Pregunté por Rusiñol y se me dijo que estaba en su mansión de Sitges; por Pompeyo Gener, que acababa de llegar de París, y se me dijo que a ése no le buscase, pues solamente la casualidad podría hacer que le encontrara. Y como era día de marionetas, se me invitó a ver el espectáculo. Los Cuatro Gatos son algo así como un remedo del Chat Noir de París, con Per Romeu por Salis, un Salis silencioso, un gentilhombre cabaretier que creo que es pintor de cierto fuste, pero que no se señala por su sonoridad. Amable, él fué quien me condujo a la salita de representación. En ella no cabrán más de cien personas; decóranla