Rubén Darío

España Contemporánea


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que en la vida ciudadana; los círculos, las «afinidades electivas», las simpatías; y una poliglocia que os obliga a entraros por todas las lenguas vivas, así corráis el riesgo de matarlas. Impera, naturalmente, la música del italiano. Después del crepúsculo, he ahí que estamos alrededor de una mesa, un argentino, un italiano, un suizo, un venezolano, un belga, un francés, un centroamericano, un oriental, un español...; no hay duda de que venimos de Buenos Aires. Y se habla del centro inmenso que ya queda allá lejos y no puedo dejar de recordar el apóstrofe admirable: «¡Nave del porvenir, cara nave argentina!...» Y como vamos sobre el mar, que nos ase el espíritu, surge en creación súbita ante mis ojos mentales la visión del soberbio navío continental, encendidos sus mil fuegos, al cielo su bosque de árboles, en cuyo más alto mástil flamea el pabellón del Sol; pujante la máquina ciclópea; en lo hondo la carga de riquezas, con rumbo hacia un imperio de paz y de bienandanza, a la hora de la aurora, para la gloria de la Humanidad.

      14 de diciembre.

      Mientras el banquero belga conversa de finanzas con el explorador italiano, que es también un escritor, el médico suizo ha entablado una partida de piquet con el comerciante venezolano, y la profesora alemana ataca a Chopín. Le ataca correctamente, demasiado correctamente, pero Chopín acaba por triunfar de esa ejecución tudesca de institutriz. Chopín sobre las olas y en una suave hora nocturna; hace falta la luna; pero no importa, el canto mágico crea el clair de lune en la misma sustancia musical y el hombre propicio al ensueño puede fácilmente ejercer la amable función. Y no sé como, vengo a pensar en ese individuo. ¿Cuál? Voy a deciros. Hay allá entre los pasajeros de tercera clase, en ese montón de hombres que se aglomera como en un horrible panal, en la proa del barco, un prisionero. Es un criminal italiano que camina, por obra de la extradición, a cumplir con la condena de veintiún años de presidio que ha caído sobre él a causa de un asesinato. Logró escapar a las Autoridades de Italia y vivió en Buenos Aires cinco años de honrada vida, a lo que parece. Alguien le descubrió en su incógnito, y la legación italiana pidió le fuera entregado el reo; el tratado tuvo cumplimiento y el asesino va hoy a que le pongan la cadena en su patria. Le he visto hosco, zahareño; su cara, una ilustración de un libro de Lombroso. Esquiva el trato, rehuye la mirada, y en la muchedumbre de sus compañeros de viaje, va libre y suelto. Estamos en alta mar; un incendio, un choque, un naufragio, podrían ocurrir, y ese presidiario tiene igual derecho que cualquiera de nosotros para salvar su existencia. Es la lógica del marino, y es hermosa. Hoy penetré en el ambiente infecto de ese rebaño humano que exigiría la fumigación. Era la hora de la siesta. Quienes dormían en los pasadizos o a pleno sol, quienes en círculos y grupos jugaban a las cartas, o a la lotería. Aislado por su voluntad, el condenado, cerca de la borda, miraba al mar. Procurando una especial diplomacia logré entrar en conversación con él; y a los pocos momentos ese rostro rudo se aviva, se excita. No, él no es culpable; ha matado en defensa propia; él no procurará evadirse; va a Italia contento, porque ya se volverá a abrir la causa y entonces se verá cómo va a brillar su inocencia. Los ojos convencidos, la palabra sale fácil, el gesto atornilla la palabra. Italiano y asesino, pienso yo: el amor de seguro anda por medio. Pero no; se trata de un vil asunto de intereses, de una miserable cuestión de quattrini. Y entonces siento en verdad que ese hombre es culpable, tristemente culpable. No ha sido la bella vendetta del que mata porque le roban la querida o le burlan con la esposa, o le manchan la hija o la hermana; es el asco del crimen que triplica su infamia. Pero ese desventurado, sin embargo, ha estado llevando, en un país lejano, una vida de labor y de honradez. En parte ha lavado su delito. Ha creído estar ya libre, y de pronto he aquí que la justicia le ase y le arrastra al presidio por el término de una existencia de hombre. Aquí va en libertad, pero la evasión sería la muerte. ¿Qué pasa por ese cerebro tosco? ¿Habrá llegado lo autosugestivo hasta hacer que esté convencido ese infeliz de que es inocente? Y luego vendrá el grillete, el número, el vivir de muerte de los penados; y si el tiempo le permite acabar su condena, saldrá el viejo de cabellos blancos, si no a la morte civile de su paisano Giacometti, a caminar dos duros pasos más en la libertad y caer en la tumba... La profesora alemana ha dejado a Chopín dormir sobre el atril.

      19 de diciembre.

      Grado 0. Paso de la línea ecuatorial. Un mar estañado, cuya superficie invitaría a patinar en un giro infinito. El cielo pesa en la atmósfera caliente sobre el ondulado desierto. En soledad oceánica semejante, recuerdo el raro encuentro de un digno ejemplar yanqui. Era en 1892 y a bordo de un vapor de la Transatlántica Española, en viaje de la Habana a Santander. Casi al paso de la Línea, una mañana muy temprano, despertó a los pasajeros la noticia de que había náufragos a la vista. Nos vestimos apresuradamente y en un instante la cubierta estaba llena de ojos curiosos. Se sentía cierta emoción. ¿Quién no ha leído a Julio Verne? Yo, por mi parte, pensaba ya en una viva reproducción de Gericault: un Radeau de la Méduse animado y aterrorizador. Probablemente escenas de canibalismo; aspectos de espanto y de muerte: Tartarin-Pim, ¡Dios mío! El vapor aminoraba la marcha y ponía su proa al objeto de nuestras miradas: un barquichuelo que a alguna distancia se advertía, y en el cual, con ayuda del anteojo, podía notarse un hombre en pie. Pronto llegamos a acercarnos, y al detenerse el steamer, se oyó una voz que venía del barquichuelo y que decía en un inglés ladrante del Norte: «¿A qué grados estamos?» El capitán, conciso, contestó a la pregunta. Preguntó luego: «¿Náufragos?» El hombre desconocido escribió en un papel, colocó el escrito en una caja de sardinas y lanzó su proyectil: «Soy el capitán Andrews y voy solo, en este bote, por la misma ruta de Colón, al puerto de Palos, enviado por la casa del jabón Sapolio, de Nueva York. Ruego avisar por cable al llegar al continente, el punto en que se me ha encontrado». «¿Necesita usted algo?» Por toda respuesta el hijo del tío Samuel nos bombardeó con dos tarros de penmican y otros dos de arvejas, y, poniendo su vela al viento, nos dejó, no sin el indispensable all right. Efectivamente, aquel curioso commis voyageur de la jabonería yanqui, era el Colón de los Estados Unidos que iba a descubrir España...

      20 de diciembre.

      El hormiguero de la proa se aglomera; ha advertido que tiene delante el ojo fotográfico. Un distinguido caballero, miembro de la Sociedad fotográfica de Aficionados, de Buenos Aires, y el excelente comandante Buccelli, se ofrecen galantemente como operadores. Desde el momento en que se ha visto la máquina en el puente, cada cual «posa» a su manera; quien se encarama a los lugares dominantes, quien se acomoda la gorra, quien toma aires arrogantes, o falsos, o esquivos, o graciosos. Esa gente comprende que es objeto de curiosidad, y procura ser mejor en ese instante. La vieja piamontesa sienta y arregla en la falda al bambino; una muchacha pálida, de un bello tipo napolitano, se alisa con dos pases de peineta el cabello oscuro y copioso; un abyecto bausán hace un gesto obsceno, otro una mueca; éstos abajo, aquéllos en el centro, aquéllos arriba, forman su torre de carne humana iluminada de ojos de Italia. El fondo es el cielo lleno de luz difusa, sobre el cual se recortan las figuras agrupadas. Entre esas gentes van marineros, obreros, trabajadores que han estado en el Plata por algún tiempo, unos con su pequeña hucha llena, otros en situación idéntica a la que trajeron de inmigrantes; no han podido resistir al deseo de volver a mirar su musical y dulce tierra. Hay que observar cómo en ese cafarnaum en que van confundidos como las cabezas en un barco conductor de ganado en pie, no les abandona su alegre numen latino. De noche, oís que a la claridad estelar brota de pronto un coro jubiloso, una barcarola, armoniosamente acordadas las voces; o una voz sola, impregnada de las ardientes gracias de Nápoles, de la amorosa melodía de Venecia, o que da al aire marino una de esas canciones de Sicilia que tienen tan buen perfume de antiguo vino griego. En el día, las mujeres que lavan sus trapos, los viejos aporreados por la vida, los mocetones de potentes puños, las testas diversas cubiertas de boinas, gorros o chambergos, los niños de grandes ojos y magníficas cabelleras, tienen siempre en la faz un rayo de sol que denuncia la floración inextinguible de la raza, la multiplicada marca del goce de la existencia que lleva todo el que nace en los países solares de otoños de oro e incomparables primaveras en triunfo.

      Se procede a retratar al criminal. Desde que nos mira llegar, no cabe en sí de humor gris, y por los ojos se le sale el disgusto. Quiere ir a ocultarse, pero el comandante le prohibe que se retire, y con modos amables le indica que no se pretende nada que sea en su contra; que, al contrario, se le va a hacer el regalo de su fotografía. El sujeto hace un