ha tenido una ocasión de sonreir.
Lucen los estandartes de las distintas facultades; con extrañas vestimentas, los dulzaineros que han tenido por principal kapellmeister a un ruiseñor, como el pifanista de Daudet; la comparsa de la boda, florida de pañuelos y de ramos frescos y de mejillas finas como de seda de flor, y en los ojos de esas mujeres la salvaje y agresiva luz levantina; y los cuerpos eurítmicos y ricos de gracia sensual, cuellos de magnífica pureza, senos y piernas armoniosas; son el vivo encanto entre las notas detonantes y decorativas de las mantas y de los cestos de frutas. Y en la sala del palacio en que se les recibe, los que fingen labradores se ponen a departir echados en el suelo, los de las bandurrias y guitarras se ordenan, y al aparecer la reina y su familia, un trueno de cuerdas inicia la marcha real. Los que representan la boda animan su risueño grupo de trajes vistosos. Luego es la danza regional del U y el Dos; y las canciones y las coplas que dos estudiantes improvisan, a dos versos cada uno, y los donsainers que tocan en sus instrumentos de legado arábigo sones originales que danzan las parejas, músicas perfumadas de rosas de la Huerta, cadencias y ritmos de una melodía que en vano procuraría esquivar su origen muslímico; y el canto y la danza bordan, cincelan paisajes que en una lejanía histórica puede evocar el soñador. La austriaca triste se ve como iluminada de música, el reyecito anémico debe sentir correr por sus venas un rojo estremecimiento; las princesas y los cortesanos sienten en medio de los muros antiguos y de los solitarios y maravillosos habitáculos, una invasión de aire libre, una irrupción de la vigorosa naturaleza, una momentánea aparición del alma sonora de la España popular; es un sorbo de licor latino apurado en horas de decaimiento en una copa labrada por el moro. La reina admira un rico pañuelo de randas que una valenciana luce en la cabeza, y la valenciana se quita de la cabeza el pañuelo y se lo da a la reina. Un estudiante ofrece a una princesita un cesto de limones con el mismo gesto que si fuesen de oro. El señor rector anda por allí con su frac y su discurso, negro entre la fiesta de colores. En los ojos del rey niño juega una inusitada llama, y la buena Borbón de la infanta Isabel está en su elemento. Ya el rector leyó su pliego, ya vuelven a sonar las dulzainas morunas y las valencianas a tejer estrofas con caderas, piernas y brazos. Ya se va la comparsa, ya quedan los príncipes solos con su grandeza; ya va a su retiro el pequeño monarca, acompañado de una aya invisible... pero que el ojo del poeta alcanza a distinguir y a reconocer, pálida, muy pálida.
Entretanto Madrid ha bailado como nunca. No hay recuerdo de una época en que las gentes se hayan entregado a tal ejercicio con mayor entusiasmo. En el Real, en todos los teatros, bailes de sociedades y gremios; en los salones mundanos bailes de cabezas y de trajes; en las calles mismas, mascaradas con una guitarra y unas castañuelas por toda música, se han descaderado a jotas. Los disfraces han abundado; y mientras uno materialmente no puede dar un paseo por las calles sin que le impidan el paso los mendigos, mientras la prostitución, comprendida la de la infancia y causada por el hambre en este buen pueblo, se instala a nuestros ojos a cada instante; mientras los atracos o robos en plena calle hacen protestar a la Prensa todos los días, se han gastado en los tres de carnaval trescientas mil pesetas en confetti y serpentinas. Parece que pasase con los pueblos lo que con los individuos, que estas embriagueces fuesen semejantes a la de aquellos que buscan alivio u olvido de sus dolores refugiándose en los peligrosos paraísos artificiales. O que la cigarra española después de haber pasado cantando tanto tiempo, a la hora de los cierzos y en el frío del invierno siguiese el consejo de la hormiga: «¡Bailad ahora!» De todas maneras os aseguro que esta alegría es un buen síntoma: enfermo que baila no muere. Y la belleza de estas mujeres españolas, la abundancia de belleza sobre todo, y de frescura y de vida sana, dan idea de la más fecunda mina de almas y de cuerpos robustos, de donde pueden salir los elementos del mañana. Y yo no sé si me equivoque, pero noto que a pesar del teatro bajo y de la influencia torera—en su mala significación, es decir, chulería y vagancia—, un nuevo espíritu, así sea homeopáticamente, está infiltrándose en las generaciones flamantes. Mientras más voy conociendo el mundo que aquí piensa y escribe, veo que entre el montón trashumante hay almas de excepción que miran las cosas con exactitud y buscan un nuevo rumbo en la noche general.
He de ocuparme especialmente en estas manifestaciones de una reacción saludable y que auguraría, con tal de que esos luchadores se uniesen todos en un núcleo que trabajase por la salud de España, un movimiento digno de la patria antigua. Por lo demás, las fiestas no hacen daño, y con fiestas y toros hubo un Gran Capitán y un duque de Alba. El Aranjuez de la princesa de Éboli corresponde en cierto modo al Retiro de Felipe IV. Las máscaras suelen ser del agrado de los héroes, y cuando el Cid se casa y va el rey sacando los granos de trigo de entre los senos de Jimena, divierte a las gentes un hombre de buen humor que va vestido de diablo.
Lo que hay es que los que quieran proclamar la reconstrucción con toda verdad y claridad han de armarse de todas armas en esta tierra de las murallas que sabéis. Hay que luchar con la oleada colosal de las preocupaciones; hay que hacer verdaderas razzias sociológicas, hay que quitar de sus hornacinas ciertos viejos ídolos perjudiciales, hay que abrir todas las ventanas para que los vientos del mundo barran polvos y telarañas y queden limpias las gloriosas armaduras y los oros de los estandartes; hay que ir por el trabajo y la iniciación en las artes y empresas de la vida moderna, «hacia otra España», como dice en un reciente libro un vasco bravísimo y fuerte—el señor Maeztu—; y donde se encuentran diamantes intelectuales como los de Ganivet—¡el pobre suicida!—, Unamuno, Rusiñol y otros pocos, es señal de que ahondando más, el yacimiento dará de sí.
UNA CASA MUSEO
24 de febrero.
Ni del borrascoso conde de las Almenas que al abrirse las cortes ha vuelto a ser la voz que clama después del desastre, el hombre que dice a los generales verdades corrosivas y heridoras; ni del banquete que se le ha dado a Luis París, empresario de la Ópera, por su triunfo de la reciente temporada del Real bajo cuyas techumbres aun resuena el paso de la cabalgata de las Walkirias; ni de la próxima venida, en la primavera, de la compañía de Bayreuth, con sus directores y orquesta, lo cual implica una excepcional victoria de Wagner en este país del Sol; ni del maestro Zumpe, que ha traído con su batuta alemana un aliento de vida nueva al movimiento musical de esta Corte que es por cierto digno de larga atención; ni de las reuniones de Zaragoza en donde se ha tratado de la regeneración de España en sonoras y pintorescas arengas; ni de otros tópicos de ocasión os hablaré, por transmitiros las sensaciones de arte que acabo de experimentar en una casa que es al mismo tiempo un museo, y que, indiscutiblemente es la mejor puesta a este respecto, de todo Madrid, con ser famosa y admirable la del conde de Valencia de Don Juan; me refiero a la garçonnière que en la cuesta de Santo Domingo habita el director de La España Moderna, José Lázaro y Galdeano.
Es José Lázaro acreedor al elogio por su amor a las letras y artes; ha sostenido y sostiene la revista de más fuerza que hoy tiene España entre los grandes periódicos: ha publicado más de quinientos libros de autores extranjeros, haciéndolos traducir para su propagación en ediciones baratas y elegantes; su correspondencia, en ese punto, ha sido con escritores que se llaman Tolstoi, Gladstone, Ibsen, Richepin; ha llenado su casa de preciosidades antiguas, de armas, libros, joyas, encajes, cuadros, bronces, autógrafos; ha viajado por toda Europa y se prepara este año para ir a Spitzberg; es el amigo de todo sabio, de todo escritor, de todo artista que visita este país; es joven, soltero, muy rico; sus aficiones intelectuales no le impiden hacer una vida mundana; y cuando vuelve, por ejemplo, de una excursión del interior de España, ocupa la tribuna del Ateneo y obtiene el aplauso y la aprobación de todos; creo que su camisa está muy cerca de ser la camisa del hombre feliz. Yo le fuí presentado hace siete años, al mismo tiempo que dos escritores extranjeros, el novelista griego Bikelas—de quien os he hablado ya ha tiempo en La Nación—Maurice Barrès. A este propósito recuerdo una curiosa anécdota referente al célebre jardinero de su «yo». Sucedió que Barrès tenía gran interés en presenciar una corrida