Juan Valera

Algo de todo


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ha venido a completar la obra natural, tornándola más propia, más bella, más útil y más ajustada a nuestras necesidades y aspiraciones. Al hombre, más débil y más inerme que el cordero, el espíritu, convertido en herrero y en pirotécnico, le ha dado armas y fuerzas mil veces mayores que las del león; al hombre, más desnudo que el perro chino, el espíritu, convertido en tejedor, en sastre, en zapatero y en sombrerero, le ha vestido más primorosos trajes que al pavón, al colibrí y al papagayo; al hombre, poco más listo que el topo o el mochuelo en punto a ver, el espíritu, convertido en fabricante de catalejos, le ha dotado de vista más penetrante que la del águila; al hombre, que jamás hubiera hecho natural e instintivamente algo que valiese media colmena, el espíritu, convertido en arquitecto, le ha enseñado a construir alcázares soberbios, torres esbeltas, pirámides ingentes, columnas airosas, cómodas viviendas, catedrales, teatros, y en suma, ciudades maravillosas; al hombre, que en el estado de naturaleza selvática es propenso a comerse a sus semejantes, y que se regalaba, y aun suele regalarse en algunas regiones, con ásperas bellotas, con cigarrones machacados o con pescado crudo y putrefacto, el espíritu, convertido en cocinero, le prepara artísticamente manjares agradables, hasta a la vista, y hace que uno de los actos que más le recuerdan lo que tiene de común con el animal sea un acto solemne, de corbata blanca y condecoraciones, donde tal vez se celebran los triunfos más trascendentales de la religión, de la ciencia, de la filosofía y de la política; al hombre, en fin, que después del pecado, se entiende, y en el estado de naturaleza y ya sin gracia, debió de ser casi tan feo como el mono, y más sucio que el cerdo, y más pestífero que el zorrillo, el espíritu, convertido en ortopédico, en pescador de esponjas, en fabricante de baños, en civilización para decirlo en una palabra, le ha hecho limpio, oloroso, aseado y bastante bonito para servir de modelo a la Minerva y al Júpiter de Fidias, al Apolo del Vaticano y a las Venus de Milo y de Médicis.

      Sería cuento de nunca acabar el ir refiriendo aquí cuanto ha hecho el espíritu para completar, hermosear y ensalzar la obra de la naturaleza.

      Así es que, a ojo de buen cubero, bien se puede asegurar, sin recelo de ser exagerado, que hasta en las cosas que más naturales parecen, la naturaleza, si bien se examina, ha hecho de seis partes una, y el espíritu del hombre ha hecho las otras cinco. ¿Podría, por ejemplo, alimentar nuestro globo, en estado de mera naturaleza, doscientos millones de hombres? Yo me temo que no. Es así que hay, a lo que dicen, pues yo no los he contado, 1.200 millones: luego mil millones son hijos del arte, pura creación del espíritu, producto de nuestro fecundo ingenio.

      Pongamos, pues, que una sexta parte de cuanto hay, y quizás sea mucho poner, lo ha dado, lo ha regalado la naturaleza. Las otras cinco sextas partes han costado mucho trabajo al espíritu. Y este trabajo del espíritu, este complemento a la naturaleza, es lo que tiene valor y precio, y se mide y se representa y se mueve bajo la figura redonda de la moneda metálica, o bien toma la traza de unos papeluchos mugrientos que se llaman billetes; los cuales, así como los discos o tejuelos de metal, vienen a ser encarnación del espíritu, lo más sutil y animado y circulante de su valor, la esencia imperecedera de su trabajo secular acumulado.

      Hasta aquí las cosas van bien; pero ya aquí el diablo, como vulgarmente se dice, empieza a meter la pata. El espiritualismo nos induce y excita a querer, a adorar casi esta encarnación, o mejor expresado, esta empapelación y metalización del espíritu. Por este espiritualismo, y no por el cristianismo, desdeñamos lo natural: no sentimos toda la hermosura de la primavera. Si no tienes, ni en tu arca, ni en tu bolsillo, algunos de esos tejoletes o algunos de esos papeluchos espirituales, todas las flores te parecerán abrojos, y la primavera, invierno; los claveles te apestarán como la flor de la sardina; el almoraduj, el serpol, el toronjil y la albahaca, te inficionarán como la ruda; las hojas aterciopeladas de la begonia te punzarán las manos como si fuesen cardos borriqueros; al tocar la mimosa púdica creerás tocar aliagas y ortigas; serán para ti como tártago la hierbabuena y la manzanilla; la caña dulce te amargará el paladar como retama; a la roja flor del granado preferirás el jaramago amarillo; confundirás el canto del ruiseñor con el de la rana; se te antojarán cuervos las tórtolas y búhos las palomas; y las pintadas y aéreas mariposas, y los esbeltos caballitos del diablo, y los fulgentes cocuyos y luciérnagas y la aromática mosca macuba te causarán más asco que los gorgojos, cucarachas y escarabajos peloteros.

      Una vez dominado el hombre por el susodicho espiritualismo, aborrece le vida rústica y el idilio y la égloga. Aminta y Silvia, Dafnis y Cloe, y Baucis y Filemon le parecen entes insufribles.

      Lo que se opone, pues, a lo natural es lo artificial. Lo que tira a destruir el encanto poético del mundo es el espíritu de la industria, no el de la ciencia, ni el de la religión, ni el de la filosofía.

      Mil veces lo tengo dicho y nunca dejo de pensarlo: los más ladinos y sutiles sabios experimentales no descubrirán jamás el secreto de la vida; siempre escapará a sus análisis químicos la fuerza misteriosa que une, traba y combina los átomos y crea los individuos; el amor, la conciencia, el pensamiento, la causa de moverse, de crecer orgánicamente, de sentir y de representarse en uno a los demás seres, no quedará jamás en el fondo de las retortas ni saldrá por la piquera de los alambiques. ¿Qué red delicadísima inventará el sabio para pescar ondinas, cazar silfos o sacar a los infatigables gnomos de las entrañas de la tierra? La única razón que tendrá para negar su existencia será que no logra cogerlos: que se sustraen a la inspección de sus groseros sentidos. Por lo demás, las ninfas, las diosas, todos los seres sobrenaturales, que poblaron el aire, la tierra y el agua en las primeras edades del mundo, pueden vivir y es probable que vivan ahora como entonces.

      La ciencia no despuebla la naturaleza, ni penetra en sus más íntimos arcanos. El misterio sigue y seguirá siempre. Isis no levantará jamás el velo que la cubre.

      El misticismo, que busca por camino más breve, a su Dios, en el abismo de nuestra propia alma, no aspirará a tenerle allí incomunicado. Su Dios estará en el abismo del alma, y en aquel centro se unirá el místico con Dios por estrechísimo lazo; pero Dios estará también por todo el universo, y todo Él estará en cada cosa y todas las cosas estarán en Él. El misticismo psicológico no excluirá, sino implicará la teosofía naturalista.

      El axioma capital de esta ciencia sublime será que la inteligencia infinita no es el término último, sino el principio de las cosas, sin dejar por eso de ser su fin y el centro hacia donde gravitan, y el punto en donde sus discordias hallan paz, y su agitación reposo, y solución sus contradicciones, y unidad perfecta sus calidades y condiciones diferentes.

      En este alto sentido, toda ascensión de las cosas hacia mayor bien y más perfecta vida toda evolución progresiva de cierto linaje de seres, dentro de un espacio marcado y de un período de tiempo mayor o menor, es una primavera. Las cosas, miradas en su totalidad, se mueven, sin duda, en círculo y vuelven al punto de donde partieron. En el todo no cabe progreso. Con él, si fuese total, podríamos suponer algo añadido a la gloria de Dios. Aunque allá en lo profundo de su ser, esté y viva la idea con todos sus futuros desarrollos y perfecciones, mientras ésta vaya de lo menos a lo más con proceso sin término, parecerá como que crece la gloria divina, como que Dios es más creador ahora que antes, como que sus obras van dando cada vez más claro y cumplido testimonio de su saber y de su omnipotencia.

      Es, por consiguiente, innegable que no hay progreso total. La inmutabilidad de la perfección infinita de Dios implica la inmutabilidad total de la perfección del universo, que es obra suya. Cabe, sin embargo, mudanza en los pormenores, y de ahí el progreso parcial o temporal de esto o de aquello.

      Ya que me he engolfado en meditación metafísica, añadiré, con el debido respeto (no a Dios, para quien sería absurdo y ridículo salir con esta salvedad, sino al parecer de otros meditadores), que la riqueza divina no crece ni mengua; no es cantidad: es lo infinito. Dios está siempre creando, y siempre lo tiene todo creado. Si crease un átomo más, sería más creador; si le aniquilase, sería menos; si mejorase en algo toda la obra, se corregiría, en cierto modo, a sí mismo.

      Así, pues, vuelvo a sostener que el progreso de nuestro planeta es parcial y transitorio, está compensado por la decadencia o fin de otros mundos, y está limitado en el tiempo, aunque se dilate centenares de miles de años, y en el espacio, aunque abarque