Juan Valera

Algo de todo


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para ellos que toda la inmensidad de los cielos para nosotros. Y no dejan por eso de poner más allá de su universo lo infinito inexplorado.

      Andan todos ellos muy soberbios con su cultura y con sus progresos, que juzgan sin límites. Así como cuentan ya un pasado larguísimo, esperan un porvenir más largo aún. Y es lo cierto que no se equivocan. Ellos nacieron con esta última primavera y acabarán al fin del próximo otoño. Ahora, que es verano, están en todo el auge de su grandeza. Lo mismo nos sucede a nosotros.

      ¿Quién sabe si habrá seres, en comparación de los cuales seamos nosotros lo que para nosotros son mis silfos? Y si alguno de estos seres llega a averiguar que existimos, como yo he llegado a averiguar que existen silfos tales, ¿no se reirá, o nos compadecerá, al ver que esperamos aún tan largo porvenir? Los millones de años que llevamos de vida y los que esperamos vivir aún, serán para él una primavera. Acaso, cuando vuelva él de veranear o de bañarse en algunos baños de su mundo, encuentre ya el nuestro desolado y hecho ruinas, y extinguida, nuestra efímera raza. Pero no tendrá razón. Lo importante es la inteligencia, la cual no se mide por varas, ni por kilómetros, ni por diámetros terrestres. Su actividad, cuando es fecunda, puede condensar en un minuto más hechos, más ideas, más creaciones, más gloria y más infierno, que otra inteligencia reacia, perezosa y torpe, durante siglos de siglos.

      Última moralidad. Todo es relativo, como decía D. Hermógenes. No hay menos ni más. En el tiempo que he tardado yo en escribir este artículo para cumplir mi imprudente promesa, un hombre de ingenio fecundo hubiera sido capaz de escribir la historia de toda la raza humana; y, en menos tiempo, mis silfos son capaces de realizar lo más importante de su propia historia. No lo daré por muy seguro, porque no he llegado a enterarme bien y no gusto de fantasear, pero es posible que mientras yo he estado afanadísimo componiendo todas estas candideces e inocentadas, a fin de salir del paso, mis silfos hayan fundado nuevos imperios, creado constituciones, inventado filosofías y máquinas, y erigido monumentos, en su sentir, imperecederos.

      Tal consideración me avergüenza y humilla, en vez de llenarme de vanidad; y, aunque no sea de silfos, sino de hombres como yo, el público que ha de leerme, todavía le presento con grandísima desconfianza este escrito, que no he tenido reposo, ni humor, ni tiempo para hacer más breve.

       Índice

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      El editor de esta obra tuvo la bondad de encomendarme, un siglo ha, uno de sus artículos; y yo, como es natural, elegí la cordobesa, por ser la provincia de Córdoba donde he nacido y me he criado.

      Mi extremada desidia me ha impedido hasta ahora cumplir mi palabra de escribirle. Tal vez para cohonestar esta falta me presentaba yo un sinnúmero de dificultades y objeciones, por cuyo medio trataba de condenar el pensamiento del editor, a fin de justificar mi tardanza en contribuir a su realización con mi trabajo.

      ¿Qué diferencia esencial, ni siquiera qué diferencia accidental notable, puede haber o hay pongo por caso, entre la cordobesa, la jaenense o la sevillana? Allá en lo antiguo quizás la hubiese, porque no eran tan fáciles las comunicaciones, y era más fácil el vivir aislado y sedentario; pero en el día, en que, no ya los hombres y mujeres de contiguas provincias, sino los de remotas naciones, longincuos países y apartadísimos reinos, se ven y visitan con frecuencia, ¿cómo ha de persistir esa variedad y distinción de tipos, dando ocasión a que se describan mujeres que por sus costumbres, creencias, modos de sentir y de pensar, fisonomía, continente y traje, se diferencien hasta el punto de que las pinturas o descripciones que de ellas se hagan, varíen por el asunto, y no sólo por el estilo del que pinta o describe? Además, me decía yo, aunque el sello de casta y el de nacionalidad sean indelebles, sin que acierte a borrarlos o a confundirlos la continua convivencia y el íntimo comercio espiritual, en esta época en que tanto se escribe, se lee y se viaja, en este siglo del vapor y la electricidad, del ferro-carril y del telégrafo, todavía no logro persuadirme de que haya también un sello de provincialidad, como hay sello de nación, de tribu o de casta. Lo peculiar y lo castizo, en lo que tienen de exclusivas estas calidades, provienen de divisiones que hizo la naturaleza misma, y no de las divisiones administrativas o políticas, esto es, artificiales, como son las divisiones por provincias. Malagueñas o sevillanas habrá, sin duda, de casta y suelo más homogéneos con los de ciertas cordobesas, que los de muchas cordobesas entre sí. Una mujer de Cuevas de San Marcos, por ejemplo, debe parecerse más a otra de Rute, que una de Rute a otra de Belalcázar, y más se parecerá la de Casariche a la de Benamejí, que la de Benamejí a la de Almodóvar.

      Harto se me alcanzaba que entre la gallega y la mujer de Cataluña, y entre la manchega y la vizcaína habían de mediar radicales diferencias; pero esto de que cada provincia, fuese la que fuese, había de tener un tipo especial, se me hacía difícil de creer. Sólo salvaba yo la monotonía de este libro y cifraba su variedad en el ingenio diverso de cada escritor, en el sesgo que atinase a dar al asunto, y en lo singular de su estilo, pensamientos y sentimientos.

      Nunca pensé que el editor desease que escribiésemos una reseña erudita, una serie de vidas de todas las mujeres célebres de cada provincia. Esto sería quizás, no sólo ameno, sino ejemplar y didáctico; pero no se trataba de esto, ni yo me hubiese comprometido a escribir mi artículo, si de esto se tratase. No era obra histórica, ni biográfica, la que se trazaba y proyectaba, sino cuadro de costumbres y pintura al vivo o retrato fiel de lo que hoy se nota en cada provincia en los usos, cultura, ideas, y demás prendas, condiciones y actos de las mujeres. Y siendo la cosa así, repito que no me percataba yo de nada o de casi nada que impidiese la monotonía de la obra por el objeto, aunque por el sujeto, o mejor diré por los sujetos, viniese a ser un jardín de flores, como la capa del estudiante, merced a la diversidad de estilos y a la idiosincracia de cada escritor que en ella pusiese mano.

      Así, sobre poco más o menos, andaba yo cavilando, cuando deberes de familia me llevaron al riñón de la provincia de Córdoba; a una dichosa comarca donde el color local provincial está difundido a manos llenas por la Naturaleza pródiga e inexhausta en sus varias creaciones. Y estando este color, este sello, este tipo en todo, ¿cómo, me dije yo, no ha de estarlo en la mujer, la cual es blanda cera para recibir impresiones, y duro bronce para conservarlas sin que se desvanezcan?

      Más de cinco meses pasé en mi lugar, y en este tiempo mudé por completo de parecer, respecto al libro del Sr. Guijarro. No me quedaba excusa para no escribir el artículo. Estaba persuadido de que si la cordobesa que yo pintase no era un tipo sui generis, era porque yo no sabía pintar lo que estaba viendo de un modo claro. Me decidí, pues, desde entonces a hacer esta pintura, confesando con ingenuidad que, si no sale original y nueva, la culpa será mía y no del modelo.

      Una cosa me turba aún y dificulta mi propósito. Al ver y tratar a la cordobesa del día, acuden a mi imaginación las ya casi borradas especies que desde mi niñez y primera juventud, harto lejanas por desgracia, dormían o estaban sepultadas en mi mente, de la cordobesa del primer tercio de este siglo. La disparidad entre el recuerdo y la impresión presente me confunden un poco. El tipo cordobés femenino no ha desaparecido, pero ha habido cambio, si bien el cambio no ha sido de lo castizo a lo exótico. El cambio ha sido por interior desenvolvimiento de la propia esencia de la mujer cordobesa, la cual, como todas las esencias inmortales, permanece en su fundamento sustancial, si bien adquiere nuevas formas y nuevos accidentes. La cordobesa de este momento histórico no es la cordobesa del momento histórico anterior; pero es siempre la cordobesa, y siempre sigue realizando su esencia, como cada hija de vecina, exteriorizando la idea típica suya propia, y presentando diverso aspecto, en cada una de las diversas evoluciones con que la exterioriza.

      Veo que me encumbro demasiado, y voy a descender y a hablar con más llaneza, dejando los raptos filosóficos para mejor ocasión.

      Hoy se me presenta la cordobesa a la vista tal como es, mientras que la memoria me la retrae tal como era treinta o cuarenta años ha. De aquí se origina cierta confusión, algo como una antinomía; pero, si bien se estudia la antinomía, se resolverá con poco trabajo en una síntesis