Juan Valera

Algo de todo


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evolución de la vida, dentro de tan ancho espacio, bien podemos declararla año máximo, del cual vivimos, por dicha, en la Primavera.

      La primavera de este año máximo empezó, según sabios muy acreditados, hace veinte millones de años menores y usuales. Entonces apareció el primer ser organizado. Desde entonces trazan los sabios con la mayor escrupulosidad nuestro árbol genealógico. Empieza el árbol en un ser que llaman monera, término medio entre lo inorgánico y lo orgánico; germen, embrión, elemento primordial de la vida; dotado de una fuerza, de un prurito, de una propensión indistinta a ser vegetal o a ser animal. Va extendiéndose luego el árbol, y van las formas desenvolviéndose y diferenciándose, hasta que, al fin de la edad paleolítica, ya nuestros antepasados han conseguido elevarse a la categoría de lagartos o medios peces. Durante la edad mesolítica o secundaria, progresamos más. Al ir a llegar a su término, en el período cretáceo, somos marsupiales, esto es, tenemos, como los canguros y los jerbos, una bolsa, donde nuestros hijitos se esconden. En el período eoceno de la edad terciaria, logramos obtener la dignidad de monos; somos catarrinios, o dígase monos con las ventanillas de las narices hacia abajo y con cola. En el período mioceno, ya la cola se nos cae, y nos asemejamos al gorrilla, al orangután y al chimpancé. En el período plioceno somos casi hombres, aunque pitecoides y alalos, o sea sin palabra y sin entendimiento, como cualquiera mico. Por último, en la edad cuaternaria, en el período llamado diluviano, se nos desata la lengua, empezamos a charlar y somos verdaderos hombres. Desde este momento, los sabios menos exagerados y más tímidos y económicos en sus cronologías, ponen hasta el día de hoy unos 25.000 años. La raza alala, los antropiscos, los casi hombres, como si dijéramos, salieron del centro de Africa o de un continente austral llamado Lemuria, que ya se hundió en el mar como la Atlántida, y que estaba entre el Africa y el Asia. Estos antropiscos eran negros como la tizne, y vivían en manadas o rebaños para defenderse de las fieras. Así fueron extendiéndose por el mundo. Durante la dispersión y emigración, inventaron los idiomas, y de aquí que no puedan reducirse todos a un tipo primitivo. A la raza morena, que viene después, y a la que pertenecen los egipcios, se le da una antigüedad de 15.000 años, naciendo por mejora de la raza negra. Sale luego a relucir la raza amarilla, cuyos representantes más ilustres son los chinos y japoneses. Su origen se pone 10.000 años hace. Y se muestra, al cabo, la raza blanca, arios, semitas, caucasianos, etc., a la cual se concede una antigüedad de 8.000 años lo menos. A esta raza tenemos la honra de pertenecer, pero nadie nos asegura que no aparezca aún otra superior que nos deje postergados y tamañitos, lo cual será muy desagradable. Sea como sea, a pesar de los veinte millones de años que hace que apareció la monera, no se ha de negar que estamos aún en el período primaveral de este año máximo de que hemos hablado. ¿Qué progresos, qué maravillas, qué nuevas creaciones no deben esperarse aún? Apenas si la humanidad ha nacido. Yo he leído en un libro muy docto esta sentencia, que no olvidaré nunca. «La humanidad, en su vida colectiva, no ha nacido aún.»

      Todo este largo pasado que llevamos ya, el vivir en la primavera del año máximo y el columbrar un extenso porvenir, esplendoroso y fecundo, no debe, sin embargo, alegrarnos en demasía, ni menos ensoberbecernos. Comparados nuestros veinte millones de años ya cumplidos, más otros veinte millones que por lo menos durará aún la primavera de este planeta, con otras primaveras y años máximos de otros planetas y de otros más grandes sistemas solares, tal vez parezca más breve dicha primavera que la ordinaria y menuda del año vulgar, que sólo dura tres meses.

      Cavilando yo días pasados sobre este asunto, y hallándome en el campo, en soledad amena, en hondo valle circundado de rocas escarpadas, donde había silencio, frescura y mil plantas, hierbas y flores, tuve despierto un sueño, que parecía visión espiritual o intuición pura de algo real, aunque para mí materialmente imperceptible.

      Dentro de la superficie de un kilómetro cuadrado entendí que había ciertas emanaciones sutiles de cierto fluido mil veces más tenue que el aire; fluido que penetraba el aire todo, infundiéndose en los vacíos e intersticios que dejan sus moléculas. Este fluido, que el hombre no verá, ni pesará, ni sentirá jamás con sus sentidos, no se eleva más allá de un kilómetro. Tenemos, pues, un kilómetro cúbico lleno de este fluido tenue, desleído en el aire como perfumes o efluvios. Figureme, pues, mi kilómetro cúbico como un mundo aparte, y vi que estaba poblado de un linaje de silfos tan diminutos, que, si por descuido se tragase cualquiera de ellos la más ruin molécula de aire, dicha molécula se le atragantaría y quizás le ahogaría como a cualquiera de nosotros un hueso de melocotón. Mi linaje de silfos respira, pues, el fluido tenue de que he hablado. Con las moléculas del aire hacen los silfos mil primores, y hasta juegan cuando son muchachos, disparándolas por medio de enormes cerbatanas.

      Fuera del kilómetro cúbico está para mis silfos lo infinito, desconocido e insondable. Viven en una hora; pero su inteligencia es tan rápida y tan sutil, que en esta hora tienen tiempo de sobra para instruirse, enamorarse, propagarse, seguir una carrera, elevarse a las más altas posiciones, legar un nombre ilustre a su legítima prole, y hasta cansarse de la vida y apelar al suicidio. Un minuto para cualquiera de ellos es mucho más que un año para cualquiera de nosotros. Sus poetas componen versos desesperados y desengañados a los quince minutos de nacer, y sus sabios inventan los más profundos y alambicados sistemas de filosofía a los treinta minutos.

      La voz de mis silfos es tan delgada, que sólo el fluido susodicho puede trasmitirla en ondas sonoras. Sus palabras van tan prontas, que en un segundo refiere un silfo una historia que el más conciso de nosotros tardaría tres o cuatro horas en contar. Todo lo que entre nosotros es extenso, es intenso entre los silfos. En las veinticuatro horas de cualquier día se extiende la historia de los silfos, y es tan fecunda en revoluciones, cambios, guerras y progresos, como la nuestra en los mil ochocientos setenta y pico de años que median desde la Era cristiana hasta el momento en que escribo.

      Mis silfos tienen figura humana. Yo entiendo que toda alma, todo pensamiento que informa un cuerpo, grande o chico, le da esta figura, por ser la más hermosa.

      La hermosura de mis silfos es tal, que si lográsemos fabricar un microscopio bastante poderoso para llegar a verlos, envidiaríamos a los varones y nos enamoraríamos desesperadamente de las hembras.

      Están muy adelantados en civilización. Han tenido muchos profetas y fundadores de religiones; pero ya va pasando entre ellos la edad de la fe, y rayando la aurora de la edad de la razón.

      Sus conocimientos históricos, sin mezcla de fábula, aquello que la crítica más severa da por cierto, no pasa de noventa días, lo cual, equivale a más de tres mil sucesivas generaciones. Y como un minuto para ellos viene a equivaler a un año para nosotros, puede afirmarse que ellos hacen subir la antigüedad de su civilización a más de 129.600 años. Más allá, yendo contra la corriente de los tiempos, los silfos no ven claro; pero, si entre ellos hay un Darwin o un Haeckel, sin duda colocará la aparición de la primera monera del mundo silfídico a una distancia proporcionalmente mucho mayor.

      El concepto que forman del Universo es muy distinto del que formamos nosotros. Y no porque su razón no concuerde con la nuestra, sino porque son otros los datos de sus sentidos. No llegan con la vista al sol, ni a la luna, ni a las estrellas, por donde los torrentes de luz ardorosa que lanza sobre ellos el primero, y la luz tibia y plateada en que los baña la luna, proceden para ellos de un manantial oculto. Así es que forman mil hipótesis para explicarlo. Claro está que hay largos períodos históricos de una luz, y largos períodos históricos de otra.

      En su mundo hay seres animados, de proporciones tan gigantescas, que nosotros ni siquiera las concebimos. Una avispa para ellos es más que lo que sería para nosotros el Nevado de Sorata, si arrancándose él mismo de cuajo, animándose y echando alas, se pusiese a volar y se nos mostrase por el aire. Por fortuna, la excesiva pequeñez de los silfos y su agilidad portentosa los salvan de tales monstruos.

      Claro está que lo infinito es siempre lo infinito, así en la mente de un silfo como en la mente de un hombre. En este punto, si nos contraemos a la especulación racional, nuestros conceptos son iguales; pero en contar, en extenderse a mayor número, en notar mayor cantidad, los silfos nos ganan; penetran con sus sentidos, y ven y perciben abismos de extensión,