Rubén Darío

Los Raros


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cual en días posteriores habría orgullosamente de gloriarse? Son esos primeros golpes los que empezaron a cincelar el pliegue amargo y sarcástico de sus labios. Desde muy temprano conoció las acechanzas del lobo racional. Por eso buscaba la comunicación con la naturaleza, tan sana y fortalecedora. «Odio sobre todo y detesto este animal que se llama Hombre», escribía Swift a Pope. Poe a su vez habla «de la mezquina amistad y de la fidelidad de polvillo de fruta (gossamer fidelity) del mero hombre.» Ya en el libro de Job, Eliphaz Themanita exclama: «¿Cuánto más el hombre abominable y vil que bebe como la iniquidad?» No buscó el lírico americano el apoyo de la oración; no era creyente; o al menos, su alma estaba alejada del misticismo. A lo cual da por razón James Russell Lowell lo que podría llamarse la matematicidad de su cerebración. «Hasta su misterio es matemático, para su propio espíritu.» La ciencia impide al poeta penetrar y tender las alas en la atmósfera de las verdades ideales. Su necesidad de análisis, la condición algebraica de su fantasía, hácele producir tristísimos efectos cuando nos arrastra al borde de lo desconocido. La especulación filosófica nubló en él la fe, que debiera poseer como todo poeta verdadero. En todas sus obras, si mal no recuerdo, sólo unas dos veces está escrito el nombre de Cristo.[5] Profesaba sí la moral cristiana; y en cuanto a los destinos del hombre, creía en una ley divina, en un fallo inexorable. En él la ecuación dominaba a la creencia, y aun en lo referente a Dios y sus atributos, pensaba con Spinoza que las cosas invisibles y todo lo que es objeto propio del entendimiento no puede percibirse de otro modo que por los ojos de la demostración[6] olvidando la profunda afirmación filosófica: «intelectus noster sic ¿de habet? ad prima entium quœ sunt manifestissima in natura, sicut oculus vespertilionis ad solem.» No creía en lo sobrenatural, según confesión propia; pero afirmaba que Dios, como creador de la naturaleza, puede, si quiere, modificarla. En la narración de la metempsícosis de Ligeia hay una definición de Dios, tomada de Granwill, que parece ser sustentada por Poe: Dios no es más que una gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su intensidad. Lo cual estaba ya dicho por Santo Tomás en estas palabras: «Si las cosas mismas no determinan el fin para sí, porque desconocen la razón del fin, es necesario que se les determine el fin por otro que sea determinador de la naturaleza. Este es el que previene todas las cosas, que es ser por sí mismo necesario, y a éste llamamos Dios...»[7] En la «Revelación Magnética», a vuelta de divagaciones filosóficas, Mr. Vankirk—que, como casi todos los personajes de Poe, es Poe mismo—afirma la existencia de un Dios material, al cual llama materia suprema e imparticulada. Pero agrega: «La materia imparticulada, o sea Dios en estado de reposo, es en lo que entra en nuestra comprensión, lo que los hombres llaman espíritu.» En el diálogo entre Oinos y Agathos pretende sondear el misterio de la divina inteligencia; así como en los de Monos y Una y de Eros y Charmion penetra en la desconocida sombra de la Muerte, produciendo, como pocos, extraños vislumbres en su concepción del espíritu en el espacio y en el tiempo.

      Leconte de Lisle

       Índice

      

A muerto el pontífice del Parnaso, el Vicario de Hugo; las campanas de la Basílica lírica están tocando vacante. Descansa ya, pálida y sin la sangre de la vida, aquella majestuosa cabeza de sumo sacerdote, aquella testa coronada,—coronada de los más verdes laureles—llena de augusta hermosura antigua y cuyos rasgos exigen el relieve de la medalla y la consagración olímpica del mármol.

      Homéricos funerales deberían ser los de Leconte de Lisle. En hoguera encendida con maderos olorosos, allá en el corazón de la isla maternal, en donde por primera vez vió la gloria del Sol, consumiríase su cuerpo al vuelo de las odas con que un coro de poetas cantaría el Triunfo de la Lira, recitaríanse estrofas que recordarían a Orfeo encadenando con sus acordes la furia de los leopardos y leones, o a Melesigenes cercado de las musas en la maravilla de una apoteosis. ¡Homéricos funerales para quien fué homérida, por el soplo épico que pasaba por el cordaje de su lira, por la soberana expresión y el vuelo soberbio, por la impasibilidad casi religiosa, por la magnificencia monumental estatuaria de su obra, en la cual, como en la del Padre de los poetas, pasan a nuestra vista portentosos desfiles de personajes, grupos esculturales, marmóreos bajorrelieves, figuras que encarnan los odios, los combates, las terribles iras; homérida por ser de alma y sangre latinas y por haber adorado siempre el lustre y el renombre de la Hélade inmortal! Griego fué, de los griegos tenía, como lo hizo notar muy bien Guyau, la concepción de una especie de mundo de las formas y de las ideas que es el mundo mismo del arte; habiéndose colocado por una ascensión de la voluntad, sobre el mundo del sentimiento, en la región serena de la idea, y revistiendo su musa inconmovible el esculpido peplo cuyo más ligero pliegue no pudiera agitar el estremecimiento de las humanas emociones, ni aun el aire que el Amor mismo agitase con sus alas. «Vuestros contemporáneos,—díjole Alejandro Dumas (hijo),—eran los griegos y los hindus.» Y es, en efecto, de aquellos dos inmensos focos de donde parten los rayos que iluminan la obra de Leconte de Lisle, conduciendo uno la idea brahamánica desde el índico Ganges cuyas aguas reflejaran los combates del Ramayana y el otro la idea griega desde el harmonioso Alfeo, en cuyas linfas se viera la desnudez celeste de la virgen Diana.

      La India y Grecia eran para su espíritu tierras de predilección: reconocía como las dos originales fuentes de la universal poesía, a Valmiki y a Homero. Navegó a pleno viento por el océano inmenso de la teogonía védica, y profundo conocedor de la antigüedad griega, y helenista insigne, condujo a Homero a orillas del Sena. Atraíale la aurora de la humanidad, la soberana sencillez de las edades primeras, la grandiosa infancia de las razas, en la cual empieza el Génesis de lo que él llamara con su verbo solemne «la historia sagrada del pensamiento humano en su florecimiento de harmonía y de luz;» la historia de la Poesía.

      El más griego de los artistas, como le llamara un joven esteta, cantó a los bárbaros, ciertamente. Como había en su reino poético, suprimido todo anhelo por un ideal de fe, la inmensa alma medioeval no tenía para él ningún fulgor; y calificaba la Edad Media como una edad de abominable barbarie. Y he aquí que ninguno entre los poetas, después de Hugo, ha sabido poner delante de los ojos modernos, como Leconte de Lisle, la vida de los caballeros de hierro, las costumbres de aquellas épocas, los hechos y aventuras trágicas de aquellos combatientes y de aquellos tiranos; los sombríos cuadros monacales, los interiores de los claustros, los cismas, la supremacía de Roma, las musulmanas barbaries fastuosas, el ascetismo católico, y el temblor extranatural que pasó por el mundo en la edad que otro gran poeta ha llamado con razón, en una estrofa célebre, «enorme y delicada.»

      Puso el espíritu sobre el corazón. Jamás en toda su obra se escucha un solo eco de sentimiento; nunca sentiréis el escalofrío pasional. Eros mismo, si pasa por esas inmensas florestas, es como un ave desolada. No se atrevería la Musa de Musset a llamar a la puerta del vate serenísimo; y las palomas lamartinianas alzarían el vuelo asustadas delante del cuervo centenario que dialoga con el abad Serapio de Arsinoe.

      Nacido en una isla cálida y espléndida, isla de sol, florestas y pájaros, que siente de cerca la respiración de la negra Africa, sintióse poeta el «joven salvaje»; la lengua de la naturaleza le enseñó su primera rima, el gran bosque primitivo le hizo sentir la influencia de su estremecimiento, y el mar solemne y el cielo le dejaron entrever el misterio de su inmensidad azul. Sentía él latir su corazón, deseoso de algo extraño, y sus labios estaban sedientos del vino divino. Copa de oro inagotable, llena del celeste licor, fué para él la poesía de Hugo. Al llegar «Las Orientales» a sus manos, al ver esos fulgurantes poemas, la luz misma de su cielo patrio le pareció brillar con un resplandor nuevo; la montaña, el viento africano, las olas, las aves de las florestas nativas, la