Rubén Darío

Los Raros


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una vez saneada la lengua poética, las especulaciones del espíritu perderán algo de su verdad y su energía cuando dispongan de formas más netas y más precisas. Nada será abandonado ni olvidado; la base pensante y el arte habrán recobrado la savia y el vigor, la harmonía y la unidad unidas. Y más tarde, cuando esas inteligencias profundamente agitadas se hayan aplacado, cuando la meditación de los principios descuidados y la regeneración de las formas hayan purificado el espíritu y la letra, dentro de un siglo o dos, si todavía la elaboración de los tiempos nuevos no implica una gestación más alta, tal vez la poesía llegaría a ser el verbo inspirado e inmediato del alma humana...»

      Esa declaración demuestra el por qué Leconte de Lisle no vibraba a ningún soplo moderno, a ninguna conmoción contemporánea, y se refugiaba, como Keats, aunque de otra suerte, en viejas edades paganas en cuyas fuentes su Pegaso se abrevaba a su placer.

      Los «Poemas trágicos» completan la trilogía. Hay como en los anteriores una rica variedad de temas, predominando los paisajes exóticos, reconstrucciones históricas, o fantásticas y brillantes pinturas de asuntos legendarios. El kalifa de Damasco, abre la serie, entre imanes de Meca y emires de Oriente.

      Es este un libro purpúreo. Los «Poemas bárbaros» son un libro negro. La palabra más usada en ellos es noir. Libro rojo es éste, ciertamente, que comienza con la apoteosis de Muza-al-Kebir, en país oriental, y concluye en la Grecia de Orestes, con la tragedia funesta de las Erinnias o Furias.

      Oiréis entre tanto un canto de muerte de los galos del siglo sexto, clamores de moros medioevales; veréis la caza del águila, en versos que no haría mejores un numen artífice; después del águila vuela el albatros, el «prince des nuages» de Baudelaire; pasan lúgubres ancianos como Magno; frailes como el abad Jerónimo, cual surge en poema que sin duda alguna, Núñez de Arce leyó antes de escribir «La visión de fray Martín»; monstruos simbólicos como la Bestia escarlata; tipos del romancero español como don Fadrique, y entre todo esto el severo bardo no desdeña jugar con la musa, y ensaya el pantum malayo, o rima la villanelle como su amigo Banville.

      Las «Erinnias» es obra de quien puede recorrer el campo de la poesía griega, y conversar con París, Agamenón o Clitemnestra. Artistas egregios ha habido que hayan comprendido la antigüedad profunda y extensamente; mas de seguro ninguno con la soberanía, con el poder de Leconte de Lisle. Pudo Keats escribir sus célebres versos a una urna griega; pudo el germánico Goethe despertar a Helena después de un sueño de siglos y hacer que iluminase la frente de Euforión la luz divina, y que Juan Pablo escribiese una famosa metáfora. Leconte de Lisle desciende directamente de Homero; y si fuese cierta la transmigración de las almas, no hay duda de que su espíritu estuvo en los tiempos heroicos encarnado en algún aeda famoso o en algún sacerdote de Delfos.

      Bien sabida es la historia del Hamlet antiguo, de Orestes, el desventurado parricida, armado por el destino y la venganza, castigador del materno crimen, y perseguido por las desmelenadas y horribles Furias. Sófocles en su «Electra», Eurípides, Voltaire, Alfieri, han llevado a la escena al trágico personaje.

      Leconte de Lisle, en clásicos alejandrinos que bien valen por hexámetros de la antigüedad, evoca en la parte primera de su poema a Clitemnestra, en el pórtico del palacio de Pelos; a Tallibios y Euribates, y un coro de ancianos, asimismo la sollozante Casandra de profética voz. En la segunda parte, ya cometido el crimen de su madre, Orestes, vengará, apoyado por el impulso sororal de Electra, la sangre de su padre. Las Furias le persiguen entre clamores de horror.

      El poeta, como traductor, fué insigne. A Homero, Sófocles, Hesiodo, Teócrito, Bion, Mosco, tradújolos en prosa rítmica y purísima en cuyas ondas parece que sonasen las músicas de los metros originales. Conservaba la ortografía de los idiomas antiguos; y así sus obras tienen a la vista una aristocracia tipográfica que no se encuentra en otras.

      Cuando Hugo estaba en el destierro, la poesía apenas tenía vida en Francia, representada por unos pocos nombres ilustres. Entonces fué cuando los parnasianos levantaron su estandarte, y buscaron un jefe que los condujese a la campaña. ¡El Parnaso! No fué más bella la lucha romántica, ni tuvieron los Joven-Francia más rica leyenda que la de los parnasianos, contada admirablemente por uno de sus más bravos y gloriosos capitanes. De esa leyenda encantadora y vívida, no puedo menos que traducir la hermosa página consagrada al cantor excelso por quien hoy viste luto la poesía de Francia, la Poesía universal.

      «...Y lo que nos faltaba también era una firme disciplina, una línea de conducta precisa y resuelta. Ciertamente, el sentimiento de la Belleza, el horror de las abobadas sensiblerías que deshonraban entonces la poesía francesa, ¡lo teníamos nosotros! ¡Pero qué! tan jóvenes, desordenadamente y un poco al azar era como nos arrojábamos a la brega, y marchábamos a la conquista de nuestro ideal. Era tiempo de que los niños de antes tomaran actitudes de hombres, que de nuestro cuerpo de tiradores formase un ejército regular. Nos faltaba la regla, una regla impuesta de lo alto, y que sobre dejarnos nuestra independencia intelectual, hiciera concurrir gravemente, dignamente, nuestras fuerzas esparcidas, a la victoria entrevista. Esta regla la recibimos de Leconte de Lisle. Desde el día en que François Copée, Villiers de l’Isle Adam, y yo, tuvimos el honor de ser conducidos a casa de Leconte de Lisle,—M. Luis Ménard, el poeta y filósofo, fué nuestro introductor,—desde el día en que tuvimos la alegría de encontrar en casa del maestro a José María de Heredia y a León Dierx, de ver allí a Armand Silvestre, de reencontrar a Sully Prudhomme, desde ese día data, hablando propiamente, nuestra historia, que cesa de ser una leyenda; y entonces fué cuando nuestra adolescencia se convirtió en virilidad. En verdad nuestra juventud de ayer no estaba muerta de ningún modo, y no habíamos renunciado a las azarosas extravagancias en el arte y en la vida. Pero dejamos todo eso a la puerta de Leconte de Lisle, como se quita un vestido de carnaval, para llegar a la casa familiar. Teníamos alguna semejanza con esos jóvenes pintores de Venecia que después de trasnochar cantando en góndola y acariciando los cabellos rojos de bellas muchachas, tomaban de repente un aire reflexivo, casi austero, para entrar al taller del Ticiano.

      »Ninguno de aquellos que han sido admitidos en el salón de Leconte de Lisle, olvidará nunca el recuerdo de esas nobles y dulces tardes, que durante tantos años, fueron nuestras más bellas horas. ¡Con qué impaciencia al pasar cada semana esperábamos el sábado, el precioso sábado, en que nos era dado encontrarnos, unidos en espíritu y corazón, alrededor de aquel que tenía nuestro corazón y toda nuestra ternura! Era en un saloncito, en el quinto piso de una casa nueva, boulevard de los Inválidos, en donde nos juntábamos para contarnos nuestros proyectos, llevar nuestros versos nuevos, y solicitar el juicio de nuestros camaradas y de nuestro grande amigo. Los que han hablado de entusiasmo mutuo, los que han acusado a nuestro grupo de demasiada complacencia consigo mismo, esos, en verdad, han sido mal informados. Creo que ninguno de nosotros se ha atrevido, en casa de Leconte de Lisle, a formular un elogio o una crítica sin llevar íntimamente la convicción de decir la verdad. Ni más exagerado el elogio, que acerba la desaprobación.

      »Espíritus sinceros, he ahí en efecto lo que éramos; y Leconte de Lisle nos daba el ejemplo de esa franqueza. Con rudeza que sabíamos que era amable, sucedía que a menudo censuraba resueltamente nuestras obras nuevas, reprochaba nuestras perezas y reprimía nuestras concesiones. Porque nos amaba no era indulgente. Pero también ¡qué precio daba a los elogios, esta acostumbrada severidad! ¡Yo no sé que exista mayor gozo que recibir la aprobación de un espíritu justo y firme. Sobre todo, no creáis, por mis palabras, que Leconte de Lisle haya nunca sido uno de esos genios exclusivos, deseosos de crear poetas a su imagen, y que no aman en sus hijos literarios sino su propia semejanza! Al contrario. El autor de «Kain» es quizá, de todos los inventores de este tiempo, aquel cuya alma se abre más ampliamente a la inteligencia de las vocaciones y de las obras más opuestas a su propia naturaleza. El no pretende que nadie sea lo que él es magníficamente. La sola disciplina que imponía—era la buena—consistía en la veneración del Arte, y el desdén de los triunfos fáciles. El era el buen consejero de las probidades literarias, sin impedir jamás el vuelo personal de nuestras aspiraciones diversas, él fué, él es aún, nuestra conciencia poética misma. A él es a quien pedimos, en las horas de duda, que nos prevenga del mal. El condena, o absuelve y estamos sometidos.

      »¡Ah!