su rústica flauta, y a quien de pronto diese Apolo una lira y le enseñase el arte de arrancar de sus cuerdas sones sublimes. No de otro modo aconteció al poeta que debiera salir de la tierra lejana en donde nació, para levantar en la capital del Pensamiento un templo cincelado en el más bello paros, en honor del Dios del arco de plata.
El que fué impecable adorador de la tradición clásica pura, debía pronunciar en ocasión solemne, delante de la Academia francesa que le recibía en su seno, estas palabras: «Las formas nuevas son la expresión necesaria de las concepciones originales.» Digna es tal declaración de quien sucediera a Hugo en la asamblea de los «inmortales» y de quien como su sacrocesáreo antecesor, fué jefe de escuela, y de escuela que tenía por fundamento principal el culto de la forma. Hugo fué en verdad para él la encarnación de la poesía. Leconte de Lisle no reconocía de la Trinidad romántica, sino la omnipotencia del «Padre»; Musset, «el Hijo», y Lamartine «el Espíritu», apenas si merecieron una mirada rápida de sus ojos sacerdotales. Y es que Hugo ejercía sobre él la atracción astral de los genios individuales y absolutos; el hijo de la isla oriental fué iniciado en el secreto del arte por el autor de «Las Orientales»; el que debía escribir los «Poemas antiguos» y los «Poemas bárbaros», no podía sino contemplar con estupor la creación de ese orbe constelado, vario, profuso y estupendo que se llama «La Leyenda de los siglos.» Luego, fué a él, barón, par, príncipe, a quien el Carlomagno de la lira dirigiera este corto mensaje imperial y fraternal: «Jungamus dextras.» Después, él fué siempre el privilegiado. Hugo le consagró. Y cuando Hugo fué conducido al Pantheón, fué Leconte de Lisle quien entonó el himno más ferviente en honor de quien entraba a la inmortalidad. Posteriormente, al ocupar su sillón en la Academia, colocó aún más triunfales palmas y coronas en la tumba del César literario. Recorrió con su pensamiento la historia de la poesía universal, para llegar a depositar sus trofeos en aras del daimon desaparecido, y presentó con la magia de su lenguaje la creación toda de Hugo. Hizo aparecer con sus prestigios incomparables «Las Orientales», cuya lengua y movimiento, según confesión propia, fueron para él una revelación; el prefacio de «Cromwell», oriflama de guerra, tendido al viento; las «Hojas de otoño», los «Cantos del crepúsculo», las «Voces interiores», los «Rayos» y las «Sombras», a propósito de los cuales lanzó una flecha de su carcaj dirigida al sentimentalismo; los «Castigos», llenos de rayos y relámpagos, bajo los cuales coloca los «Yambos» de Chenier y las «Trágicas» de Agrippa d’Aubigné; «La Leyenda de los siglos», «que permanecerá como la prueba brillante de una potencia verbal inaudita, puesta al servicio de una imaginación incomparable.» Y todos los poemas posteriores, «Canciones de calles y bosques», «Año terrible», «Arte de ser abuelo», el «Papa», la «Piedad suprema», «Religión y religiones», «El asno», «Torquemada» y los «Cuatro vientos del Espíritu.» De todas estas últimas obras nombradas, la que llama su atención principal es «Torquemada.» ¿Por qué? Porque Leconte de Lisle sentía el pasado con una fuerza de visión insuperable, a punto de que Guyau llama a la Trilogía «Nueva leyenda de los siglos.» «Bien que ningún siglo, escribe el poeta, haya igualado al nuestro en la ciencia universal; que la historia, las lenguas, las costumbres, las teogonías de los pueblos antiguos nos sean reveladas de año en año por tantos sabios ilustres; que los hechos y las ideas, la vida íntima y la vida exterior; que todo lo que constituye la razón de ser, de creer, de pensar de los hombres desaparecidos, llama la atención de las inteligencias elevadas, nuestros grandes poetas han raramente intentado volver intelectualmente la vida al pasado.» Tiempos primitivos, Edad Media, todo lo que se halla respecto a nuestra edad contemporánea como en una lejanía de ensueño, atrae la imaginación del vate severo. La exposición de la obra novelesca de Víctor Hugo, dióle motivo para lanzar otra flecha que fué directamente a clavarse en el pecho robusto de Zola, cuando habló de «la epidemia que se hace sentir directamente en una parte de nuestra literatura, y contamina los últimos años de un siglo que se abriera con tanto brillo y proclamara tan ardientemente su amor a lo bello» y de «el desdén de la imaginación y del ideal que se instala imprudentemente en muchos espíritus obstruídos por teorías groseras y malsanas.» «El público letrado, agrega, no tardará en arrojar con desprecio lo que aclama hoy con ciega admiración. Las epidemias de esta naturaleza pasan y el genio permanece.»
Al contestar el discurso del nuevo académico, Alejandro Dumas, hijo, entre sonrisa y sonrisa, quemó en honor del recién llegado este puñado de incienso: «Cuando un gran genio (Hugo) ha tenido desde la infancia el hábito de frecuentar un círculo de genios anteriores, entre los cuales Sófocles, Platón, Virgilio, Lafontaine, Corneille y Moliére no ocupan sino un segundo término y en donde Montaigne, Racine, Pascal, Bossuet, La Bruyere no penetran, se comprende fácilmente que el día en que ese gran genio distingue entre la muchedumbre que se agita a sus pies un poeta y le marca en la frente con el signo con que ha de reconocer, en lo porvenir, a los de su raza y familia, ese poeta tendrá el derecho de estar orgulloso. Ese poeta sois vos, señor.»
Fueron ciertamente los «Poemas bárbaros» la anunciación espléndida de un grande y nuevo poeta. ¿Qué son esos poemas? Visiones formidables de los pasados siglos, los horrores y las grandezas épicas de los bárbaros evocados por un latino que emplea para su obra versos de bronce, versos de hierro, rimas de acero, estrofas de granito. Caín surge en el ensueño del vidente Thogorma, en un poema primitivo, bíblico, que se desarrolla en la misteriosa, inmemorial «ciudad de la angustia», en el país de Hevila. Caín es el mensajero de la nada. Luego, es aún en la Biblia donde se halla el origen de otros poemas; la viña de Naboth, el Eclesiastés, que declara cómo la irrevocable Muerte es también mentira; después el poeta va de un punto a otro, extraño cosmopolita del pasado; a Tebas, donde el rey Khons descansa en su barca dorada; a Grecia donde surgirá la monstruosa Equidna, o un grupo de hirsutos combatientes; a la Polinesia, en donde aprenderá el génesis indígena; al boreal país de los Nornos y escaldas, donde Snorr tiene su infernal visión; a Irlanda, tierra de bardos. Y se advierten blancas pinturas de países frígidos, figuras cinceladas en nieve; Angantir que dialoga con Hervor; Hialmar que clama trágicamente, el oso que llora, los cantos de los cazadores y runoyas; el norte aun, el país de Sigurd; los elfos que coronados de tomillo danzan a la luz de la luna, en un aire germánico de balada; cantos tradicionales; Kono de Kemper; el terrible poema de Mona; cuadros orientales como la preciosa y musical «Verandah»; las frases ásperas de la naturaleza; el desierto; la India y sus pagodas y fakires; Córdoba morisca; fieras y aves de rapiña; fuentes cristalinas, bosques salvajes; la historia religiosa, la leyenda, el Romancero; América, los Andes...; y sobre todo esto, el «Cuervo», el cuervo desolador, y la silenciosa, fatal, pálida y como deseada imagen de la Muerte, acompañada de su obscuro paje, el dolor.
En los «Poemas antiguos» resucita el esplendor de la belleza griega, lanzando al mismo tiempo un manifiesto a manera de prólogo. He aquí lo que pensaba de los tiempos modernos: «Desde Homero, Esquilo y Sófocles que representan la poesía en su vitalidad, en su plenitud y en su unidad armónica, la decadencia y la barbarie han invadido el espíritu humano. En lo tocante a arte original, el mundo romano está al nivel de los Dacios y de los Sármatas; el cielo cristiano, todo es bárbaro. Dante, Shakespeare y Milton, no tienen sino la altura de su genio individual; su lengua y sus concepciones, son bárbaras. La escultura se detiene en Fidias y en Lisipo; Miguel Angel no ha fecundado nada; su obra, admirable en sí misma, ha abierto una vía desastrosa. ¿Qué queda, pues, de los siglos transcurridos después de la Grecia? Algunas individualidades potentes, algunas grandes obras sin liga y sin unidad. La poesía moderna, reflejo confuso de la personalidad fogosa de Byron, de la religiosidad ficticia de Chateaubriand, del ensueño místico de Ultra-Rhin y del realismo de los lakistas, se turba y se disipa. Nada menos vivo y menos original, bajo el aparato más ficticio. Un arte de segunda mano, híbrido, incoherente. Arcaísmo de la víspera, nada más. La paciencia pública se ha cansado de esta comedia sonoramente representada a beneficio de una autolatria de préstamo. Los maestros se han callado o quieren callarse, fatigados de sí mismos, olvidados ya, solitarios en medio de sus obras infructuosas. Los poetas nuevos, criados en la vejez precoz de una estética infecunda, deben sentir la necesidad de remojar en las fuentes eternamente puras la expresión usada y debilitada de los sentimientos generosos. El tema personal y sus variaciones demasiado repetidas, han agotado la atención; con justicia ha venido la indiferencia, pero si es posible abandonar a la mayor brevedad esa vía estrecha