La memoria suministra a las almas una especie de consecución, que imita a la razón pero que debe distinguirse de ella… Por ejemplo: cuando se enseña el bastón a los perros, se acuerdan del dolor que les ha causado y aúllan y huyen… Pero el conocimiento de las verdades necesarias y eternas es el que nos distingue de los simples animales y nos hace tener la Razón y las Ciencias, elevándonos al conocimiento de nosotros mismos y de Dios.
Gottfried LEIBNIZ, Monadología, 1714.
Recientemente estamos empezando a considerar a los animales como algo más que «cosas» o algo más que simplemente una propiedad nuestra. El respeto hacia el sufrimiento animal es muy reciente, no sólo en España sino en el mundo. Aunque suelen citarse antecedentes remotos de defensa de los animales –en el apéndice 1 hacemos una breve historia de estos antecedentes–, en realidad es sólo a partir de los años setenta cuando la consideración sobre el sufrimiento de los animales excede los límites de pequeños grupo antiviviseccionistas, o de bienintencionados profesionales de la salud animal, y llega al gran público. El punto de partida para la popularización de la defensa de los animales lo marca la publicación del libro Animal Liberation del filósofo moral y actualmente profesor de Ética de Princenton, Peter Singer (Singer, 1975), auténtica biblia de los movimientos de liberación animal. Esta llegada al gran público se produce al principio a partir del activismo de sectores radicales que organizan manifestaciones y protestas de diversa índole, e incluso llegan en ocasiones a emplear métodos de puro terrorismo para llamar la atención; pero lo cierto es que efectivamente llevan a los habitantes de los países desarrollados, cada vez más urbanos, el problema del sufrimiento de los animales.
A consecuencia en parte de la actividad de los grupos preocupados por los derechos de los animales, la sociedad está actualmente cada vez más preocupada acerca de cómo se trata a los animales que forman parte de un experimento y de cómo se los trata en las granjas. Esto se traduce consecuentemente en cambios en la legislación, y en una legislación cada vez más desarrollada y detallada para regular las relaciones del hombre con los animales. En marzo de 1976 se firma el Convenio Europeo sobre protección de los animales en explotaciones ganaderas, ratificado por España en 1988, y en 1986 el Convenio Europeo sobre protección de los animales vertebrados utilizados con fines experimentales y otros fines científicos, ratificado por España en 1990. Ambos convenios fueron seguidos de sus correspondientes directivas[1] y de la consiguiente legislación en los países miembros; otras directivas se ocupan de aspectos concretos como el sacrificio en mataderos o el transporte. La legislación se ha ocupado además de la creación de comités de ética para determinar si los experimentos con animales se realizan adecuadamente, y de la inspección tanto de laboratorios como de granjas de producción, para comprobar que se siguen las normas de bienestar establecidas. En el Reino Unido, por ejemplo, la persona que tenga animales a su cargo debe asegurar su bienestar, pudiendo ser inhabilitado para el cuidado de animales e incluso pudiendo retirársele los propios animales si esto no ocurre. En España el Real Decreto 1201/2005 de 10 de octubre (BOE, 2005) expone detalladamente, en sus 23 páginas, todos los aspectos relativos al bienestar de los animales de experimentación: desde el tamaño de las jaulas, las recomendaciones de temperatura y humedad relativa y consideraciones sobre el manejo, hasta la formación que deben tener las personas que estén a cargo de animales de experimentación. Los contenidos de esta formación se detallan para todas las escalas, desde los científicos hasta los cuidadores de los animales[2]. Los informes de los comités de ética que deben juzgar si un experimento se lleva a cabo son, además, obligatorios, y en las disposiciones que regulan la composición de los comités se toman medidas para asegurar su independencia. Finalmente, el Código Penal, en su artículo 332, dice que
los que maltrataren con ensañamiento e injustificadamente a animales domésticos causándoles la muerte o provocándoles lesiones que produzcan un grave menoscabo físico serán castigados con la pena de prisión de tres meses a un año e inhabilitación especial de uno a tres años para el ejercicio de profesión, oficio o comercio que tenga relación con los animales.
Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal.
Hace no muchos años hubiera sido enormemente chocante que un ser «racional» pudiera ir a prisión por maltratar a un ser «irracional». Hoy las cosas han cambiado. Podemos estar o no de acuerdo con los cambios, pero la sensibilidad social sobre este tema va en aumento y los científicos y agricultores van a estar cada vez más en el punto de mira de los comités de ética y de los legisladores. Desde mediados de los setenta la literatura en torno a nuestras obligaciones sobre los animales no ha hecho sino crecer, con lo que la preocupación sobre el tema también ha aumentado. Las medidas de protección a los animales constituyen puntos sin retorno; los animales no van a estar en el futuro menos protegidos que antes. Éste es uno del los buenos motivos por los que conviene examinar las bases sobre las que se sustenta la exigencia de nuestras obligaciones para con los animales. Otro motivo –más importante– es comprender bien cuáles pueden ser estas obligaciones y en qué nos basamos para exigirlas; en definitiva, tanto si tenemos que pedir que se cumplan ciertas obligaciones para con los animales como si tenemos que acatar las que se nos imponen, es importante comprender bien en qué se basan estos requerimientos.
El problema no es sencillo
La costumbre no engendra el entendimiento, pero toma su lugar, enseñando a la gente a encontrar alegremente su camino por el mundo, sin saber lo que es el mundo, ni qué piensan de él, ni qué son ellos. Cuando su atención es atraída por una cosa notable, esta cosa no es analizada ni examinada desde varios puntos de vista… El hecho de que el escepticismo intervenga en la filosofía es un accidente de la historia humana debido a tanta desgraciada experiencia de perplejidad y error.
Jorge Agustín RUIZ DE SANTAYANA[3], Escepticismo y fe animal, 1923.
El problema que aparece es un problema enmarañado. En primer lugar hay consideraciones de tipo ético: está generalmente admitido que no se debe hacer sufrir a los animales, pero ¿hasta qué punto es punible el hacerlos sufrir? ¿Puede un hombre[4] ir a la cárcel por maltratar a un animal? Esto se complica con la definición de sufrimiento: ¿sufren los animales?; ¿sufren los insectos?; ¿sufren las langostas al ser cocinadas vivas?; ¿sufren los toros en la plaza?; ¿sufren los elefantes domados en el circo?; ¿sufren los chimpancés cuando se experimenta con ellos? Estas preguntas llevan implícita la diferencia entre los distintos tipos de dolor; no es lo mismo apartar el brazo automáticamente al sentir un pinchazo que el dolor por la muerte de un hijo. Indiscutiblemente la respuesta a muchas de estas preguntas tiene que producirse a través de la ciencia y no de la mera reflexión; experimentos bien orientados pueden arrojar luz sobre los metabolitos que se producen durante el padecimiento, las reacciones neurológicas, etc. Subyacente a todos estos problemas está el problema de la consciencia. ¿Hasta qué punto es consciente un animal de que está sufriendo? ¿Hasta qué punto un animal es consciente de sí mismo? ¿Sabe un animal que nació y que ha de morir? Las respuestas a estas preguntas son importantes por las consecuencias que se derivan de ellas; por ejemplo, si efectivamente un animal no es consciente de su futuro no tiene ningún tipo de plan vital en el mismo sentido que puede tenerlo un humano, tenerlo encerrado no es tan grave como encerrar a un humano y quitarle la vida no es quitarle una gran cosa. Este último punto es mantenido hasta por un defensor de los animales como Peter Singer (Singer, 1993).
El problema está aún más enmarañado por consideraciones de tipo legal o, si se prefiere, de tipo deontológico. El que los humanos tengamos una serie de derechos reconocidos y no sea éste el caso de los animales no puede deberse a pertenecer a especies distintas; hasta hace unos diecisiete mil años los humanos modernos coexistían con la especie de los Homo floresiensis descubierta hace poco en Indonesia (Brown et al., 2004), hasta hace treinta y cinco mil años con neandertales, y en general somos afortunados de que no hayan quedado estados intermedios desde los antecesores comunes hasta el hombre actual.